jueves, octubre 23, 2025

BRUCE SPRINGSTEEN: «NEBRASKA ’82 – EXPANDED EDITION»

Tras la exitosa gira The River Tour, Bruce Springsteen quiso continuar la estela de aquel álbum con un sonido crudo, casi de garaje. Las posibilidades del estudio eran infinitas, pero el matiz comercial de Born to Run (1975) ya no le interesaba. La fama y la sobreexposición mediática habían perdido el brillo prometido.

Nebraska (1982) fue un disco oscuro, habitado por perdedores, criminales, mafiosos, policías y obreros. El sonido se redujo a su mínima expresión: una Gibson J-200, armónica, carillón, mandolina y la voz del Boss, desnuda y directa. Nadie esperaba aquel álbum: el hombre detrás del mito se convertía en cantautor, una especie de Bob Dylan surgido del asfalto de Nueva Jersey.

Fue una maniobra anticomercial, especialmente viniendo de una superestrella como Springsteen. En Columbia Records recibieron las cintas con cautela: esperaban otro éxito en las listas, un nuevo top ten que prolongara la estela de The River (1980). Lo que obtuvieron fue un elepé áspero, introspectivo y sin potencial radial, una colección de historias que desafiaban cualquier estrategia de mercado.

El imaginario de Nebraska oscila entre los sueños rotos, los veteranos de Vietnam caídos en desgracia, el peso del pasado y los individuos vencidos. Y, de fondo, de manera velada, la presencia de un país bajo el gobierno de Ronald Reagan, que amenazaba con ofrecer a sus ciudadanos una versión amarga de la libertad.

Un álbum influido por el gótico sureño, la historia de Estados Unidos, la novela negra, los músicos y activistas, los héroes de guerra y el cine de John Huston o Terrence Malick. Un universo con un halo de tristeza: habitaciones de hotel vacías, autopistas desiertas, lluvia, horizontes infinitos donde no hay esperanza. Tono rural, con ecos de western, recuerdos de infancia dolorosos, un niño perdido. Y, sobre todo, la alargada sombra de su padre, Douglas —miedo, dolor y rechazo—, con quien mantuvo siempre una relación compleja, marcada por la introspección, la frustración y el alcohol.

Incluso la portada, con esa carretera vacía bajo un cielo plomizo, anticipa lo que encontraremos en el interior: un viaje solitario por el corazón profundo de EE. UU donde la clase trabajadora continúa adelante a duras penas.

Desde la lóbrega «Nebraska» hasta la melancólica «Reason to Believe», el álbum recorre las grietas del sueño americano. «Atlantic City», «Highway Patrolman» o «State Trooper» dibujan paisajes de desesperanza y redención, mientras «Johnny 99» y «Used Cars» dan voz a la América obrera, perdida entre la culpa y la supervivencia.

Registrado de forma casera en su rancho de Colts Neck, Nueva Jersey, con una grabadora de cuatro pistas, el Boss suena descarnado, visceral, sin ningún tipo de artificio. Las canciones son tan auténticas que ni siquiera necesitan el respaldo de la E Street Band. Cuando intentaron registrarlas en los Power Station de Nueva York, comprendieron que la electricidad y los nuevos arreglos les robaban la esencia. Algunos temas fueron apartados para el siguiente disco, el multiplatino Born in the U.S.A. (1984), que lo convertiría en un ídolo de masas, mientras que el resto permaneció en el limbo hasta que, tras meses de pruebas y mezclas fallidas, Dennis King consiguió una versión que les hiciera justicia.

Bruce fue perspicaz: entendió que la calidad en bruto de la maqueta no podría ser replicada en un estudio. Por consiguiente, decidió publicarla en su forma más pura.

Las influencias son evidentes: blues, rockabilly, country, folk. John Lee Hooker, Chuck Berry, Dylan, Hank Williams y Elvis Presley. Lo importante era la sencillez, el mensaje. Quizá por eso no hubo gira de promoción, ni entrevistas, ni presencia en los medios. Las maquetas —conocidas entre los seguidores como Electric Nebraska— fueron durante décadas material codiciado, y en esta reedición ven la luz por primera vez. A diferencia de otros trabajos del Boss difundidos en bootlegs, las sesiones del álbum habían permanecido ocultas hasta ahora.

El elepé fue un hito dentro de su discografía. Sin él, no existirían The Ghost of Tom Joad (1995) ni Devils & Dust (2005). Su minimalismo, parquedad y crudeza lírica servirían de inspiración para toda una generación de músicos. Con su tono confesional y una espiritualidad sombría, demostró que menos puede ser más.

Nick Cave, Steve Earle, Bon Iver, Beck, The Killers, Sufjan Stevens, Phoebe Bridgers, The National e incluso el mismísimo Johnny Cash: todos cayeron rendidos ante su hechizo. Nebraska tendió puentes entre el indie rock, el country alternativo y el folk americano.

