lunes, abril 01, 2024

TUMBA DE GRAVEDAD: «UNA TEMPORADA EN EL ABISMO» — LA CARTA DE SPIKE

Cada vez que cierro los ojos tengo la desagradable impresión de que algo, confuso e informe, me acecha entre las tinieblas. Desde niño siempre he estado en conflicto conmigo mismo. Mi carácter es angustiado y autodestructivo. Nunca he conocido la paz de espíritu, excepto en determinados momentos rápidos y fugaces que jamás resultan suficientes. Esa parte tenebrosa de mi alma, aquella que espera agazapada en un rincón en sombras, lista para conducirme a los infiernos, está dispuesta a actuar cuando menos lo espere. Los días pasan, unos detrás de otros, lentos y cargados de miseria, sin que consiga sentirme satisfecho del todo. Mis ambiciones no encajan en el mundo donde me ha tocado vivir: ser un lunático no es fácil de sobrellevar.

Abro los párpados enrojecidos, sumido en una negrura aplastante, escuchando el repiquetear de la lluvia contra las paredes de piedra. Afuera, detrás de los barrotes, existe una sociedad a la que nunca podré pertenecer. Vencido por el insomnio, pienso que, por mucho que no intente plantearme las circunstancias, los remordimientos siempre terminan derrotándome. Tiritando, con el cuerpo encogido, estudio el fondo de la celda. Mi mente me juega una mala pasada y tengo la horrible sensación de que no estoy solo. ¿Qué clase de demonios preternaturales, provistos de garras afiladas y bocas supurantes, aguardan a que baje la guardia? Por el rabillo del ojo creo vislumbrar figuras enmohecidas de rasgos putrefactos y vestimentas llenas de polvo deslizándose por los rincones del calabozo. Trago saliva reprimiendo un escalofrío de terror y me subo las sábanas heladas hasta el cuello. Sé que tarde o temprano cobrarán sustancia propia y se volverán reales. Alguien debe castigar mis pecados de la peor forma posible.

Fantasmas… Los conozco demasiado bien; me atormentan desde que tengo memoria, convirtiendo mi existencia en un calvario insoportable. ¿Por qué me cuesta tanto aceptarme? La gastada pregunta —la misma que me he planteado un millón de veces antes— recorre mis pensamientos. «Tú me has mantenido cuerdo», reflexiono. «Sin ti me habría suicidado hace años». Como de costumbre, hablo con el porcentaje de mi ser que soy incapaz de controlar; con el escritor que vigila mis actos a todas horas con su malévola presencia. Aunque he intentado aniquilarlo, borrarlo de mi vida como si nunca hubiese existido, está tan enraizado en mi personalidad, que me sería más fácil amputarme un brazo o una pierna que librarme de él. Siempre había temido aquella faceta retorcida, la misma que me impulsa a narrar lo que estoy escribiendo; es demasiado lóbrega para admitirla con ecuanimidad. ¿Por qué no puedo cambiar? Por mucho que luchara por hacerlo, aunque me fuera la vida en ello, siempre seguiría siendo el mismo. El sueño, para bien o para mal, me estaba vetado. Jamás desde mi temprana infancia, fui capaz de conciliarlo con naturalidad. Las pesadillas asaltarían mi conciencia desde el valioso momento en que me sumergiese en el olvido.

Cuando recuerdo mis fotografías, imágenes en blanco y negro descoloridas y marchitas por el paso del tiempo, un nudo me atenaza las entrañas. Mi propia imagen, pálida y angulosa, terriblemente delgada, vestida de negro, parece la de un espectro. La bilis amarga se agolpa en mi garganta; a nadie le gusta contemplar su propio declive. Lo que más me sobrecoge, independientemente de mi lamentable estado físico, es la mirada que tengo: vidriosa, fría, distante; estaba totalmente colgado del peyote en aquellos tiempos. ¿Cuánto podía pesar? ¿Cincuenta kilos? Esa es mi especialidad: ser autodestructivo hasta límites insufribles. Es mi don y mi maldición. Si no fuera por el lado tenebroso de mi personalidad, jamás habría logrado escribir nada. Siempre he pensado que tiene que haber sangre en las páginas; de lo contrario, todo esto es una pérdida de tiempo, una puta mierda. ¿Sangre? No creas que lo que estoy contando es un papel. Conmigo no existen las medias tintas: o te involucras sin tener en cuenta las consecuencias o revientas como un perro rabioso. Como he comprobado, muchos recurren a formar una familia, abonarse al psiquiátrico o engancharse a los antidepresivos para llenar el vacío; nada tiene sentido y la vida es una batalla perdida de antemano. ¿Sangre? Las fotos me recuerdan lo hecho polvo que estaba, lo bajo que puedo caer cuando me lo propongo. Por mucho que crea que he madurado, terminaré teniendo un fin doloroso y mezquino; de nada sirve negar lo inevitable.

Nadie conoce la tormenta que se libra en mi interior, incansable, durante todos los días de mi vida. Siempre he mantenido en silencio los traumas que destrozan mi psique. Sé que nadie estaría dispuesto a escucharlos; puede que por ello recurriese a la escritura para desahogarme. ¿Cómo sobrevivir a tus propias obsesiones? Yo opté por volverme frío y egoísta: no confío en nadie y solo creo en lo que veo. Si la raza humana fuese exterminada no derramaría una sola lágrima. Bueno, quizá exagere un poco; hace más de una década que no consigo llorar. Solo ha quedado el vacío del mañana, la muerte de la esperanza, el dolor inenarrable que no podrá ser sanado; la vida no concede segundas oportunidades, aunque la mayoría afirme lo contrario. ¿Acaso soy negativo? ¿Piensas que soy pesimista? Prueba a llevar treinta años hundido en tu propio infierno, ignorado y despreciado por todos, rodeado de gente zafia e ignorante, y a lo mejor comprendes mi punto de vista. No opté por este camino porque no tuviera nada mejor que hacer o porque creyera que ser un artista torturado y melodramático gustará a las generaciones venideras. No tuve otra opción: era la escritura o la muerte. Punto final.

La literatura es un negocio asqueroso. No existen amigos ni consideraciones de ninguna clase; lo único que encontrarás son puñaladas por la espalda y mentalidades obtusas encerradas en el pasado. La misma persona que antes alababa tu obra, que comentaba que eras un genio y había que seguirte la pista, cuando monta una revista dice que tus historias no encajan en la temática de la misma. La gente suele estar más preocupada por pagar la hipoteca o salir de tiendas que por cultivarse a sí misma. La lectura como afición o simple pasatiempo se limita a los éxitos que dentro de un año no recordará nadie. Escritores mediocres que alcanzan el Olimpo con una obra y no vuelven a escribir nada que valga la pena durante el resto de sus patéticas carreras. Hoy en día no puedes ser profundo o trascendental; la banalidad lo domina todo; cuanto más simple y prosaico seas, perfecto. ¿Qué futuro pueden tener mis personajes? Los antihéroes oscuros y turbados, analíticos y autocompasivos, que jamás encuentran la paz, según el criterio de los editores, no venden. Cuando veo los cuatro o cinco libros que publican las editoriales de turno, las mismas que opinan que lo que yo escribo es basura, me dan ganas de arrojar la toalla. ¿Cuál es el problema? ¿Por qué el género ha caído en manos de individuos narcisistas que se creen importantes? ¿Dónde está el talento y la inventiva de mis compatriotas? Los ingleses no tienen cojones, se limitan a copiar a los clásicos, no se arriesgan a ofrecer algo nuevo. Publicar se ha convertido en una tarea prácticamente imposible. Lo único que les importa a las editoriales es que la obra dé dinero y nada más. ¿Qué posibilidades tendrían hoy en día hombres de la talla de Homero o Virgilio de sacar un libro al mercado? Ninguna, me temo.

