Domingo, 6 de junio de 1993
Incansable, Spike pisó
el acelerador, quemando kilómetros. Contemplé la carretera en movimiento,
rodeada por árboles agitados por la tormenta. Llevábamos un día sin dormir, de
fiesta en fiesta, a base de éxtasis para mantener el ritmo. Tom me pasó un porro
humeante. La marihuana despejó mis sentidos hechos polvo por el MDMA. El tema
que sonaba en el radiocasete era demasiado estridente; me ponía los pelos de
punta.
Tom susurró:
—Tío, quita esa mierda.
Spike lo observó a
través del espejo retrovisor. Tenía las pupilas dilatadas como platos. Una
sonrisa maníaca se le dibujó en los labios.
—¡Estás escuchando a My
Bloody Valentine! —exclamó—. ¿No te mola el rollo?
Mi colega ignoró su tono
burlón.
—Ni de coña.
Jane abrió la guantera,
revolvió las cintas y sacó una elegida al azar.
—¿The Stone Roses?
—Odio a The Stone Roses
—protestó Tom.
La menda fue cortante:
—Cierra la boca, joder.
Todos estábamos de
acuerdo. Necesitábamos música que estuviera en sintonía con nuestro estado
anímico o el bajón sería colectivo, desagradable.
—Pásame el canuto, cerdo.
Obedecí a mi amiga.
Espiré el humo perezosamente y cerré los ojos inflamados por la falta de sueño.
La canción serenó los ánimos de la tropa; a todos empezaba a entrarnos la
paranoia. La melodía penetró en mi cabeza con lentitud, relajándome. Aquella
maravilla era un himno. El universo volvía a girar en dirección correcta.
I don’t have to sell my soul
He’s already in me
I don’t need to sell my soul
He’s already in me
I wanna be adored…
Me hormigueaban los
dedos. La hierba era cojonuda. Después de veinticuatro horas a toda pastilla
necesitaba una tregua. Spike subió el volumen. Las guitarras llenaron el
interior del viejo Dodge Charger, desvaneciendo el mundo exterior en una
nebulosa distante. Las responsabilidades de la vida cotidiana podían esperar.
Pegué la nariz a la ventanilla. Mi respiración formó una estela blanquecina
sobre el cristal cubierto de lluvia. La autopista estaba vacía; cero tráfico
por ninguna parte. Éramos los únicos supervivientes de una Tercera Guerra
Mundial imaginaria. Las bombas atómicas se encargaron en exterminar a la raza
humana.
I wanna be adored
You adore me
You adore me
You adore me
I wanna
I wanna
I wanna be adored… [1]
Spike sonreía, caustico,
mientras se terminaba el porro.
—¿Te enteraste de lo del
segundo disco?
Tom estaba demasiado
desfasado como para reaccionar con inmediatez.
—¿De quién? —inquirió—.
¿De The Stone Roses?
—¡Obvio!
—¿Qué pasó?
—La banda tiene problemas
legales.
—¿Y eso?
Jane se adelantó:
—Silvertone los ha
demandado por incumplimiento de contrato.
—No jodas —resopló mi
colega.
Spike fue cínico:
—The Stone Roses se han vendido, ahora son pura imagen y mainstream.
Ya no les queda nada de su talento musical y en la actualidad no se definen en
absoluto —imitó las críticas que aparecían en las revistas—. Todo por la pasta,
¿sabes?
Una historia tan vieja
como el mundo: los ejecutivos discográficos luchaban por explotar a sus
artistas lo máximo posible. El talento o la calidad de los grupos eran
irrelevantes, solo importaban las ganancias. El mundillo musical era una
porquería. Estaba lleno de sanguijuelas, de capullos trajeados dispuestos a
aniquilar a quien hiciera falta.