En cuanto al material inédito: numerosas outtakes, demos, caras B y tomas en directo. Destacan los cortes primerizos retocados por la E Street Band, más crudos y enérgicos que los que finalmente llegarían al público.

Nebraska ’82: Expanded Edition se encuentra disponible en una cuidada caja de cuatro CDs y un Blu-ray, y también en edición de vinilo con cuatro LPs. Una joya imprescindible para los devotos del Boss, que demuestra que la espera ha merecido la pena. La leyenda no conoce límites. 




miércoles, octubre 22, 2025

BRUCE SPRINGSTEEN: «BORN TO RUN» – MEMORIAS (PRIMERA PARTE) (LITERATURA RANDOM HOUSE, 2016)

De Freehold a la gloria del rock: repasamos la vida de Bruce Springsteen en su autobiografía Born to Run. Un viaje a las raíces del Boss.

I. El hombre

Bruce Springsteen creció en Freehold, Nueva Jersey, siempre en los márgenes, hijo de una familia trabajadora que apenas llegaba a fin de mes. En casa, la figura de su padre, Douglas, marcó su vida con una mezcla de silencio, frustración y amor reprimido. El alcohol, la depresión y la imposibilidad de expresar afecto generaron una distancia que pesaría durante décadas. Aquella tensión familiar fue la semilla de muchas de sus canciones: una lucha constante entre la necesidad de huir y el deseo de redención.

Desde muy joven supo lo que era sentirse un inadaptado: demasiado pobre para encajar en los círculos de moda, demasiado inquieto para resignarse al destino obrero de su barrio. Bruce veía en su padre el espejo del desencanto y la derrota que él se juró no repetir. Años después escribiría sobre ese vínculo roto en temas como «Adam Raised a Cain» o «Independence Day», donde el hijo intenta comprender a un hombre endurecido por el trabajo y la pobreza.

Antes de conocer el éxito, su vida transcurrió entre bares donde tocaba por unos dólares y bolos interminables en salas pequeñas. Fueron años de pura escasez, de ruina económica, en los que incluso llegó a pasar hambre. La carretera, sin embargo, le dio lo que la rutina le negaba: oficio, resistencia y un talento esculpido a base de sudor, kilómetros y noches sin dormir.

Pasaron tres años de giras y esfuerzos titánicos hasta que, finalmente, John Hammond —el mismo que había descubierto a Dylan— lo escuchó y apostó por él en Columbia Records. Fue el inicio de todo: el salto desde la periferia al centro, de la oscuridad de los clubes de Nueva Jersey a los focos del rock.

A lo largo de su vida, la figura paterna se transformó en espejo y advertencia. Bruce temía repetir los errores de su padre: la dureza, el aislamiento emocional, la incapacidad de abrirse a los demás. Sin embargo, durante sus años de mayor fama —cuando Born in the U.S.A. lo convirtió en un fenómeno global— acabó reproduciendo parte de ese patrón.

Su matrimonio con la actriz Julianne Phillips, en pleno auge de los ochenta, lo enfrentó a su propio vacío. Ella representaba el éxito y la estabilidad que él creía desear, pero Bruce descubrió que seguía atrapado entre la carretera y los fantasmas de Freehold. El divorcio fue doloroso y lo obligó a mirar hacia adentro: comprendió que el amor no basta cuando uno no sabe quién es.

Poco después, en la gira de Tunnel of Love (1987), encontró en Patti Scialfa —compañera de la E Street Band y confidente desde hacía años— a la persona que realmente comprendía su mundo. Con ella formó la familia que siempre había anhelado: Evan, Jessica y Sam. El nacimiento de su primogénito, en 1990, marcó un cambio profundo en su vida.

La prosa de Springsteen —en sus letras y en su autobiografía— es un reflejo del hombre: humilde, perseverante y de clase obrera. Un artista que ama su oficio por encima de todo, que ganó lo que tiene a base de esfuerzo y que, pese al éxito, conserva la gratitud y la capacidad de mirar la vida desde el asombro.

Chupa de cuero, camisa de cuadros, jeans, botas y una Fender Esquire de 1950. ¿Para qué más?

II. Bruce Springsteen y la E Street Band

Springsteen jamás se planteó un trabajo de nueve a cinco con cuello blanco. Solo le interesaba la música y, a diferencia de otros menos afortunados, logró cumplir sus sueños. Siempre lo tuvo claro: cero atracción por los excesos del rock and roll que se llevaron por delante a tantos grandes —Jim Morrison, Kurt Cobain, Amy Winehouse—. Quizá por eso se ha mantenido en pie en la industria hasta el presente. Para el Boss solo existe una opción: continuar adelante, devorar kilómetros y nunca mirar atrás.

También vivió la eterna lucha contra las discográficas, plagadas de ejecutivos sin visión que solo buscaban explotar a los artistas. La marcha de John Hammond y Clive Davis de Columbia lo dejó en una situación complicada tras su segundo álbum: los nuevos jefes no apostaron por él. Más tarde, incluso cuando ya era un éxito masivo, tuvo que pelear por unas condiciones contractuales más justas frente a Mike Appel, su representante.