Nueve años… Ha transcurrido casi una década desde mi caída en los abismos. Cuando miro atrás y pienso en todas las horas que he perdido intentando huir del pasado, tengo la sensación de que han transcurrido siglos. Me siento viejo, consumido, como si hubiese experimentado todo lo que la vida podía ofrecerme. Nueve putos largos años… Me aproximo a los cincuenta y continúo siendo un fracasado; nadie toma en serio mi obra y el futuro no parece que vaya a mejorar. ¿Qué puedo hacer al respecto? A pesar de mi situación, aunque las rachas de improductividad aumenten con el paso del tiempo, en un lugar remoto de mi conciencia sigo aferrándome a la literatura como tabla de salvación para no perder la cabeza. Pese a despreciar mi propia obra, disfruto creándola; una paradoja no exenta de perversos motivos que no alcanzo a comprender. Pienso que he quedado suspendido en mi propio universo, poniendo negro sobre blanco, las mismas estupideces que escribía cuando era adolescente, atrapado en un círculo vicioso del que no consigo escapar. Pero ¿qué otra opción tengo? ¿De qué puedo hablar si no es de lo que conozco, íntimamente, de primera mano? La tormenta barre las calles con su masa aplastante. Parece que ha llegado el día del Juicio Final. Espero que el Señor me haga trizas y condene mi alma para toda la Eternidad. No merezco otra cosa por mis crímenes.

Esto no es una confesión gratuita ni una terapia de cara al público; menos aún, una mascarada. Es jodidamente real y no hay lugar para el artificio. La terapia electroconvulsiva me ha machacado física y espiritualmente; los loqueros continúan afirmando que lo hacen por mi bien. Necesito salir de este sanatorio, viajar y conocer gente nueva, experimentar emociones distintas, ampliar el abanico de posibilidades que me ofrece la vida. Estoy cansado de vivir de mis ruinas humeantes. Debo afrontar el futuro con entereza, sin remordimientos; soy demasiado inteligente para consumirme de una manera tan repulsiva. No tengo miedo, sé que no me queda nada que perder; he tocado fondo demasiadas veces como para que algo me importe.

Pienso que, por mucho que me esfuerce en cambiar las cosas, todo continuará exactamente igual. Gracias a las cenizas de mi juventud, del pasado del que tanto me avergüenzo y del que llevo huyendo una década, he forjado mi obra. A veces me siento orgulloso de ello; no fue fácil sobrevivir a la autodestrucción que me infligí a mí mismo, a las noches de cocaína, a las depresiones constantes, a la soledad nacida de la incomunicación. Por otra parte, quisiera que mi destino hubiese sido distinto; no haber recorrido este sendero tortuoso que ha estado a punto de conducirme a la locura. Sí, sé que caigo al vacío, sin nada a lo que sostenerme, volviendo a cometer los mismos errores de siempre. ¿Por qué después de tantos años siento la necesidad de hablar sobre ello?

La respuesta es muy sencilla: tengo que desahogarme de alguna manera. No quiero parecer autocompasivo, ni regodearme en mi propia miseria; menos aún, quejarme sin motivo alguno. Escribir es una especie de terapia; me auxilia a escapar de todo. Gracias a ello encuentro sentido a una vida que dejó de tenerlo hace mucho tiempo. En perspectiva, el vacío que me consumía no es tan intenso como antaño. Recuerdo vivir angustiado, consumido por mis obsesiones, con el corazón roto en mil pedazos y el alma deshecha. Apenas logro comprender cómo pude sobrevivir, porque, con lo hundido que estaba, debí tener motivos más que suficientes para quitarme de en medio. ¿Por qué no lo hice? ¿Qué es lo que me ha mantenido despierto hasta ahora? Debo comprobar si cincuenta años insatisfecho, vencido por unos sueños que no puedo realizar, pueden ser cambiados. Por ello me niego a suicidarme: deseo comprobar si el dolor y la angustia por la que he pasado tienen sentido o no.

Atrás queda la infancia, una niñez amarga y solitaria, atrapado en un ambiente que aborrecía, acomplejado por mi físico y mi manera de ser. Nunca tuve suerte en la amistad; no encajaba en ninguna parte, lo cual me llevaba por el camino de la amargura. No me quedó más remedio que asirme a la literatura como a un clavo ardiendo, fue lo que logró hacerme feliz a todos los niveles, cosa que ni la sociedad ni mis familiares consiguieron. Han pasado diez años reprochándome constantemente cada día, sin excepción, los errores que cometí. ¿Por qué he actuado de esta manera? Me odio a mí mismo; por ello me torturo hasta la saciedad. No merezco otra cosa por ser tan imbécil. La gente suele quejarse de que lo que escribo es demasiado oscuro, demasiado negativo y deprimente, que no es comercial y, por lo tanto, es mediocre. Los editores, por ejemplo, los mismos que suelen jugar conmigo y mis novelas sin haber terminado el primer capítulo, suelen comportarse como los seres más repugnantes que he tenido la desgracia de conocer. La realidad no admite excusas: soy un perdedor, me siento incomprendido y estoy rodeado de gente estúpida a la que no le importan mis aspiraciones en absoluto. Pensar y plantearme las cosas como siempre lo he hecho, más que felicidad, me ha aportado todo lo contrario. Poseo aptitudes, dones otorgados por la naturaleza, que, por hastío o indiferencia, he dejado pasar de largo. Y me cuestiono dónde estarán las personas como yo, porque supongo que habrá hombres y mujeres que opinen lo mismo; porque, hasta la fecha, no he tenido la suerte de encontrarme con ninguno cara a cara.

Cuatro de diciembre… Este relato, en cierta forma, es una manera de exorcizar el pasado; duele cambiar de tal forma que, de un día para otro, no puedes reconocerte delante del espejo. Irónicamente, por las numerosas vueltas del destino, he vuelto a los orígenes, al mismo lugar donde todo empezó. En un principio, estaba aterrado. Me negaba a regresar a Londres; tenía demasiado miedo de los fantasmas intangibles de mi conciencia. Para mi sorpresa, me ha ido mejor de lo que pensaba; apenas he tenido pesadillas. Los recuerdos son un borrón indistinto delineado en mi memoria. ¿Por fin he madurado y conseguido admitir los errores que cometí hace tanto tiempo? No lo sé. Me extraña sentirme tan tranquilo; no es algo habitual en mí. Me pregunto cuánto tardarán los remordimientos en regresar y arruinarme el presente. ¿Unos días? ¿Unas horas? ¿Unas semanas? Tengo que convivir con una parte lóbrega que no puedo controlar. Es la lucha constante de mi lado positivo contra el negativo. Por desgracia, el segundo siempre ha tenido más poder que el primero. Me es mucho más fácil hundirme en un pozo que disfrutar de las cosas buenas que puede aportarme la vida. ¿Por qué lo hago? Misterio; nunca he logrado entenderlo, porque, si soy sincero, no hay nada más triste y patético que vivir jodido. Me cuesta admitir mi lado oscuro, el mismo que me obliga a narrar esta historia, un cuento que me había prometido no escribir.

