No
tiene nombre para que la muerte no lo encuentre. No tiene hogar ni familia que
cuidar. No tiene miedo de nada y menos de los hombres. Es rápido y fuerte como
el viento...
Enola
1
EL
MARINERO
La
bóveda celeste, colmada de pesadas nubes, albergaba un océano en calma. En la
inmensidad de las olas, el trimarán era un diminuto punto en la distancia que
se fundía con la soledad de su entorno. La vieja embarcación de tres cascos se
deslizaba a ocho nudos con las velas desplegadas, trazando una estela espumosa
e irregular. Encima del flotador de estribor, en la silla de mandos, un hombre
nervudo controlaba el rumbo de la nave. El sol rompió los nubarrones, recorrió
la superficie del mar e iluminó al capitán del barco. El Marinero se llevó la
mano a los ojos, cegado por el molesto resplandor. Sus pies desnudos, cuyos
dedos estaban unidos por membranas, afianzaron su posición sobre el casco: le
esperaba una larga jornada al timón.
Impasible,
recorrió con la mirada los contornos familiares del navío: el mástil de treinta
pies de altura; la vela mayor, el foque y la trinquetilla; un par de redes
metálicas unían ambos flotadores al casco principal. Dentro de las mismas se
balanceaban objetos curiosos, reliquias que había conseguido durante sus
viajes: cubos de plástico, garrafas, balones de rugby y botellas de cristal; un
desalinizador de sofisticada manufactura que le servía para reciclar sus
propios fluidos corporales; una tumbona donde descansaba en sus ratos de ocio,
y su tesoro favorito: un limonero que empezaba a dar frutos. Los ojos verdes,
fríos y melancólicos, se posaron en la roda de la nave. Al final del puente que
conectaba con la quilla descansaba una pistola arpón oculta debajo de un toldo.
En la popa, una grúa que alcanzaba los ochocientos pies de profundidad le
servía para conseguir botín del fondo del océano: capturas que vendía a los
comerciantes de los atolones a cambio de suministros. La apariencia del Marinero,
después de trece meses de travesía por el Mundo Acuático, lo hacía parecer un
elemento más de la embarcación: pantalones de piel de pescado, chaleco de
neopreno sin mangas y un cuchillo enfundado en una vaina de cuero.
El
Marinero tiró la caña a la banda y amuró por estribor, situándose en el centro
de la corriente. El aire soplaba con fuerza y hacía crujir la botavara. Por el
través de babor vislumbró a unos delfines chapoteando en las aguas. El
horizonte, veteado por las cálidas temperaturas, era un lienzo en blanco que se
extendía hasta el infinito. La brisa agitó sus cabellos decolorados por el sol,
refrescó su físico y le despejó los sentidos enrarecidos por el olor del mar.
El
Marinero llevaba demasiado tiempo a la deriva; necesitaba encontrar una ciudad
lo antes posible o terminaría perdiendo la cabeza, tal como había visto en
muchos Errantes. Involuntariamente, la idea le erizó los pelos de la nuca:
sabía que el aislamiento y la escasez de comida podían acabar con su cordura;
no quería sufrir aquel horrible destino. Su diestra agarró el timón auxiliar,
corrigió la travesía y se dirigió hacia el este: una ruta era tan buena como
otra; no tenía apuntes sobre aquella zona en sus mapas. En caso de encontrar un
atolón, debía tomar precauciones: sus habitantes solían ser individuos supersticiosos
y degenerados, vencidos por un pasado hundido bajo los grandes mares; no
dudarían en matarlo si descubrían que era un mutante. Los supervivientes de la
raza humana le producían un profundo aborrecimiento: despreciaba sus creencias
religiosas vacías de sentido, en las que se refugiaban para continuar sus
lamentables existencias. Por ello, entre otros motivos, era un solitario: nunca
encajaría en ninguna comunidad.