Más que una estrella del rock, Springsteen siempre proyectó la imagen de alguien que podría encajar en un taller mecánico o conduciendo un camión por la Ruta 66. En esa sencillez se adivinaba la herencia de su padre: un hombre duro, de manos agrietadas y mirada cansada, que nunca entendió la pasión de su hijo por la música, pero cuya sombra impulsó al joven Bruce a demostrar que el talento también podía ser una forma de dignidad.

Esa misma filosofía de lealtad y trabajo en equipo fue la que lo llevó a crear una de las bandas más sólidas y queridas de la historia del rock: La E Street Band. Con ellos, Bruce no solo formó un grupo, sino una auténtica familia.

Steven Van Zandt, Clarence Clemons, Max Weinberg, Garry Tallent, Roy Bittan, Nils Lofgren, Danny Federici y, más tarde, Patti Scialfa, compartían con el Boss una misma ética: la música como oficio, no como lujo. Cada concierto era una celebración del esfuerzo colectivo, una prueba de hermandad que trascendía los escenarios.

Springsteen cuidaba de los suyos como un hermano mayor. Se aseguraba de que todos cobraran, de que nadie pasara apuros, de que cada integrante se sintiera parte de algo más grande que una simple banda. En los buenos y en los malos tiempos, el vínculo que los unía era indestructible.

Para Bruce, la E Street Band representaba lo que su padre nunca pudo darle del todo: una familia estable, sólida y llena de afecto. Era, al fin, el hogar que había buscado en la música.

III. La estrella del rock

La perfeccionista y agotadora grabación del corte «Born to Run» llevó seis meses: Springsteen sabía que necesitaba un elepé de éxito o la discográfica no renovaría su contrato. El resto del disco se terminó en Nueva York, en los legendarios estudios Record Plant, con John Landau como productor, apostando por la sencillez en los arreglos y las letras sobre ciudadanos comunes de una América herida.

«Thunder Road», «Tenth Avenue Freeze-Out» y «Jungleland» marcaron un antes y un después. Con ellas, todo cambió para siempre: la crítica lo aclamó, el público lo adoptó y el propio Bruce comprendió que su sueño —convertirse en el portavoz de una generación— se había cumplido. Pero junto al éxito llegó también el miedo: perder el alma, su autenticidad y convertirse en un producto más de la industria.

La batalla en los tribunales contra Mike Appel mantuvo a Springsteen tres años alejado de los estudios, sin poder grabar nueva música. Además, lo dejó en la bancarrota —pese a ser un músico de prestigio con ventas millonarias— hasta principios de los años ochenta.

Desde Inglaterra, el punk había sacudido la industria hasta sus cimientos. Nada volvería a ser igual. En Darkness on the Edge of Town (1978), el cantante habló sobre las privaciones de su infancia, la dureza de los barrios obreros y la muerte del sueño americano, a través de personajes exhaustos que, sin embargo, se resisten a aceptar la derrota. Un trabajo oscuro y adusto, que llegó a los fans gracias a una gira incendiaria. No tardaría en convertirse en uno de los más venerados de su discografía.

The River (1980) significó un revulsivo personal para el Boss: un sonido crudo, áspero, casi de garage, que arropaba historias teñidas de cierto halo político y de desesperación; demasiados compromisos familiares no resueltos y heridas íntimas aún por cicatrizar. «Hungry Heart» se convirtió en un éxito y les abrió las puertas a un tour europeo —el primero en cinco años— en el que arrasaron.

La novela Nacido el 4 de julio hizo que Springsteen tomara conciencia de los veteranos de Vietnam, de sus heridas invisibles y su abandono por parte del país. A partir de entonces, su compromiso con la causa sería absoluto.

El country, el blues, el góspel y la música folk inspiraron lo que muchos consideran su obra maestra indiscutible: Nebraska (1982). Un elepé tranquilo y desnudo en el que el Boss expone su alma en formato acústico, enfrentándose a los fantasmas de su niñez y el destino de los desheredados. La sombra de Freehold nunca lo abandonaría del todo. Tras terminar las maquetas, regrabó el álbum con la E Street Band, pero concluyó que debía quedarse tal cual. No hubo gira para promocionarlo. La película que se estrena, Deliver Me from Nowhere, dirigida por Scott Cooper, se centra precisamente en esta etapa crucial de su carrera, explorando el proceso creativo y emocional que dio forma a Nebraska, así como el aislamiento y la introspección que marcaron aquel momento en la vida de Bruce.

La integridad artística de Springsteen siempre ha estado fuera de duda. Por ello, la publicación de Born in the U.S.A. (1984), el disco más vendido de su carrera, no puede considerarse un producto vacío. El tema titular, malinterpretado por Ronald Reagan, era una denuncia feroz contra el sistema que descartaba a sus ciudadanos cuando dejaban de ser útiles.