Mi memoria retrocede, obligándome a regresar atrás, haciéndome recordar el instante que me convirtió en lo que soy. Una discusión, una noche de juerga, a las tantas de la mañana en una calle de Wigan, aniquiló mi inocencia en pedazos. Jamás habría imaginado que las palabras pudieran hacer tanto daño. Posteriormente, después de una madrugada alcohólica que no quiero recordar, a la mañana siguiente, cuando abrí los ojos sentí que me habían arrancado el alma del cuerpo. Horas más tarde, cuando me dirigía al trabajo, escuché Faith de The Cure. Casi al final del disco, en la penúltima canción, no pude aguantar más y estallé en sollozos detrás del volante. Sin duda, aunque he pasado por otros momentos penosos, fue el día más triste de mi existencia. No he vuelto a llorar desde entonces: algo se perdió por el camino y no pude volver a recuperarlo. Me transformé en un adulto de un modo cruel y enfermizo que no desearía ni a mi peor enemigo. Me he mostrado demasiado sincero; hasta la fecha no me había atrevido a contar la película tal como sucedió. ¿Me encuentro mucho mejor por haberlo hecho? En realidad, me importa un carajo: lo mejor que pudo pasarme fue sepultar mi inocencia mil metros bajo tierra, en una tumba tan profunda que jamás volverá a ver la luz.

Un rostro flota sobre mi cuerpo, a unos palmos del suelo, imbuido en una tristeza tan hermosa como familiar. Vislumbro sus rasgos pálidos, amorfos, veteados por las luces inciertas que se deslizan por el rectángulo de la ventana. Contemplo el techo impregnado de humedad sin prestar atención a los roedores que corretean por el suelo de la celda; sus ojos rojos y abultados no cesan de mirarme con malicia. Lo peor de todo, el quid de la cuestión, es que no puedo escapar de mi condena. Aunque quiera evitarlo, cada mañana al levantarme, delante del espejo continuará el mismo loco hijo de puta en el que me he transformado. A veces, cuando tengo un mal día, deseo desfigurarme con un cuchillo hasta que mi cara quede tornada en un amasijo de carne sanguinolenta. ¿Por qué diablos soy tan contradictorio? La gente miente; todos afirman que son felices, cuando en realidad están perdidos y se sienten tan vacíos como yo. El presente, con toda su hipocresía, charlas filosóficas en cafés de mala muerte, consumismo y puerilidad, no ofrece grandes expectativas para continuar adelante. Todo el mundo anhela un trabajo mejor, ganar más dinero, parientes menos problemáticos, vástagos que velen su futura e inevitable senilidad. La sociedad está tan podrida que, aunque me niegue a reconocerlo, doy gracias porque me hayan ingresado en esta jaula por «perder la mente». Cuando Dios creó al ser humano, realizó la broma cósmica por excelencia. Solo somos marionetas destructivas, perpetuamente insatisfechas, que no hallarán las grandes respuestas que exigimos. Por suerte, en medio del caos y la entropía aún me resta la esperanza de un mañana mejor. Quizá con el paso de los años llegue a olvidar mis crisis depresivas y a encontrarme medianamente satisfecho con mi vida. Esa es la esperanza, diminuta e informe, que me mantiene con los ojos abiertos.

Perdí la pasión, la capacidad de sentir ilusiones, el anhelo por experimentar cosas nuevas, todo por una losa de plomo a la que poco le faltó para acabar conmigo. ¿Qué quedó después de aquella mierda? Poca cosa, me temo; por ello, no consigo descansar tranquilo. Espantoso, ¿no es cierto?

Extraño la sensación de amanecer sin sobresaltos, tal como sucedía una década antes, pero sé que es una quimera imposible. Soy un hombre marcado por una condena que llevaré hasta que muera. Por suerte, aunque me ha costado bastante, he aprendido a vivir con ella. Dependiendo del día, toma el control de mi mente, convirtiendo el presente en un infierno. Por ello escribo, repito; de lo contrario, perdería la cabeza, cosa que no permitiré bajo ninguna circunstancia. La felicidad, en cambio, solo es un instante precario y fugaz, que se desvanece sin dejar rastro…

Dolor, euforia, arrogancia He completado el círculo. Espero que algún día termine esta temporada en el abismo.



miércoles, febrero 14, 2024

TUMBA DE GRAVEDAD - PRIMER CAPÍTULO

Domingo, 6 de junio de 1993

Incansable, Spike pisó el acelerador, quemando kilómetros. Contemplé la carretera en movimiento, rodeada por árboles agitados por la tormenta. Llevábamos un día sin dormir, de fiesta en fiesta, a base de éxtasis para mantener el ritmo. Tom me pasó un porro humeante. La marihuana despejó mis sentidos hechos polvo por el MDMA. El tema que sonaba en el radiocasete era demasiado estridente; me ponía los pelos de punta.

Tom susurró:

—Tío, quita esa mierda.

Spike lo observó a través del espejo retrovisor. Tenía las pupilas dilatadas como platos. Una sonrisa maníaca se le dibujó en los labios.

—¡Estás escuchando a My Bloody Valentine! —exclamó—. ¿No te mola el rollo?

Mi colega ignoró su tono burlón.

—Ni de coña.

Jane abrió la guantera, revolvió las cintas y sacó una elegida al azar.

—¿The Stone Roses?

—Odio a The Stone Roses —protestó Tom.

La menda fue cortante:

—Cierra la boca, joder.

Todos estábamos de acuerdo. Necesitábamos música que estuviera en sintonía con nuestro estado anímico o el bajón sería colectivo, desagradable.

Pásame el canuto, cerdo.

Obedecí a mi amiga. Espiré el humo perezosamente y cerré los ojos inflamados por la falta de sueño. La canción serenó los ánimos de la tropa; a todos empezaba a entrarnos la paranoia. La melodía penetró en mi cabeza con lentitud, relajándome. Aquella maravilla era un himno. El universo volvía a girar en dirección correcta.

 

I don’t have to sell my soul

He’s already in me

I don’t need to sell my soul

He’s already in me

I wanna be adored

 

Me hormigueaban los dedos. La hierba era cojonuda. Después de veinticuatro horas a toda pastilla necesitaba una tregua. Spike subió el volumen. Las guitarras llenaron el interior del viejo Dodge Charger, desvaneciendo el mundo exterior en una nebulosa distante. Las responsabilidades de la vida cotidiana podían esperar. Pegué la nariz a la ventanilla. Mi respiración formó una estela blanquecina sobre el cristal cubierto de lluvia. La autopista estaba vacía; cero tráfico por ninguna parte. Éramos los únicos supervivientes de una Tercera Guerra Mundial imaginaria. Las bombas atómicas se encargaron en exterminar a la raza humana.

 

I wanna be adored

You adore me

You adore me

You adore me

I wanna

I wanna

I wanna be adored [1]

 

Spike sonreía, caustico, mientras se terminaba el porro.

—¿Te enteraste de lo del segundo disco?

Tom estaba demasiado desfasado como para reaccionar con inmediatez.

—¿De quién? —inquirió—. ¿De The Stone Roses?

—¡Obvio!

—¿Qué pasó?

—La banda tiene problemas legales.

—¿Y eso?

Jane se adelantó:

—Silvertone los ha demandado por incumplimiento de contrato.

—No jodas —resopló mi colega.

Spike fue cínico:

The Stone Roses se han vendido, ahora son pura imagen y mainstream. Ya no les queda nada de su talento musical y en la actualidad no se definen en absoluto —imitó las críticas que aparecían en las revistas—. Todo por la pasta, ¿sabes?

Una historia tan vieja como el mundo: los ejecutivos discográficos luchaban por explotar a sus artistas lo máximo posible. El talento o la calidad de los grupos eran irrelevantes, solo importaban las ganancias. El mundillo musical era una porquería. Estaba lleno de sanguijuelas, de capullos trajeados dispuestos a aniquilar a quien hiciera falta.