El
Marinero recordó su infancia, cuando vivía en una ciudad flotante situada en lo
que antiguamente se conocía como California, siendo blanco de burlas y
desprecios. Su madre, una mujer triste y hermosa, procuró protegerlo de su
progenitor, un pescador cruel y pendenciero que detestaba la condición de su
único vástago. Durante largos años, tuvo que soportar los constantes maltratos
que su padre infligía a su madre, derrotado por su propia incapacidad de
defenderla. Al poco tiempo de cumplir los trece años, después de una discusión
etílica, su padre asesinó a su esposa clavándole un puñal en el corazón. Nunca
más volvió a hacerle daño a nadie: el Marinero le pagó con la misma moneda; su
cadáver estrangulado dio de comer a los peces del puerto.
La
nave se balanceó y lo arrancó de sus pensamientos. Una punzada de hambre le
recorrió el estómago: llevaba sin alimentarse desde el día anterior; debía
hacer una pausa para saciar su apetito. Con largas zancadas recorrió la red,
sorteó el timón principal y entró en la carlinga. El habitáculo le proporcionó
una sensación de paz: un camastro de hierro, una vieja mesa de madera, cajas de
música, mandíbulas de tiburón, gafas de submarinismo, lámparas de aceite,
bujías y armónicas colgaban del techo; objetos valiosos rescatados de las
ruinas de la civilización. A su derecha, encima del torno donde afilaba sus
armas, había un plato con varios salmones. Eligió uno al azar, salió al
exterior, cruzó la cubierta y volvió a la silla de mandos. Sentado, raspó las
escamas, abrió al animal de la cola a la cabeza, extirpó las vísceras y
branquias, y lo dividió en dos filetes. De inmediato, limpió el salmón en un
barreño y lo colocó sobre una parrilla que previamente había encendido: el
delicioso olor le hizo la boca agua. Quince minutos más tarde terminó el
desayuno tardío, lanzó un eructo satisfecho y se reclinó hacia atrás: la comida
le había dado sueño. El Marinero entrecerró los párpados, medio adormilado por
el vaivén del barco, mientras el calor aumentaba. La brisa estremeció el oleaje
perezoso que chocaba contra los flotadores gemelos de veinte pies de longitud.
Durante un momento, las imágenes del pasado se desvanecieron y la serenidad de
su entorno lo tranquilizó: disfrutaba de su solitaria existencia.
Su
memoria retrocedió cincuenta lunas atrás, al día en que encontró un atolón
abandonado en mitad del océano. La metrópoli había sido arrasada; nada quedaba
de sus habitantes, excepto huesos blanqueados que brillaban al sol, traspasados
por disparos de gran calibre. Automáticamente, el Marinero sacó conclusiones:
las pruebas eran irrefutables. La ciudad flotante había sido asaltada por los Smokers,
piratas que asediaban el Mundo Acuático con sus incursiones. La decadencia que
lo rodeaba lo sumió en un estado de tristeza: aquellas personas no merecían un
final tan espantoso; los asaltantes habían terminado con cualquier rastro de
vida.
Volviendo
al presente, una mancha en la lejanía llamó su atención: ¿qué flotaba sobre las
olas? El Marinero se incorporó, se dirigió a proa y aferró el catalejo. Una
balsa oscilaba a unas diez millas de distancia. Curioso, entornó el ojo y buscó
a los tripulantes: parecía que la embarcación estaba abandonada. Con
desconfianza, escudriñó el navío una vez más: no sería la primera vez que un
Errante intentara tenderle una trampa; la prudencia era la actitud más sensata
que podía adoptar. El Marinero retrocedió, centró el timón a la vía y se
dirigió hacia el bote: podía que encontrara una presa entre los despojos que
arrastraba la corriente.
2
NATIONAL
GEOGRAPHIC
Al
alcanzar su objetivo, el Marinero arrió las velas, trabó el timón y lanzó un
cabo a la lancha: el trimarán quedó abarloado junto a la embarcación.
Cauteloso, apretó la culata del arpón y accedió a la balsa: el familiar hedor
de la muerte le impregnó las fosas nasales. A estribor, entre las jarcias
destrozadas, encontró varios bidones de agua; a babor, un batiburrillo de
nasas, redes, boyas y una caña de pescar de fabricación casera con el carrete
reventado. Revisó el estado del timón, la flaccidez del velamen y el símbolo
pintado en el mástil: al parecer, había tropezado con una balsa de esclavistas.