El videoclip de «Dancing in the Dark» lo impulsó a una dimensión mediática inédita. Por primera vez, el Boss aparecía como una auténtica estrella de la MTV, bailando y sonriendo ante millones de espectadores: un obrero del rock convertido, sin quererlo, en ícono pop. Por suerte, la fama no lo consumió. Supo mantener los pies en la tierra y seguir fiel a sus raíces.

Tunnel of Love (1987) trajo un tono más introspectivo y personal, centrado en el amor, la madurez y la desilusión. Después llegarían el matrimonio con Patti Scialfa, la paternidad y la búsqueda de equilibrio tras años de tormentas internas.




BRUCE SPRINGSTEEN: «BORN TO RUN» – MEMORIAS (SEGUNDA PARTE) (LITERATURA RANDOM HOUSE, 2016)

La música como refugio, la banda como familia: Bruce Springsteen y el latido humano detrás del mito.

IV. Años noventa: Cambios y regeneración. 

Durante los noventa, Bruce disolvió temporalmente la E Street Band y buscó nuevos horizontes creativos, decidido a reinventarse lejos del sonido que lo había consagrado.

Con Human Touch y Lucky Town (1992) intentó mostrar dos caras de una misma moneda: la del músico que se debatía entre el amor doméstico y la necesidad de seguir expresando su fuego interior. Ambos discos nacieron en plena transición emocional, cuando Springsteen intentaba conciliar su vida familiar con su identidad como artista. Aun así, volvió a hacer lo que mejor sabe: salir a la carretera. La gira posterior, acompañado por una nueva banda, lo reconectó con el público, demostrando que su magnetismo en vivo seguía intacto.

En lo personal, vivía un momento de madurez. Su matrimonio con Patti Scialfa se consolidaba, y la paternidad lo transformó profundamente. Después de una juventud marcada por la distancia emocional con su propio padre, Bruce aprendió a mirar la vida desde otra perspectiva: la de un hombre que, al fin, comprendía el peso y la belleza de la familia.

En 1994, su canción «Streets of Philadelphia», escrita para la película del mismo nombre, le valió un Óscar y el reconocimiento de una nueva generación de oyentes. La voz grave y melancólica del tema reflejaba una empatía universal por los marginados y los enfermos, algo que siempre había estado en el corazón de su obra.

Pero el verdadero renacer llegó con The Ghost of Tom Joad (1995), heredero espiritual de Nebraska. Con un tono austero y folk, el disco retrataba las vidas invisibles de la América profunda: inmigrantes, obreros, vagabundos, hombres y mujeres que luchaban por sobrevivir en los márgenes del sueño americano. Inspirado por Las uvas de la ira y por su propia madurez artística, Springsteen ofreció un álbum sobrio que lo devolvía a su esencia: contar historias de los que no tienen voz.

La gira acústica que siguió fue una experiencia casi mística: el Boss, su guitarra y el silencio del público. No había espectáculo ni artificio. En esos conciertos, el músico recuperó su conexión más íntima con la audiencia, recordando sus días de los clubes de Asbury Park.

Por entonces, su padre, Douglas, fue diagnosticado con trastorno bipolar. La enfermedad marcó los últimos años de su vida, pero también permitió un acercamiento tardío entre ambos. Bruce lo acompañó en su declive, como si finalmente hubiera entendido a aquel hombre que tanto lo había confundido de niño. Cuando Douglas falleció en 1998, el hijo que alguna vez huyó del hogar cerró el círculo: ya no había rencor, solo gratitud.

Ese mismo año, después de un concierto junto a Bob Dylan, Springsteen comprendió que era momento de regresar a casa y reunir a la E Street Band.

V. El regreso y la madurez

En 1999, el Boss tuvo su merecido ingreso en el Rock and Roll Hall of Fame. Era la consagración de una vida dedicada al oficio y la confirmación de que aquel chico de Freehold había llegado a lo más alto sin renunciar a su esencia. Ese mismo año, decidió recorrer el mundo con la E Street Band en una gira monumental: The Reunion Tour, 133 conciertos que culminaron en un apoteósico final en el Madison Square Garden de Nueva York.

Entre los nuevos temas surgidos de esa etapa destacó «American Skin (41 Shots)», una canción que abordaba con valentía la violencia policial y el racismo en Estados Unidos. Las fuerzas del orden y parte de la prensa reaccionaron con hostilidad, pero Bruce se mantuvo firme. Como siempre, no buscaba agradar, sino decir la verdad. Era, en definitiva, una canción nacida del mismo impulso moral que había guiado toda su carrera: ponerse del lado de los olvidados.