El indie, formado por clases trabajadoras, escupió a la cara a la élite, a las grandes vacas sagradas y, sobre todo, a la industria. Sellos independientes como Rough Trade, Mute, Factory, 4AD o Creation, white labels de doce pulgadas, fanzines, radios piratas tipo Touchdown, Impact y Rush, maxis de importación, newsletters, bootlegs, salas, promotores locales…; todo al margen de las majors que cortaban la pana desde hacía siglos.

Una nueva cultura, posibilidades infinitas, singles de calidad que nunca verías en los puestos más altos de las listas de ventas, en la horripilante y subnormal lista de Radio One. Sin embargo, ofrecían alternativas a personas como nosotros, que teníamos un mínimo de criterio. Citando a Ian Brown: «El pasado es tuyo, el futuro es mío».

Tom replicó, hastiado:

—La misma mierda de siempre

Sin darle mucha importancia al asunto, continué inmerso en mis pensamientos, mientras contaba los postes eléctricos que quebraban la monotonía de la vegetación cubierta de niebla. El buga había respondido de puta madre. Spike era el mejor conductor del planeta; en ningún momento perdía el control, a pesar de toda la química que pudiera circularle por las venas. Noctámbulo, apenas dormía unas cuantas horas diarias; la vida era demasiado breve para desperdiciarla con chorradas. 

La noche anterior regresó a mi memoria: estuvimos bailando hasta el amanecer en una casa abandonada, pimplando como locos, perdidos en la profundidad del bosque. Como siempre, reconocí a la peña de Bolton, Bury, Rochdale, Manchester, Trafford, Warrington, Wigan, Sheffield, Birmingham y, por supuesto, Salford. Cuando te mueves en los mismos círculos, terminas por averiguar de dónde es todo el mundo.

Tenía la garganta seca, me costaba tragar saliva. Las secuelas de las pastillas eran leves. Recé para que no me jodieran vivo; aún quedaba mucha distancia hasta Salford. Jane abrió una botella de Jack Daniels. La última del lote; tendría que durar hasta la tarde, cosa que me parecía imposible: éramos por antonomasia borrachos. Bebimos a palo seco. El mantra de Spike: «Mezclar el Suave Jack es de maricones». El whisky apartó el frío que me hacía estremecer.

El álbum de The Stone Roses continuaba sonando. Debía reconocer que era un discazo, pocos grupos noveles tenían tanto talento. El noventa por ciento necesitaba años de rodaje para sacar al mercado una obra maestra. Enumeré sus virtudes: la portada, con su fondo expresionista a lo Jackson Pollock; la excelente producción de John Leckie; los cortes, que revelaban un groove heredado del rock clásico de los sesenta. Palabras de Bob Stanley en Melody Marker: «Este es simplemente el mejor álbum debut que he escuchado desde que compro discos. Olviden a todos los demás, olviden trabajar mañana». Una verdad como un templo.

La movida Madchester cambió nuestras vidas. Después de probar el éxtasis no fuimos los mismos; nunca volveríamos a ser inocentes, la infancia estaba enterrada en una tumba de gravedad. New Order, Primal Scream, The Stone Roses, James, Happy Mondays, The Farm, 808 State, Inspiral Carpets, Flowered Up, EMF, Northside, The Soup Dragons, Candy Flip, The Mock Turtles, Jesus Jones, World of Twist, Paris Angels, A Guy Called Gerald y The Charlatans tornaron el panorama musical británico, convirtiéndolo en una juerga perpetua que se desvanecía a pasos agigantados, con su sonido que bebía de la electrónica, el funk, el soul, la psicodelia, el pop de toda la vida y de la reciente escena house. El rock and roll había muerto, solo quedaba lugar para el dance

—¿Jane?

—Dime.

—Busca algo de Verve.

Spike soltó una risotada.

—¿Crees que mi coche es una discoteca o qué?

Estaba chalado por aquella banda. Seguía su carrera desde que, por pura casualidad, los descubrí en el Boardwalk, en febrero de 1991. Los había visto actuar en el Camden Falcon, en el Tom & Country Club, en el Mill at the Pier —las tres libras con cincuenta mejor invertidas de mi vida, aunque fue un tostón de concierto— y en el Camden Town Hall en primera fila. Jane me consiguió sus sencillos publicados hasta la fecha: All in the Mind, She’s a Superstar, Gravity Grave y Blue. Tenía el abono para el festival de Glastonbury, que se celebraba a finales de junio, y no veía la hora de que sacaran a la calle su primer elepé.        

—Sé que tienes el EP por alguna parte…

—¡Qué listo eres! —exclamó mi colega.

—Gracias, señor.  

Spike siempre fardaba de haber sido uno de los primeros socios del club Shoom, The Trip, el RIP, The Project, el Spectrum y The Haçienda. Si Whitworth Street hablara… Cuando la situación lo requería, Phuture, Marshall Jefferson, Joey Beltram, The Shamen, S’Express, Fluke, Inner City, Lil’ Louis, Armando, Mr. Lee, Fast Eddie, Adonis, K-Klass y Frankie Knuckles sonaban en el Charger. Acid Tracks era el hitazo perfecto para poner a toda mecha antes de salir de farra. El Roland TB-303[2] revolucionó la historia de la música. Años atrás, en agosto de 1989, cerca de Reigate, Surrey, el menda estuvo presente en una de las raves más grandiosas de la historia: unas veinte mil personas la armaron como Dios manda. Un día de desenfreno, éxtasis y acid house. Las colas de coches alcanzaban los cuatro kilómetros. Buenos tiempos. Lástima que me los perdiera.   

A mi derecha, Tom roncaba a pierna suelta, en posición fetal, con las manos hundidas entre los muslos y utilizando su arrugada chaqueta de pana como manta. Satisfecho, prendí un pitillo y expulsé una bocanada de humo. Oscilábamos a la deriva, impulsados por el futuro ambiguo, naufragando en una tierra extraña, entre los escombros del pasado reciente. Spike era nuestro guía espiritual: visionario, estudiante fracasado, hincha del Manchester United, viajero acérrimo, buscavidas, consumidor de XTC, camello a jornada completa, hacha al billar, estrella del rock que nunca había grabado un disco, el Terence McKenna de la pérfida Albión. Un superviviente, en definitiva. Tom nos había soplado un rumor que circulaba por el campus de la Universidad de Salford: durante una rave enloquecida que duró tres días consecutivos, de jueves a domingo, a las afueras de Heywood, nuestro colega robó un coche de la pasma. Triposo, condujo sin rumbo durante horas hasta dejarlo abandonado en las cercanías de la cueva de Thor, Staffordshire. Como era lógico, nos costaba creer aquella historia; una fantasmada como la copa de un pino. El amigo, con su malicia habitual, no se molestó en desmentirla. Su frase favorita: «No hay mejor publicidad que la mala publicidad».

Spike llevó el vehículo al arcén. Aparcó cerca de la valla y saltó al exterior para estirar las piernas. Estudié su cuerpo nervudo, terriblemente delgado y de metro noventa, mientras se alejaba del Dodge Charger oscilando los hombros con chulería. Llevaba ropa de segunda mano del Ejército de Salvación que se ajustaba a su personalidad como un guante: zapatillas Adidas, pitillos amarillentos, camisa de cuadros arrugada y chupa de cuero negra. Con aquella pinta de macarra, ninguna madre con dos dedos de frente permitiría que su hija saliera con el menda. Se detuvo y echó una meada contra un seto, ignorando la lluvia virulenta que le picoteaba el cuerpo. Su cabello estriado de gris ondeaba al viento. Todo un personaje. Connected, de Stereo MC’s, podía haber sido escrita para él. 