Al
sudoeste, un enorme cúmulo de nubes se cernía sobre el océano, vaticinando
tormenta. El Marinero recorrió la cubierta de madera y se aproximó a la
carlinga con los nervios en tensión. Dentro del habitáculo podía haber un
enemigo, alguien oculto en la oscuridad con un puñal en la mano, preparado para
rebanarle el cuello. Se detuvo en la entrada y estudió el interior, sumido en
la penumbra: no distinguió movimiento ni sonido que corroborara sus sospechas.
La fetidez aumentó y le revolvió el estómago. Involuntariamente, ladeó la
cabeza y observó el dibujo del palo mayor: un pez espada color escarlata, de
proporciones grotescas, que parecía burlarse de su incertidumbre. ¿Qué diablos
hacía una embarcación esclavista en aquellas aguas? Por norma, estos actuaban
en grupo; no se separaban bajo ninguna circunstancia, un detalle a tener en
cuenta al evaluar la posibilidad de una emboscada. El Marinero inspiró una
bocanada de aire, dio un paso inseguro y penetró en el camarote con el arma por
delante.
La
atmósfera enrarecida le causó ganas de vomitar: era imposible que un adversario
lo esperara entre las sombras; ningún ser humano podría soportar aquella
pestilencia sin perder la cordura. En la puerta, medio cegado por el sol,
esperó a que sus ojos se habituaran a las tinieblas. Segundos más tarde
percibió un cuerpo tirado en el suelo, boca abajo, sobre una mancha de aspecto
nauseabundo. El Marinero miró alrededor y comprobó que todo estaba en orden.
¿Qué le habría pasado a aquel hombre? Se inclinó sobre el cadáver y lo volvió
para mirarlo a la cara. La expresión de agonía del capitán del barco le hizo
lamentar su decisión. Una corriente gélida recorrió su espina dorsal y le
produjo un escalofrío.
El
esclavista había muerto de una forma espantosa: tenía los rasgos desfigurados
por un sufrimiento que escapaba a su comprensión. Morboso, analizó las
facciones repulsivas: piel quemada por el sol, tabique nasal roto y recolocado
en un ángulo inverosímil, boca putrefacta, dentadura amarillenta y lengua negra
que asomaba como un pedazo de cuero podrido. Con una mueca, el Marinero se
incorporó y apartó la vista del muerto: le horrorizaba imaginar que podía
sucederle lo mismo. Por su mente pasaron varias hipótesis —insolación,
disentería, asfixia, fiebres tropicales, hipotermia—. Se encogió de hombros y
olvidó el cadáver: tenía cosas más importantes que hacer.
Acto
seguido, registró el camarote en busca de objetos que pudieran serle de
utilidad. Durante un momento sopesó la idea de tirar el cuerpo por la borda,
pero el simple hecho de tocarlo le dio náuseas. Respirando por la boca, revisó
los anaqueles con dedos expertos: una bobina de cobre, envases de vidrio,
anzuelos de diversos tamaños, una gorra de béisbol —en la visera aparecía el
nombre Detroit Tigers—, un señuelo con forma de calamar, unas aletas de buceo,
un reloj de arena, un juego de pesas, una bombona de oxígeno, un maletín de
oficinista, una escafandra y un botiquín de primeros auxilios —con el emblema
desteñido de la Cruz Roja en el centro—. En cinco minutos sacó todas las
pertenencias del esclavista a la cubierta y las metió en un barril vacío:
quería abandonar el barco lo antes posible.
Utilizando
los obenques, trepó por el mástil y cortó las anillas de hierro que unían la
vela al palo mayor. La enrolló en un apretado bulto y la colocó junto al resto
del botín. El Marinero se detuvo, limpió el sudor que descendía por su frente
con el dorso de la mano y observó la entrada de la carlinga: sabía que había
pasado por alto algo importante.