Las primeras grabaciones de The Rising (2002) no lo convencieron, pero el atentado del 11 de septiembre cambió todo. Las imágenes de la tragedia, las pérdidas y el miedo colectivo lo empujaron a escribir con una urgencia nueva. El álbum se transformó en un homenaje a las víctimas, a los bomberos, a los héroes anónimos y a quienes resistieron entre las ruinas. Fue su renacimiento artístico y espiritual. Canciones como «Lonesome Day» o «My City of Ruins» hablaron de la esperanza que resurge del dolor. El disco alcanzó el número uno en Estados Unidos y lo devolvió al lugar que siempre le perteneció: el corazón de su pueblo.

Con Devils & Dust (2005), Bruce regresó al formato acústico, íntimo y confesional, para explorar los miedos del individuo frente a la fe, la culpa y la violencia. Un año más tarde, con We Shall Overcome: The Seeger Sessions (2006), rindió tributo al folclore estadounidense reinterpretando clásicos recopilados por Pete Seeger. Aquella gira fue una fiesta popular: un canto colectivo a la dignidad de los trabajadores y a la fuerza de la música como refugio. El concierto de Nueva Orleans, tras el huracán Katrina, destacó por su emotividad: una celebración de la resistencia ante el infortunio.

Magic (2007) continuó con un tono político y combativo, denunciando la guerra de Irak y la hipocresía del poder. Fue el último álbum en el que participó el teclista Dan Federici, fallecido de cáncer en 2008. Su pérdida fue un golpe duro para la banda. Aun así, el espectáculo debía continuar. Un año después, Bruce y la E Street Band protagonizaron una de las actuaciones más memorables de la historia del rock: la Super Bowl de 2009, vista por más de 150 millones de personas. Aquel concierto, breve pero explosivo, confirmó que la llama seguía viva.

Con Working on a Dream (2009) volvió a alcanzar el número uno en las listas. La máquina seguía imparable: actuación en el Rock and Roll Hall of Fame junto a U2 y Patti Smith. Jay Weinberg asumió como nuevo baterista, mientras la salud del viejo Clarence comenzaba a deteriorarse. Wrecking Ball (2012) reafirmó su compromiso social: un álbum que arremetía contra las corporaciones y el capitalismo deshumanizado que había devastado a la clase media estadounidense. Era una oda a la resistencia de los humildes, una súplica por justicia, una llamada a no rendirse.

La muerte de Clarence “Big Man” Clemons poco después dejó un vacío irreparable. Su último solo de saxo en «Land of Hope and Dreams» se convirtió en una despedida eterna. Para Bruce, no era solo la pérdida de un compañero: era la de su hermano espiritual, el alma de la E Street Band.

Con los años, el cuerpo y la mente del Boss comenzaron a pasar factura. Las giras interminables, las noches sin descanso y los excesos de energía cobraron su precio. Springsteen habló abiertamente de sus depresiones, de los periodos de oscuridad que lo acompañaban desde joven y de cómo la medicación y la terapia se habían convertido en aliadas para mantener el equilibrio. Su honestidad desarmó prejuicios: un ícono del rock confesando su fragilidad con la misma naturalidad con la que empuñaba su guitarra.

Esa sinceridad lo transformó en un faro para toda una generación. A sus más de setenta años, Bruce Springsteen sigue siendo mucho más que un músico: es un símbolo de integridad, trabajo y resistencia. Porque, como canta en una de sus últimas canciones: «Hey pretty darling, don't wait up for me, gonna be a long walk home».



viernes, octubre 17, 2025

TAME IMPALA: «DEADBEAT» (COLUMBIA RECORDS, 2025)

Tame Impala —el proyecto todoterreno de Kevin Parker: cantante, multiinstrumentista y productor australiano— regresa al panorama musical con un nuevo y esperado elepé. Han pasado cinco años desde el aclamado The Slow Rush (2020) y el hype está por las nubes. ¿Qué nos tendrá preparado en esta ocasión?

La portada, en blanco y negro, muestra al cantante junto a su hija. Sencilla y sobria, se convierte en toda una declaración de intenciones: el padre y el hombre cobran más protagonismo que la estrella de la música.

«My Old Ways» arranca en formato acústico para continuar con elementos jazzísticos, solo de saxo incluido. «No Reply», tema dance, incluye un final dominado por un piano envolvente. Un inicio lleno de contrastes, entre momentos brillantes y pasajes más introspectivos.

«Dracula» es otra pieza luminosa y bailable, con un atractivo gancho melódico y canto en falsete. «Loser» roza el terreno del R&B con su ritmo entrecortado. «Oblivion» nos devuelve a la barra de cualquier club nocturno, y el siguiente corte, «Not My World», desemboca directamente en la pista de baile.

La orquestal «Piece of Heaven» es la canción más profunda del álbum. Con su sonido synth pop, recuerda a temas como Joan of Arc, de Orchestral Manoeuvres in the Dark. «Obsolete» continúa por la misma senda, pero desde el prisma de las luces estroboscópicas y el hielo seco: un corte con un sutil toque funk que podría encajar en cualquier Best Of de los ochenta.