—¡Está como una regadera! —bromeó Jane, muerta de frío, mientras subía la ventanilla. El vaho que empañaba los cristales había desaparecido.

Le di la razón.

—¡No lo dudes!

Ambos coreamos entre risas:

—¡Todo lo que puedas haber hecho, Spike lo hizo antes!

Un minuto más tarde el colega regresó al carro con una expresión soñadora en los rasgos angulosos, de los que destacaba una tocha prominente entre dos saltones ojos azules.

—Tengo hambre —comentó.

—Yo también —lo secundó Jane—. ¿Dónde podemos llenar el buche?

—Pronto llegaremos a una gasolinera —explicó—. Podríamos pillar unos sándwiches o algo por el estilo. Tenemos que recargar las pilas, chavales. 

Nuestra amiga no se hizo de rogar.

—Vale.

Spike volvió a la carretera a todo trapo. La tormenta arreció, repiqueteando sobre el techo y el parabrisas. La autopista se convirtió en una masa imprecisa. Niebla, viento, carteles de señalización, terrenos baldíos, cunetas llenas de malas hierbas, aisladas viviendas con tejados de dos aguas, ovejas con los lomos pintados, soledad. Un tipo vestido con un impermeable amarillo hacía dedo bajo la lluvia. Lo habríamos llevado con nosotros, pero el coche estaba petado hasta la bandera.

La botella circuló por el interior del Charger. En breve tendríamos que conseguir otra; quedaba menos de la mitad. Spike adelantó a un camión cisterna. Los chorros de agua que levantaban las enormes ruedas empaparon el parabrisas. El colega lanzó un gruñido, mosqueado. Mis fantasías de aislamiento se rompieron.

Deseé llegar a casa, descansar unas cuantas horas. Salford me pareció lejana, inalcanzable. Dormir, echar una cabezada rápida, reunir fuerzas para el resto del viaje. Aquel era mi lugar: la parte trasera del vehículo, borracho como una cuba o aislado en mi propio narcisismo lisérgico, escuchando musicona al máximo volumen posible.

—¡Despierta, Tom! —bramó Jane—. ¡O te quedarás en la cuneta!

Este dio un respingo. Malhumorado, balbució:

—¡Que te follen!

Los tres rompimos en carcajadas.

—¡Cuidado con la bella durmiente —zumbó Spike—, que muerde!

La gasolinera apareció en el horizonte, rótulo de Shell sobre los surtidores. Tomando un desvío, nos aproximamos a la cafetería y aparcamos entre dos camiones. Salimos del Dodge Charger somnolientos. Olor a combustible. A la derecha, las puertas de unos servicios y jaulas metálicas atestadas de bombonas de gas. Enfrente, un túnel de lavado donde una tipa le pegaba un manguerazo a su coche. A la izquierda, varios vehículos estacionados en batería. Extintores por doquier. Un cuervo graznó en alguna parte.

Recorrimos el lugar, ateridos por el tiempo glacial. Estaba nervioso y lacónico; me dolían las mandíbulas. Entramos en el establecimiento. Los escasos clientes —turistas, camioneros y curreles— nos observaron con recelo. Era evidente que no les gustábamos un carajo; la peña estaba llena de prejuicios. Por norma general, los británicos son unos amargados, ignoran lo que significa la palabra «bienestar». Por ello se refugian en el fútbol, borracheras y gilipolleces, todo para enmascarar la desesperación que sienten. Nosotros contra Ellos. Seguro que pensarían que éramos unos colgados, cosa que se aproximaba bastante a la realidad; las medias tintas no casaban en nuestra forma de vivir.

Estaba hecho mierda. El agotamiento se apoderó de mis músculos haciendo que me retrajera en un estado silencioso, depresivo. Mientras me sentaba en un taburete metálico, estuve a punto de darle un cabezazo a la barra: la hierba deformaba mi sentido de la orientación. Nadie pareció percibir el incidente. Entorné los párpados para evitar las luces eléctricas que herían mis retinas hipersensibles. El local me resultó amenazador, desenfocado, cubierto por una nebulosa plomiza que lo transformaba en un erial lúgubre. «Ingresó cadáver», tal como decía Spike cuando alguien caía a plomo y terminaba hecho un despojo, completamente destruido.

A través del humo en suspensión de los cigarrillos, un rostro hermoso ocupó la barra. Sus ojos castaños me llegaron al alma; parecía una estrella warholiana congelada en un primer plano. Spike sonrió, mostrando su dentadura irregular a lo Mick Jagger, y pidió con su tono más amable:

—Buenos días, preciosa. ¿Podrías prepararnos cuatro sándwiches de huevo, mayonesa y beicon?

—No olvides las birras —puntualizó Jane, sarcástica.

Este enarcó las cejas, altivo, con cierta condescendencia y mirándola de soslayo.

—¡Me acabas de excitar sexualmente! —le soltó a bocajarro antes de volver a dirigirse a la camarera—. Y doce cervezas. Todo para llevar, por favor.

El bombón le devolvió el gesto.

—Marchando.

Arrogante, Spike dio la espalda a la barra y apoyó los codos sobre el linóleo arañado por miles de consumiciones. De alcohólico anónimo, nada; borracho reconocido. El menda había palicado con todos los grandes: Peter Hook, Ian Brown, Nick Cave, Mark E. Smith, Tim Burgess, Shaun Ryder, Jez Kerr, Mani, Viny Reilly, Bobby Gillespie, Clint Boon, John Squire, Martin Price, Bernard Sumner, Tim Booth, Alan McGee, Jah Wobble, Bez, Mark Moore, Johnny Marr… Las mejores relaciones públicas se consiguen en los clubs, sobre todo en los baños.

—Está buena, ¿verdad?

—Me la follaría encantado. —Tom esbozó una mueca achispada—. Que me dé los auxilios espirituales y me limpie el cetro a conciencia.

Mi colega lo picó.

—¿Le comerías el coño?

—¡Ni de broma!

—Necesitas tener confianza primero, ¿no?

Tom se hizo el monje.

—Por supuesto.

Spike fue mordaz:

—Eres un puto reprimido.

Esbocé una mueca sarcástica. El volumen de la conversación había escandalizado al respetable. Rostros agriados nos miraban con repugnancia. Aquello empezaba a animarse.

—¿Se lo comías a Nicole? —insistió.

Nicole, la ex de Tom a la que cuando lo mandó a freír espárragos le entró la crisis de la mediana edad y se operó las tetas. Por desgracia, el menda no pudo disfrutar de la cirugía. Fijo que lo haría el primer friegaplatos latino —lo más bajo del gremio hostelero— al que ella le bajara los gayumbos para recuperar el tiempo perdido. Un clásico en nuestro entorno. Según las malas lenguas, la amiga llevaba buscando tranca desde entonces.  

Tom movió los pies, incómodo.

A veces.

—¿Incluso cuando tenía la regla?

—¡No seas guarro, tío!

Mi amigo lanzó una risotada.

¡Te he dado en tu punto flaco! ¡Seguro que le dejabas el flujo a punto de nieve!

A mi nariz llegó el aroma de la comida. Las lonchas de beicon crepitaban sobre la plancha, propagando un olor delicioso. Mi estómago revuelto rugió.

Tom se había ofendido.

—Vete a la mierda, Spike.