Al
regresar al camarote, la corrupción que emanaba del esclavista volvió a
agitarle las entrañas. Ignoró el ambiente angustioso e inspeccionó con la
mirada todos los rincones del habitáculo. Sus ojos se detuvieron sobre un camastro
sucio; era lo único que no había revisado. Le daba dentera manipular el lugar
donde había dormido aquel hombre. Pasó por alto sus escrúpulos y levantó el
jergón. Debajo, sobre la alfombra manchada de vómitos, halló una caja de acero
oxidada. El Marinero se la echó al hombro y salió a cubierta: no volvería a
pisar el camarote aunque le fuera la vida en ello.
Arrojó
el cofre y el tonel al trimarán. Después, revisó los barriles de agua potable
para descubrir que estaban secos; el clima caluroso los había evaporado. Al
retornar a su embarcación, soltó amarras y haló de las drizas para desplegar el
velamen. A cinco nudos, con el viento por la aleta de estribor, se alejó de la
lancha. Había obtenido más de lo que esperaba.
Cuando
la balsa desapareció en el horizonte, el Marinero abandonó su puesto y reventó
el candado que cerraba la caja con una palanca. La sorpresa le hizo un nudo en
el vientre y le arrancó una diminuta sonrisa de los labios: la primera que
esbozaba desde que podía recordar. Nervioso, desparramó las revistas sobre el
casco central y las examinó con una expresión extasiada. ¿Cómo era posible que
el esclavista hubiera conseguido aquellos tesoros?
Abrió
la primera que cayó en sus manos —un número de National Geographic— y
las imágenes impresas en las páginas ajadas le humedecieron los ojos: montañas
cubiertas de nieve, bosques, desiertos barridos por la arena, animales exóticos
de pelajes rayados, edificios de piedra triangulares —había leído que los
llamaban pirámides—, colinas perladas de hierba... El Marinero pasó las páginas
con avidez, una detrás de otra, ansioso por averiguar los misterios de la antigua
civilización.
Cuando
terminó con aquel ejemplar, pasó a otro completamente distinto: rascacielos
infinitos de acero y cristal, vehículos resplandecientes, fábricas que soltaban
humo por sus chimeneas, avenidas aglomeradas de tráfico... Un pergamino arrugado
llamó su atención y lo apartó de la revista —titulada People— que estaba
estudiando. La carta náutica dibujada en un papel antihumedad mostraba una
región del océano indocumentada en sus propios mapas.
El
Marinero corroboró los puntos de referencia que conocía: los atolones situados
al oeste, los puestos comerciales ubicados en el sur, la metrópoli destruida
por los Smokers al este y... Sus dedos estrujaron el plano: una ciudad
llamada Oklahoma resaltaba, circundada por una marca desigual. Una sensación
extraña invadió su interior: había encontrado algo importante. Comprobó los
grados de longitud y latitud, las anotaciones tomadas al margen del pergamino y
llegó a la conclusión de que el lugar quedaba a unas dos mil millas en
dirección norte.
Una
ligera llovizna empezó a caer del firmamento. Decidido, soltó la carta, torció
el timón y eligió un nuevo rumbo.
3
CONTINENTES
HUNDIDOS
La niebla,
que se extendía en todas las direcciones, cubría los aparejos del barco y
confería un aspecto espectral al océano. Erguido sobre la bancada de popa, el Marinero
escudriñó su entorno, intentando elegir una ruta segura. A un cable de
distancia, por la amura de babor, formas imponentes destacaban en la penumbra.
Un chapoteo llamó su atención y lo obligó a desviar la vista: un objeto
impreciso —¿una rama?— había golpeado la quilla. El capitán del barco ahogó sus
escrúpulos y apretó el timón: había navegado demasiadas horas como para
retroceder en el último momento. Le costaba respirar con naturalidad; la bruma
pastosa le hería los pulmones y apretaba sus miembros como una garra fantasmal.
Conforme arrumbaba con las velas arriadas, las siluetas aumentaban de tamaño y
adquirían dimensiones gigantescas. Encendió una linterna de aceite y la colgó
del palo mayor. ¿Dónde había ido a parar? Una corriente de aire levantó la
neblina y le permitió observar su entorno: la sorpresa lo dejó con la boca
abierta y los ojos como platos.