«Ethereal Connection» bebe del house noventero. Vibra profunda y potente, una de las mejores piezas del disco, con potencial de single. En «See You on Monday (You’re Lost)», la influencia de The Beatles en su etapa Sgt. Pepper’s es evidente, aunque siempre filtrada por la sensibilidad psicodélica y el pulido sonido característico de Parker. Puede que sea el tema que menos encaje en el conjunto, pero también aporta un respiro humano, una pausa antes del cierre.

El viaje concluye con la sintética expansiva de «Afterthought» y con «End of Summer», sin duda el mejor corte del conjunto y primer adelanto del disco. Un pulso de acid house que late con la energía de Madchester, bajos envolventes y una producción que combina nostalgia y modernidad a partes iguales. Es una pieza hipnótica, de esas que crecen con cada escucha, y que funciona tanto en la pista como en la ensoñación personal. Un final redondo que resume el trabajo con mucha clase.

La electrónica tiene un gran peso, junto a teclados, piano, saxo y paisajes caleidoscópicos. Pulcras armonías vocales, numerosos arreglos de cuerdas difusos y un tempo que flota entre lo onírico y lo melancólico. No cuesta imaginar el elepé de fondo en cualquier chill out mientras el sol se oculta en el horizonte. El álbum está secuenciado como si fuera una sesión de DJ: pieza tras pieza, con subidas y bajadas perfectamente medidas, construyendo un todo homogéneo.

Luz y oscuridad, exaltación y agotamiento creativo, vulnerabilidad y deseo de trascender lo cotidiano. El álbum explora esas tensiones con una sensibilidad que recuerda a la mejor tradición lírica de New Order. Parker vuelve a reinventarse con acierto: Deadbeat (Columbia Records, 2025) añade una nueva muesca a una discografía impecable.



EAGULLS: «ULLAGES» (PARTISAN RECORDS, 2016)

Producido por Matt Peel y mezclado por Craig Silvey,  los de Leeds presentaron su nuevo trabajo discográfico después de un debut —Eagulls (2014)— que, aunque no triunfó en las listas de ventas, fue bien recibido por la crítica.

En Ullages (Partisan Records, 2016), un anagrama del nombre de la banda, la formación sacrificó la aridez de sus inicios a favor de la melodía, demostrando su evolución como músicos durante aquel corto periodo de tiempo. Ofrecieron un sonido revivalista en crescendo, con atmósferas envolventes, misteriosas y nocturnas, deudoras de Joy Division, The Cure, Bauhaus o Killing Joke.

El álbum incluyó temas cercanos al pop como «Euphoria», «Velvet» y «Psalms», íntimos y claustrofóbicos, que parecían arrancados de los surcos de cualquier trabajo de The Chameleons; medios tiempos carentes de abrasión guitarrística como «Heads or Tails» y «My Life is Rewind»; un atmosférico tema instrumental, «Harpstrings» —que habría encajado mejor en el ecuador del álbum—; y gemas heladas y fantasmales tan potentes como sus primeros sencillos: «Lemontrees», «Skyping», «Blume» y «Aisles». Para cerrar, una desolada «White Lie Lullabies», que condensó la esencia y el espíritu de todo el álbum.

A pesar de que los seguidores de la banda pudieran extrañar la crudeza de sus comienzos, Ullages se complementó perfectamente con su anterior elepé, explorando diferentes texturas, sonoridades y ambientes. La producción, misteriosa y cristalina, puso el acento en el bajo, los teclados, la batería y la voz de George Mitchell, que cada vez mostró mayores similitudes con la de Robert Smith.

Los de Leeds facturaron un álbum notable que reunió todos los requisitos necesarios para ascender a primera división junto a otras bandas más populares como Editors, Interpol y The Horrors. Ullages se convirtió, finalmente, en su último trabajo de estudio. Tras la disolución del grupo, Mitchell emprendió un nuevo proyecto musical de carácter electrónico y experimental bajo el nombre de Honesty, con el que continuó explorando terrenos sonoros más personales y arriesgados. Con los años, Ullages ha quedado como una joya a redescubrir: un álbum atmosférico, elegante y melancólico que refleja la madurez artística de un combo injustamente subestimado.




HENRY MILLER: «EL COLOSO DE MARUSI» (EDHASA EDITORIAL, 2014)

Me sentí completamente separado de Europa. Había entrado en un nuevo mundo como un hombre libre: todo se había conjuntado para que aquella experiencia fuera feliz y fructífera. ¡La Virgen, qué feliz era! Pero, por primera vez en mi vida, era feliz con la plena conciencia de serlo.