Por todos era sabido que, hacía años, después de una juerga brutal, Tom le hizo un cunnilingus a una menda nada más conocerla. Los dos estaban tan colocados de setas alucinógenas que no notaron nada, hasta que él levantó la boca llena de sangre; resulta que a su amiguita le había venido la comunista mientras follaban. Los monguis eran un invento del diablo. 

Jane decidió sumarse a la broma.

—¡Ahora se hace el sueco!

—Los maricas lo tienen chupado —berreó Spike sin quitarle los ojos de encima al culazo de la camarera. Estaba como un tren. Demasiado guapa para currar en aquel antro—. No tienen que aguantar a las tías. 

Estaba a punto de devolver. El sabor agridulce del Jack Daniels se me pegaba al paladar. No sabía controlarme: nunca tenía claro cuáles eran mis límites, me gustaba demasiado sobrepasarlos. Luché por recomponerme, rogando porque ninguno de la pandilla reparara en mi estado; me vacilarían durante semanas. Apreté los dientes. El último Adam estaba demasiado fuerte; la resaca era fenomenal. Los violentos latidos de mi corazón amenazaban con estallarme la caja torácica. Disgustado, busqué algún tipo de estabilidad sin conseguirla.

La puerta del establecimiento se abrió y un par de polis entraron en la cafetería. La pálida desapareció de inmediato. Al percibir mi careto de alarma, Spike se volvió, provocador.

—¡Como registren el carro se nos va a caer el pelo!

Tuve un estremecimiento de pánico. Al menda le encantaba pinchar a la gente; siempre estaba armando la gorda. La representación gráfica de los días del Imperio.

Jane le dio un tirón de la manga.

—Cierra la boca, capullo.

Spike aumentó el volumen de su voz:

—¡Bah! —exclamó—. El mundo está lleno de yonquis. ¡Qué más da!

Lo conocía. Antes de que saliéramos de allí tendría que dar la nota. El colega era un exhibicionista nato. La Batalla de Inglaterra, en comparación, fue una chuminada.  

Tom musitó, preocupado:

—¿Queda algo de mandanga en el Charger?

—Una bolsa de rulas —contestó con descaro—. ¿Te parece poco?

Sentí deseos de estrangularlo.

—¡Como no te calles voy a inflarte a hostias, cabronazo!

Mi voz pastosa era una casa de putas, sin madame.

—¿Estabas ahí? —dijo, mordaz—. ¡Creí que habías muerto!

La camarera puso una bolsa de papel sobre la barra con expresión cómplice.

—Ocho libras con cincuenta, chicos.

Spike sacó su billetera de cuero gastada, le puso un billete de diez en la mano y le acarició los dedos con todo el morro del mundo.

—Quédate con la vuelta, guapa.

Ambos cruzaron una mirada pícara. Spike atraía a las pavas como un imán, su aura decadente era imposible de ignorar. Voz grave, masculina, de barítono. Al amigo le sobraba carisma.  

—Gracias.

Spike se lanzó de cabeza:

—¿A qué hora sales?

—A las cuatro.

Aquello era entrar con elegancia y suavidad.

—Pasaré a buscarte.    

Sin darle tiempo a que le respondiera, le metió la lengua en la boca y le pegó un beso de tornillo.

Jane gruñó:

—¡Mierda!

Afortunadamente, la bofia estaba demasiado ocupada para percatarse del asunto; tenían las narices metidas en las tazas de café. El menda soltó los labios de la chorba.

—¿Cómo te llamas?

—Victoria.

El nombre ideal para la chica perfecta.

—Nos vemos a las cuatro, nena.

—Estupendo.

Nos guiñó un ojo, desdeñoso. Cogió el papeo y salió a la calle sin molestarse en mirar atrás. Aquella hazaña pasaría a los anales de la historia de los Cuatro Jinetes del Apocalipsis. 

—¡Hijoputa! —exclamó Tom.

La envidia se mezclaba con la admiración. Jane lo secundó:

—Con lo feo que es el mamón y siempre liga

Me incorporé a trompicones e intenté aparentar normalidad, haciendo caso omiso a las expresiones siniestras de la peña. El camino hacia la puerta fue un infierno. Era un coñazo controlar mis pasos; todo me daba vueltas como una peonza. La gelidez del exterior me devolvió un atisbo de firmeza, las ráfagas de aire helado parecieron abrirme cortes en la cara. Aterido, hundí las manos en los bolsillos de la chaqueta y procuré darles alcance.

—¡Date prisa, idiota! —me chilló Jane.

Recuperé el sentido del humor. Abrí la puerta abollada y me hundí en el asiento trasero desesperado por entrar en calor. Devoramos los sándwiches y apuramos las birras. Después del desayuno temprano, Tom preparó unos canutos. La hierba impregnó mis fosas nasales cargando el interior del vehículo. La pasma abandonó la gasolinera, subió al coche y se dio el piro. Aquellos cretinos estaban en la parra. Spike echó treinta pavos de gasofa y reanudamos la marcha a gran velocidad. Nadie se tomó la molestia de bajar las ventanillas. Habíamos creado nuestro propio mundo, lejos de la sociedad.

Amanecía. Un haz moribundo de sol encendió la M60. La borrasca cesó durante unos minutos, la luz diurna apenas lograba romper el manto de nubes. Pasamos de largo una fábrica desmantelada. Sus dimensiones eran una mancha pardusca y espectral sobre el paisaje húmedo, moteado con todas las tonalidades posibles de verde.  

Jane inquirió:

—¿Vas a venir a buscarla, Spike?

—Que no te quepa la menor duda. Me sobra tiempo para lavarme los huevos y volver. —Sonrió con suficiencia—. Una boca es una boca, muñeca. En época de guerra, cualquier agujero es trinchera.

—¿Cómo aguantas, macho?

Spike fue irónico:

—Experiencia.

—Tienes un polvo seguro —comentó Tom.

¡Por supuesto! —acotó Spike—. Como se descuide, la pongo a cuatro y la empotro por el culito. Si después hay que lavarse el manubrio, se hace y punto, chavales.

Mi vida era una mierda: cargante, carente de atractivo, mediocre; idéntica a la de millones de jóvenes ingleses que desperdiciaban los mejores años de su existencia en empleos miserables y mal pagados. Por fortuna, mis amigos me aportaban la estabilidad que necesitaba; gracias a su influencia había descubierto una manera distinta de apreciar las circunstancias, cosa que nunca les agradecería lo suficiente.

Los estudié, vencido por la fatiga. Jane: dependienta de la tienda de discos No Quarter, fan de U2 hasta la muerte, quería ser dibujante de cómics cuando terminara la universidad. Tom: hipocondríaco, cada vez que tomaba una pirula la armaba; siempre terminaba liado con las peores fulanas de la fiesta. Y, por último, Spike: toxicómano incontrolable, el equivalente a Dean Moriarty en nuestra basca, todas las semanas cataba alguna sustancia química desconocida. Una vez pruebas el éxtasis, la epifanía por excelencia, quieres compartirla con todo dios. Formábamos una peña extraña, no teníamos nada en común, excepto un amor ilimitado por la música. Jane adoraba el rock de los setenta; Tom el baggy; Spike, el shoegaze; y en cuanto a mí, me quedaba con el glam. Los demás me vacilaban, alegando que los roqueros glitter eran un puñado de truchas, pero yo pasaba de sus chistes. David Bowie, T. Rex, Roxy Music, Gary Glitter, Slade, The Sweet o Steve Harley marcaron una época.