Los edificios descomunales asomaban entre las aguas y
elevaban sus perfiles abruptos hacia el cielo ensombrecido. La bruma volvió a
descender y ocultó aquella visión inesperada. El Marinero se mordió los labios
hasta que el dolor lo hizo regresar a la realidad: aquello era imposible, sabía
que la Tierra había sido sepultada por el Diluvio Universal. Segundos más
tarde, los rascacielos reaparecieron, mostrándole la grandeza de una
civilización extinta. El navío se internó en una avenida y levantó pequeñas
ondas que penetraron por las ventanas destrozadas que daban al nivel del mar. A
su diestra, una construcción con la fachada cubierta de espejos le hizo bajar
la mirada, medio deslumbrado por los centelleantes reflejos del agua. A su
siniestra, una serie de edificaciones de desigual tamaño mostraban cientos de
terrazas oxidadas, coronadas por vegetación desconocida. El Marinero distinguió
un armazón metálico que sobresalía en mitad de la laguna; torció el timón
principal y lo evitó por un metro de distancia. Irritado, estudió las líneas
corroídas por el salitre: ¿era una grúa de construcción, como las que utilizaban
en el pasado para levantar viviendas?
Gracias a su mutación, había descubierto las ciudades
sumergidas en el fondo del océano, donde la raza humana habitó antes de
construir los atolones. Durante años, el Marinero se había sumergido para
contemplar las metrópolis aniquiladas por el mar, impulsado por una curiosidad
que iba más allá de su comprensión. Por ello averiguó cómo conseguir capturas
que ningún Errante podría obtener para intercambiar con los humanos. Ahora,
después de tanto tiempo, encontrar aquellos edificios lo llenaba de un respeto
atávico que jamás pensó que experimentaría. Debajo del trimarán descansaban los
restos del pasado sepultados por el mar implacable: vehículos, almacenes,
estaciones de autobuses, puertos, torres de alta tensión, centros comerciales,
supermercados, barcos, farmacias, fábricas, aeropuertos... No quedaba nada,
solo los desechos que las olas se dignaban a devolver: los supervivientes del
Apocalipsis habían pagado un alto precio por los crímenes de sus antepasados.
En la carlinga, dentro de una caja de madera, guardaba
las revistas, libros y documentos que lo habían ayudado a averiguar la verdad.
Un artículo publicado en una revista —con fecha de septiembre de 2009— aclaró
sus dudas hacía tiempo:
¿Qué es el cambio
climático?
La gente habla mucho del tiempo, y no debe extrañarnos
si tenemos en cuenta la influencia que tiene en nuestro estado de ánimo, en
cómo nos vestimos e incluso en lo que comemos. Sin embargo, no debemos
confundir el tiempo con el clima. El clima es la media del tiempo que hace en
una determinada zona durante un largo periodo.
Las variaciones climáticas han existido en el pasado y
existirán siempre, a consecuencia de diferentes fenómenos naturales, como los
cambios fraccionales en la radiación solar, las erupciones volcánicas y las
fluctuaciones naturales en el propio sistema climático.
Sin embargo, durante el último siglo, la temperatura
media global ha aumentado 0,6 ºC, llegando a subir 1 ºC en Europa, lo que
supone un calentamiento inusualmente rápido. De hecho, el siglo pasado fue el
más cálido, y la década de los noventa la más calurosa de los últimos mil años.
Según la NASA, los cinco años más calurosos han sido, en este orden, los
siguientes:
- 2009
- 1998
- 2002
- 2003
- 2005
Las causas naturales pueden explicar solo una pequeña
parte del calentamiento. La inmensa mayoría de los científicos coinciden en que
se debe a las crecientes concentraciones de gases de efecto invernadero, que
retienen el calor en la atmósfera como consecuencia de las actividades humanas.