Henry Miller


En 1939, a los cuarenta y ocho años de edad, gracias a su amigo Lawrence Durrell, Henry Miller acepta tomar unas vacaciones en Grecia. Después de veinte años de empleos miserables, relaciones tormentosas, escritura, aceras rotas, penalidades, tugurios y prostíbulos de mala muerte —primero en Nueva York y después en París—, el escritor no tarda en aceptar la invitación. La imagen de la costa griega, las aguas cálidas del Mediterráneo, la caricia del sol sobre su cuerpo y el chocar de la espuma contra el casco del barco le hacen experimentar una sensación de plenitud desconocida. ¿Sería posible que, por primera vez en toda su existencia, pudiera olvidar las cicatrices del pasado? Puede que la vida, la misma a la que había decidido enfrentarse en su obra, no fuera tan sórdida como siempre había creído. Debía aprovechar aquella oportunidad: la Segunda Guerra Mundial se encontraba próxima, vaticinando millones de muertos, destrucción y caos.

Miller era un individuo desilusionado con el mundo moderno, sobre todo con la política imperialista y opresora de Estados Unidos y, por extensión, de Nueva York, su ciudad natal, con la que siempre mantuvo una relación de amor y odio. Su literatura puede tacharse de todo menos de convencional: crítica a la sociedad, vuelos de imaginación metafísica, inquietudes espirituales, odio hacia el egoísmo humano, pasión desbordada y filosofía extrema. Al contrario de lo que puedan pensar los lectores, Miller fue un vitalista que disfrutó cada segundo de su vida con una fruición digna de elogio. La búsqueda que guio toda su carrera literaria fue la felicidad personal, amorosa, espiritual, sexual y económica.

El coloso de Marusi destaca por su canto a la naturaleza, las leyendas, los mitos, los sueños, la pobreza y la eternidad condensada en la belleza de las ruinas, estatuas y caminos cubiertos de polvo que desfilan ante los ojos del escritor durante su viaje. A diferencia de Primavera negra, Trópico de Capricornio, Trópico de Cáncer o Días tranquilos en Clichy, nos encontramos con un Henry Miller que ha encontrado la paz interior y acepta a sus semejantes con todas sus virtudes y defectos. Su mirada cínica, implacable y corrosiva ha dado paso a la visión de un hombre maduro y contemplativo, el mismo que se maravilla profundamente de su entorno, costumbres y habitantes durante su recorrido de meses a través de todo el país.

La prosa de Miller —líquida, tumultuosa, sensual y firme— conduce al lector a través del mundo antiguo. Nuevamente, nos encontramos con un individuo libre de trabas morales, políticas, sociales y filosóficas, que lo único que anhela es aprender todo lo posible. Grecia le devuelve la esperanza de que la raza humana, cuando se libere de sus ataduras, pueda encontrar la salvación. Su admiración hacia el pueblo griego no conoce límites. Lo considera valiente, amable, fiel, generoso y agradecido, algo que no opina de sus compatriotas estadounidenses, a quienes tacha de falsos, absurdos e ignorantes, engañados por los tres pilares en los que se basa su modo de vida: patria, familia y religión. Cabe destacar el análisis al que somete a sus amigos (poetas, pintores, novelistas), siempre desde la calidez, la admiración y el humor. En cambio, su ojo crítico no deja intactos a los poderosos: magnates, políticos, religiosos y militares que, gracias a su ambición, estrechez de miras y mezquindad, han convertido el planeta en un lugar miserable.

Durante un año —entre largos paseos, baños en la playa, cenas en casas de amigos, estancias en hoteles y excursiones—, Miller contempla una Grecia clásica incólume al paso del tiempo, por la que desfilan los dioses antiguos antes de que el cristianismo mancillara aquellas tierras con su doctrina aniquiladora. La belleza del país, de un modo u otro, sobrevivirá a la memoria de los hombres. Nápoles, el Pireo, las ruinas de Pompeya, Corfú, Eleusis, Hidra, Epidauro, Tirinto, Micenas, Cnosos, Festos, Tebas, el Peloponeso, Corinto, Esparta… Cálido, inteligente y lleno de ternura hacia el universo, nos propone realizar un recorrido espiritual que sane nuestras almas.

Las palabras del autor después de visitar la tumba de Agamenón definen la nueva filosofía existencial que había adquirido y sirven como cierre para resumir la obra:

«No quiero saber nada más de la civilización y de sus productos de almas cultivadas. Renuncié a mí mismo al entrar en esta tumba. De ahora en adelante soy un nómada, un don nadie espiritual. Podéis coger vuestro mundo fabricado y ordenarlo en los museos; yo no lo quiero, de nada me sirve. No creo que ningún ser civilizado sepa ni haya sabido nunca lo que ha tenido lugar en este recinto sagrado. Eso está más allá del conocimiento y la comprensión del hombre civilizado; él está al otro lado de esa pendiente cuya cima fue escalada mucho antes que él o sus antepasados estuvieran en el mundo. A eso llaman la tumba de Agamenón. Bien; tal vez uno llamado Agamenón descansaba aquí. ¿Y qué? ¿Voy por eso a quedarme parado, abriendo la boca como un idiota? No lo haré. Me niego a detenerme en ese hecho,  demasiado  sólido.  Aquí me elevo,  no  como poeta,  narrador, cuentista o mitólogo, sino como espíritu puro. Digo que el mundo entero, abriéndose en abanico en todas direcciones desde este lugar, vivía antiguamente de un modo que nadie es capaz de imaginar».