Necesitaba un cambio de aires. Inglaterra era aburrida; desde el Segundo Verano del Amor no pasaba nada. Los clubs de siempre empezaban a cerrar las puertas porque no hacían negocio. Los tripis eran la droga del momento; pocos privaban cuando iban puestos de MDMA. Los beneficios iban a parar a los bolsillos de gánsteres y dealers, detalle que arruinaba a los propietarios de los garitos. Pandillas como Cheetham Hill, Wythenshawe, Doddington, Gooch y Salford estaban haciendo el agosto: una merienda de negros de extorsión, broncas, robos, dar por culo, tiroteos y navajazos. Ya no nos molestábamos en hacer la ronda de locales. Las raves eran una opción mejor: no corrías el riesgo de que te dieran la del pulpo en una sala chill out o de deshidratarte por bailar en un espacio cerrado y, lo más importante, ningún camarero tardaría lo más grande en atenderte ni te clavarían dos libras por un botellín de agua. La cosa estaba tan chunga que, a diferencia de los viejos tiempos, era imposible meterse una humilde raya de farla en el cagadero de cualquier antro. En las fiestas acid house no importaba el color de tu piel, tus preferencias sexuales, la condición social, tu filosofía o los estudios: todos éramos hermanos bajo el efecto de la química. Mi zambullida en el mundo adulto. Los simbolismos o metáforas sobraban, el ahora era mucho más interesante. Tal y como decía Spike: «¡Dios bendiga a la farmacéutica Merck!».

De la noche a la mañana, todo cambió a una velocidad pasmosa. Las viejas pautas fueron reemplazadas por los vaqueros acampanados, las camisas coloridas, los sombreros de pescador, los Kickers y el símbolo del Smiley. Como era lógico, agradecimos el viento fresco; las bandas que dominaban la escena musical desde los ochenta eran vomitivas. La frialdad de los sintetizadores desapareció, sustituida por los atractivos colores del arco iris. Ya el lunes no veía la hora de que llegara el viernes. Tachaba los días en el calendario, uno detrás otro, exasperado por huir de una monotonía laboral aplastante. Beber, escuchar buena música, conocer peña, colocarme con rulas, ligar y bailar hasta las tantas, me relajaba. «I see you everyday, you walk the same way[3]», Weekender total.

Jane interrumpió mis reflexiones.

—El próximo sábado hay parranda en el Boardwalk.

—¿Cómo te enteraste? —Tom se mostró interesado.

Spike se anticipó a su respuesta:

—Seguro que se la chupó al portero para conseguir la entrada.

Todos reímos. Los seguratas del Boardwalk eran el eslabón perdido; sus pintas de chimpancés nos habían proporcionado material para gastar bromas pesadas durante años. Jane puso cara de circunstancias mientras se acababa el porro.

Tom inquirió:

—¿Dónde pillaste la hierba, Spike?

—Tengo una pequeña plantación en casa.

El colega añadió, oportunista:

—Tienes que pasarme unas semillas.

Spike fue magnánimo.

—Cuando quieras, tronco.

—¿Os acordáis del Imperdible? —dijo Jane.

Fruncí los labios, asqueado.

¡Como para olvidarlo!

Warren, el Imperdible, era un punk del método Stanislavski que seguía al pie de la letra las enseñanzas del Actor’s Studio: interpretaba a un personaje basándose en sus emociones internas para conectar con la audiencia. En realidad, era un soplapollas que iba de estrella, otro de tantos que hablaba de política las veinticuatro horas sin tener ni zorra idea de lo que iba el rollo mientras vendía pastillas caducadas a los incautos que no conocían su mala fama como traficante. Según lo que tenía entendido, el único disco de su colección era Hangin’ Tough de New Kids on the Block; un bodrio ideal para seducir a las crías de catorce años que se tiraba después de colocarlas con Candy Flips en mal estado. En cuanto a su apariencia, era un adalid de la moda y del buen gusto: cresta teñida de color naranja, ropa rota y descuidada que no había visto una pastilla de jabón en meses, dentadura destrozada por la metadona. Aquel bastardo había establecido su cuartel permanente en el Konspiracy; parecía que era uno de los dueños o algo por el estilo. Desde entonces, no parábamos por allí. Damien Noonan —el jefecillo mafioso que controlaba a los porteros del cotarro— y la gentuza que acompañaba al Imperdible anulaban cualquier deseo de entrar en el local. Un cagadero decadente, en todo caso.

A Spike le picó la curiosidad.

—Soy todo oídos.

Jane continuó:

—La bofia lo pilló en el aeropuerto de Manchester con un kilo de caballo metido en el culo.

Tom rio.

—Espero que le dieran un buen repaso.

Jane sacó tabaco y papel Rizla extralargo y empezó a preparar otro porro.

—Está ingresado en el hospital —explicó—. Le partieron la mandíbula por tres sitios distintos. Cuando salga, irá al talego en silla de ruedas.  

—¡Que se joda! —sentenció Spike—. ¿Recordáis aquella vez que me hizo la pirula?

Hacía tiempo, el menda cometió el error imperdonable de comprarle tres gramos de farlopa al Imperdible. Cuando llegó el momento de probarla, descubrió que le había vendido speed mezclado con detergente; una basura explosiva que nadie en su sano juicio querría esnifar. Warren utilizó el truco más viejo del mundo: puso una capa de nieve encima de la mierda. Cuando Spike examinó el tema no indagó hasta el fondo; se limitó a meter el dedo en la parte superior de la bolsa. Moraleja de la historia: no confíes en alguien que pueda encularte. Nos metimos aquella porquería de calle. Tom tuvo hemorragias nasales durante una semana.

—Eres gilipollas —le recriminó Jane—. El Imperdible es un pichafloja que escapó de las catacumbas de alguna clínica de desintoxicación. Estaba cantado que iba a jugártela. ¿En qué pensabas cuando fuiste a pillarle?

Spike se defendió.

—Estaba puesto hasta las cejas, tía. El Imperdible era el único que tenía material aquella noche. ¿Yo qué sabía que era un gusano de mierda? ¡Dios salve a la Reina y al puto Johnny Rotten!

Warren era una basurilla de Hulme, un Sid Vicious de pega que se creía Paul Massey, que no había tenido la decencia de espicharla por sobredosis. Con la de peña conocida que había pasado a mejor vida durante los últimos años, y aquel menda continuaba como una puncha, siempre dispuesto a dar por saco. Tom ironizó:

—Ver para creer…

Comprar drogas es un coñazo: reunir la guita, conocer a un camello de confianza, buscar un lugar tranquilo donde consumirla, quitarte de encima a los piojosos que se te pegan como lapas cuando llevas algo en los bolsillos y esquivar a la pasma, que siempre está al acecho. A veces, era preferible adquirir unas cuantas botellas de whisky y ahorrarse todo el proceso. Pero entonces, ¿dónde estaría la diversión? Sin duda, el placer radicaba en romper las normas establecidas; lo prohibido atrae más que lo legítimo. La evidencia era indiscutible, no me cabía la menor duda al respecto.

Me encontraba mejor. Las ganas de potar habían desaparecido. La comida y los canutos habían surtido efecto. Busqué un Winston en la caja arrugada: vacía.

—¡Mierda!

¿Qué pasa, chaval? —preguntó Spike.

—No me quedan cigarros.

Jane me alcanzó el porro.

—Fuma esto y deja el vicio, ¡cabrón!

—No, gracias. —Rechacé el petardo con un gesto.

Spike se burló de mí:

—¡Hazte el santo con nosotros!

No me apetecía colocarme. Después de la bajona que había sufrido en la cafetería, mi cuerpo no daba para más. Debía mantenerlo bajo control o echaría las papas en el coche. Más valía prevenir que reventar.