El Grupo Intergubernamental de Expertos sobre el
Cambio Climático (IPCC) —un foro científico establecido en el marco de las
Naciones Unidas en 1988 para reunir a miles de expertos en clima de todo el
mundo— prevé que la temperatura global media puede subir a lo largo de este
siglo entre 1,4 y 5,8 ºC como consecuencia de las actividades humanas.
Es posible que esta diferencia no parezca alarmante,
pero durante la última Edad de Hielo, hace más de 11.500 años, la temperatura
global era de solamente 5 ºC menos que en la actualidad, ¡y fue cuando una
gruesa capa de hielo cubría la mayor parte de Europa!
Hoy en día, el cambio climático está teniendo muchos
impactos apreciables, que van desde el aumento de la temperatura hasta la
subida del nivel del mar como consecuencia del derretimiento de los casquetes
polares, pasando por tormentas e inundaciones cada vez más frecuentes.
Si no tomamos medidas, el cambio climático provocará
daños cada vez más costosos y afectará al equilibrio de nuestro entorno
natural, que nos provee de alimentos, materias primas y otros recursos vitales.
Esto perjudicará a nuestras economías y podría desestabilizar a las comunidades
de todo el mundo.
Aunque la mayoría de los términos eran desconocidos
para el Marinero, no tardó en comprender que el Mundo Acuático había sido un
error humano, no una creación divina como muchos santones afirmaban. ¿Y si
hubiera encontrado Tierra Seca? Un gesto irónico cruzó sus rasgos: aquella
leyenda era una estupidez, ideal para los imbéciles que agonizaban en las islas
flotantes, víctimas de su propia degradación genética y moral.
El sol ascendió, rompió el manto de bruma, iluminó los
edificios monstruosos y proporcionó a la ciudad una belleza fúnebre. A unos
trescientos pies, la calle formaba un ángulo de noventa grados y desembocaba en
una laguna cubierta de algas. El Marinero se adentró por aquel sitio. Encima de
un rascacielos semisumergido, sobre una pista de aterrizaje, reposaba un
helicóptero con las aspas rotas. Automáticamente, estudió el vehículo, que solo
conocía por las fotografías de las revistas militares que habían caído en sus
manos. En la cabina de vuelo, un esqueleto apergaminado le sonrió con una mueca
macabra.
La atmósfera melancólica de la ciudad estuvo a punto
de arrancarle las lágrimas. Los edificios cubiertos de musgo transmitían una
sensación de tristeza infinita que le recordó la expresión de su madre. El Marinero
ignoró sus pensamientos y sorteó un bloque punteado por una antena parabólica
de diez metros de diámetro. ¿Para qué serviría? Quedaban tantos misterios por
resolver, tantas maravillas por descubrir, tantas preguntas por contestar...
Aunque viviera mil años, nunca podría explorar todos los edificios, descubrir
los secretos de los apartamentos ni saquear los objetos de las habitaciones
vacías.
El calor agobiante difuminó los bancos de niebla.
Tenía la sensación de que los rascacielos se derrumbarían de un momento a otro,
sepultándolo bajo sus trazos de cemento. Inquieto, abandonó el canal y entró en
un círculo de agua de varias millas de ancho. Una inmensa construcción dominaba
la laguna con su presencia. En lo alto de la fachada, un letrero destruido
anunciaba el nombre del edificio: Tulsa World. El hedor de la laguna, una
mezcla de sal, madera podrida y humedad, le impregnó las fosas nasales. El Marinero
rechazó el ambiente putrefacto y mortecino que lo rodeaba: prefería la libertad
del océano interminable.
EPÍLOGO
Al atardecer, cuando la ciudad
sumergida se desvaneció en la distancia, no se molestó en volver la cabeza para
echarle una última ojeada. En el firmamento, las primeras estrellas anunciaban
la llegada de la noche temprana. Después de trabar el timón, cruzó el flotador
central y ascendió por el palo mayor. En la cofa, a treinta pies sobre el agua,
contempló el cielo enrojecido y las franjas de nubes que se arrastraban por el
oeste. La brisa vespertina acarició su cuerpo mientras el trimarán cabeceaba
sobre la corriente. Quizá, más allá del horizonte, se encontrara el secreto de
volver a empezar...