jueves, octubre 16, 2025

AUGE Y CAÍDA DEL POST-PUNK REVIVAL: «NOS VEMOS EN EL BAÑO: RENACIMIENTO Y ROCK AND ROLL EN NUEVA YORK, 2001-2011» (NEO PERSON, 2018)

Nos vemos en el baño: Renacimiento y Rock and Roll en Nueva York, 2001-2011 (Neo Person, 2018), de Lizzy Goodman, cuenta la historia de las bandas de la Gran Manzana de principios de siglo a través de una serie de entrevistas cruzadas, al estilo de la biblia del género: Por favor, mátame. La historia oral del punk.

Nos encontramos con la crema musical de la época: The White Stripes, Fischerspooner, TV on the Radio, Yeah Yeah Yeahs, The Rapture, The National, Interpol, Vampire Weekend, LCD Soundsystem, The Killers, Kings of Leon, Franz Ferdinand y, por supuesto, «los famosísimos The Strokes». Todos empezaron de cero en garitos como el CBGB, el 2A, el Max Fish, el Darkroom, el Mercury Lounge, el Milk & Honey o el Pianos. Nueva York volvió a adquirir relevancia cultural. El post-punk revival recogió el testigo del grunge y del britpop, devolviendo el rock a la calle en una época en que triunfaba el nu metal de Korn, Deftones o Limp Bizkit.

The Strokes fueron la punta de lanza de aquel movimiento con sus chupas de cuero, pitillos, Ray-Ban y zapatillas Converse. Sus canciones eran urgentes, enérgicas y guitarreras. Los medios compararon al grupo con Television y los Ramones. The Strokes se convirtieron en el epítome de lo cool, de la modernidad neoyorquina. Nunca vendieron millones de elepés, pero fueron una fuente de inspiración. El resto de las bandas siguió su estela.

El indie de la Gran Manzana tuvo un ascenso vertiginoso hasta la primera línea: una fusión entre garage, rock alternativo, dance y electroclash. Eclecticismo al máximo. Fiestas, sexo, drogas, famoseo, alcohol, desfase, modelos, música... El estrellato corrompe hasta a los mejores. No tardaron en aparecer tensiones, resentimiento, negligencia, mal rollo, falta de creatividad y litigios discográficos. Las clínicas de rehabilitación recibieron muchas visitas de parte de nuestros héroes.

En aquella época, Internet era vista con recelo por las discográficas. Ninguna llegó a imaginar la repercusión que tendrían los blogs, las webs y las redes sociales en el futuro próximo. ¿Quién lo hubiera dicho, verdad? Plataformas como Napster o Soulseek sembraron el terror en la industria: la gente empezó a descargar música gratuitamente y, en consecuencia, las discográficas cerraron el grifo. Se acabaron los contratos de seis cifras, las limusinas y el catering para conquistar a los artistas. La globalización de la tecnología lo cambió todo. Por muchas demandas y multas que impusieran a los usuarios, Internet era una bola de nieve imparable. Las ventas de discos no tardaron en desplomarse.

Los ataques del 11-S y la invasión de Irak transformaron el país: miedo, angustia y paranoia. La gente empezó a salir de parranda como si no hubiera mañana. El cambio de Gobierno, el patriotismo, la religiosidad, la gentrificación, el cierre de locales veteranos… Barrios como Manhattan, Brooklyn y Williamsburg se volvieron pijos. Cuando te prohíben bailar en los baretos, la cosa está jodida de verdad. Por no hablar de fumar un miserable pitillo… Las clases pudientes pisotearon a las humildes. Nueva York y, por extensión, Estados Unidos cambiaron a peor.

A todos les alcanzó la fama repentina: giras interminables, adulación, excesos, dinero a mansalva… Tuvieron que arreglárselas del mejor modo posible para soportar la presión del estrellato y salir adelante. Aquellos grupos que pertenecían a la escena underground terminaron triunfando a nivel global y convirtiéndose en referentes para nuevas formaciones. A pesar de ello, conservaron su independencia artística; ninguno quiso ser absorbido por el sistema.

A diferencia de otros movimientos musicales, apenas existió competitividad entre las bandas mencionadas. Solo la justa y necesaria a nivel artístico. ¿The Strokes contra The White Stripes, como en su día Blur vs Oasis? Ni de broma... Nadie quiso entrar en ese juego. La mayoría eran colegas, alternaban en los mismos locales, conocían a gente en común y compartían estudios de grabación y escenarios. Un circuito formado por universitarios, hípsters, bohemios, intelectuales, outsiders, artistas de vanguardia, freaks y marginados. Irónicamente, nadie esperaba que alcanzaran el mainstream y se consolidaran. Citando al Alan McGee de Creation Stories: «El rock and roll nunca muere, solo se transforma».