Tom dijo:

—¿Dónde está la bolsa, tío?

Spike estaba concentrado en la carretera.

—¿Cuál?

—La de las pastis, capullo.

—En el maletero. ¿Quieres una?

—No. —Meneó la cabeza—. Solo tenía curiosidad.

Mi colega lo había calado.

—No te la vas a llevar ni de puta coña, macho.

Tom puso cara de ingenuo.

—¡Qué mal pensado eres!

Spike fue sarcástico:

—Te conozco —puntualizó—. Venderías a tu madre por una chocolatina.

Jane se volvió y le propinó un puñetazo en el hombro.

—¡Basura!

Por norma, las peleas y los piques amistosos del grupo me divertían, pero estaba demasiado exhausto para disfrutar de ellos en aquel instante. El problema era que dentro de poco empezaría a comerme el tarro; me hartaba a dar vueltas a las cosas sin llegar a ninguna conclusión grata. Lógicamente, no me arrepentía de nada de lo que había hecho desde el sábado; había sido una de las raves más locas y emocionantes de mi vida. De hecho, era el único de los que iban en el coche que había conseguido echar un polvo, algo que no pensaba contar a mis colegas. El sexo, tal como siempre ha sido mi estilo, está circunscrito entre las personas que lo realizan. No era como otros maromos que iban fardando de las tías que se trincaban. Mantener el pico cerrado, para bien o para mal, era una de mis mayores virtudes. Una de las lecciones más importantes que había aprendido en los clubs, noche tras noche desde los diecisiete, era que todo el mundo conocía a todo el mundo. No podías acostarte con nadie sin que se supiese al día siguiente, así que, en mi caso, era preferible pasar del tema; nunca había sido de los que desaprovechaban las oportunidades.

Debajo de la máscara de timidez con la que solía cubrirme las espaldas había un núcleo vago y neutro que aún no había logrado tomar sustancia. Aunque hubiera vivido experiencias que muchos tardarían años en aprender, estaba al principio del camino. Me faltaba la picardía de Spike —por poner un ejemplo— para considerarme un adulto. Mi carácter era observador e inquisitivo. Me molaba escuchar a los demás, asimilar sus costumbres y hacerlas propias. Nunca fui un tipo solitario, me gustaba relacionarme con la gente y tener amigos; no hay nada más amargo que pimplar solo. Lo curioso era que, hasta hacía cuatro años, aparte de mi madre y mis hermanos apenas me relacionaba con nadie. Mi amistad con Jane nació en No Quarter. Siempre que iba a comprar algún vinilo hablábamos de música, ajenos a la clientela que nos observaba como si fuéramos unos chiflados. A raíz de aquello, Spike no tardó mucho en entrar en mi vida, haciendo que empezara a girar en círculos enloquecidos, de un pub a otro y de una droga a otra, para seguir el ritmo frenético y desenfadado que este llevaba en el cuerpo.

Indiferente a la conversación que se escuchaba en la parte delantera del Dogde Charger, Tom se echó la chaqueta por encima y volvió a cerrar los ojos; ni un niño de teta se hubiese quedado dormido con tanta rapidez. La tentación de hacerle una putada me invadió; sin embargo, después de recapacitarlo durante un momento decidí dejarlo en paz. Todos merecíamos un descanso. A pesar de haber bebido el doble, y, seguramente, meterse el triple de éxtasis, Spike continuaba al volante con su eterna sonrisa dibujada en los labios. ¿Qué edad podía tener? Si mal no recordaba, era mayor que nosotros, una década como mínimo. Sin ser conscientes de ello, todos habíamos terminado imitando su desenfrenado estilo de vida: las drogas, las fiestas interminables, el sexo rápido sin complicaciones; era nuestro gurú psíquico a todos los niveles.

Después de nuestra última juerga, lo más probable era que estuviéramos sin vernos unos días; necesitábamos recargar las pilas y disfrutar de nuestra cotidianidad antes de planear el siguiente fin de semana. La amistad era algo precioso, debía ser atendida y cultivada con esmero; de lo contrario, terminaríamos peleados por alguna causa estúpida y trivial.

Jane preguntó:

—¿Cuál es disco tu favorito, Spike? Solo puedes elegir uno.

Complicada decisión.

Disintegration de The Cure —respondió sin dudarlo un instante.

La amiga se quedó pasmada. 

—Estás vacilándome…

Spike se echó a reír.

—¿Por qué te sorprende tanto?

El pavo era impredecible; siempre lograba evitar los tópicos.

—Pensé que sería alguno de The Jesus and Mary Chain, Ride, The Fall o My Bloody Valentine, tío. 

—Fue el score de mi juventud —replicó con seriedad—. Forma parte de mi ADN.

Tom añadió:

 —Prefiero el house mil veces. Una vez escuché a The Cure de resaca y me deprimí que lo flipas. Cortavenas total.

El cabrón estaba despierto, con la oreja puesta. Spike puso los ojos en blanco. Ciertas bandas eran intocables. No echaba al menda del buga de milagro.

—Desde luego… —rezongó—. Te faltan pelotas para disfrutar de una obra maestra como Disintegration. Flojo, que eres un flojo…

Los DJs eran las nuevas celebridades de la música; dioses que hacían bailar a la multitud mejor que cualquier grupo de rock. Spike, como buen clubber, desde que asistió a los primeros tiempos de The Haç, cuando Greg Wilson, John DaSilva, Dave Haslam, Hewan Clarke, Mike Pickering y Graeme Park cortaban el bacalao, supo que la industria cambiaría para siempre. Sus predicciones resultaron acertadas, ni que decir tiene. En las raves no había lugar para el artificio. Era una experiencia inmediata, sin concesiones, real como la vida misma. El público era la estrella. Mientras el punk abogaba por la anarquía, el individualismo y el caos, Madchester se basaba en la inclusión, hermandad y amor. Un paisaje utópico en el que perder los papeles; masas exiliadas en su propia neurosis colectiva. 

Irónicamente, jamás me había tomado las relaciones de pareja tan en serio: para mí las mujeres eran de usar y tirar, en aquellos momentos no tenía sentido comprometerme con nadie. Quizás en un futuro próximo conociese a una chavala que valiera la pena y pudiera comenzar una relación, pero la verdad era que en aquel instante no deseaba ningún compromiso, ni a corto ni a largo plazo. ¿Por qué? La respuesta era sencilla: disfrutaba saliendo de marcha y fornicando con todo lo que se me pusiera por delante. Mi libertad era esencial: estaba en un momento flipante y pensaba disfrutarlo al máximo. Me encantaba terminar desayunando en cualquier cafetería de mala muerte, resacado, con el biberón vacío y el cuello lleno de chupones. Aquella era mi mierda. Cuando llegara a la treintena, posiblemente percibiera las cosas desde otro punto de vista. No arruinaría los valiosos años de mi juventud con monsergas.

Entonces, sin venir a cuento, recordé lo que nos había sucedido desde el sábado. Spike pasó a buscarme con el equipo de música a tope, inmerso en su habitual estupor drogota, listo para liarla parda como solo él sabía hacerlo. Recordé la cara de despecho de mi madre, a la que no le gustaba en absoluto que me relacionara con un individuo que ella consideraba poco menos que un delincuente. Las cartas estaban sobre la mesa; no había marcha atrás. Era hora de volver al principio de la historia. Puede que aprendiera algo por el camino…                

 


[1] «I Wanna Be Adored», The Stone Roses (Silvertone Records).

[2] Sintetizador que tuvo un papel fundamental en la historia de la música electrónica.  

[3] Letra de «Weekender», Flowered Up.