El indie, formado
por clases trabajadoras, escupió a la cara a la élite, a las grandes vacas
sagradas y, sobre todo, a la industria. Sellos independientes como Rough Trade,
Mute, Factory, 4AD o Creation, white labels de doce pulgadas, fanzines,
radios piratas tipo Touchdown, Impact y Rush, maxis de importación, newsletters,
bootlegs, salas, promotores locales…; todo al margen de las majors que
cortaban la pana desde hacía siglos.
Una nueva cultura,
posibilidades infinitas, singles de calidad que nunca verías en los
puestos más altos de las listas de ventas, en la horripilante y subnormal lista
de Radio One. Sin embargo, ofrecían alternativas a personas como
nosotros, que teníamos un mínimo de criterio. Citando a Ian Brown: «El pasado es tuyo, el futuro es mío».
Tom replicó, hastiado:
—La misma mierda de
siempre…
Sin darle mucha
importancia al asunto, continué inmerso en mis pensamientos, mientras contaba
los postes eléctricos que quebraban la monotonía de la vegetación cubierta de
niebla. El buga había respondido de puta madre. Spike era el mejor conductor
del planeta; en ningún momento perdía el control, a pesar de toda la química
que pudiera circularle por las venas. Noctámbulo, apenas dormía unas cuantas
horas diarias; la vida era demasiado breve para desperdiciarla con chorradas.
La noche anterior
regresó a mi memoria: estuvimos bailando hasta el amanecer en una casa
abandonada, pimplando como locos, perdidos en la profundidad del bosque. Como
siempre, reconocí a la peña de Wigan, Manchester, Sheffield, Birmingham y, por supuesto, Salford. Cuando te mueves en los mismos círculos,
terminas por averiguar de dónde es todo el mundo.
Tenía la garganta seca,
me costaba tragar saliva. Las secuelas de las pastillas eran leves. Recé para
que no me jodieran vivo; aún quedaba mucha distancia hasta Salford. Jane abrió
una botella de Jack Daniels. La última del lote; tendría que durar hasta la
tarde, cosa que me parecía imposible: éramos por antonomasia borrachos. Bebimos
a palo seco. El mantra de Spike: «Mezclar el Suave Jack es de maricones». El whisky apartó el frío que me
hacía estremecer.
El álbum de The Stone
Roses continuaba sonando. Debía reconocer que era un discazo, pocos grupos
noveles tenían tanto talento. El noventa por ciento necesitaba años de rodaje
para sacar al mercado una obra maestra. Enumeré sus virtudes: la portada, con
su fondo expresionista a lo Jackson Pollock; la excelente producción de John
Leckie; los cortes, que revelaban un groove
heredado del rock clásico de los
sesenta. Palabras de Bob Stanley en Melody
Marker: «Este es simplemente el mejor álbum debut que he escuchado desde
que compro discos. Olviden a todos los demás, olviden trabajar mañana». Una
verdad como un templo.
La movida Madchester cambió nuestras vidas.
Después de probar el éxtasis no fuimos los mismos; nunca volveríamos a ser
inocentes, la infancia estaba enterrada en una tumba de gravedad. New Order,
Primal Scream, The Stone Roses, James, Happy Mondays, The Soup Dragons, Inspiral Carpets y The
Charlatans tornaron el panorama musical británico, convirtiéndolo en una juerga
perpetua que se desvanecía a pasos agigantados, con su sonido que bebía de la
electrónica, el funk, el soul, la psicodelia, el pop de toda la vida y de la reciente
escena house. El rock and roll
había muerto, solo quedaba lugar para el dance.
—¿Jane?
—Dime.
—Busca algo de Verve.
Spike soltó una
risotada.
—¿Crees que mi coche es
una discoteca o qué?
Estaba chalado por
aquella banda. Seguía su carrera desde que, por pura casualidad, los descubrí
en el Boardwalk, en febrero de 1991. Los había visto actuar en el Camden Falcon,
en el Tom & Country Club, en el Mill at the Pier —las tres libras con
cincuenta mejor invertidas de mi vida, aunque fue un tostón de concierto— y en
el Camden Town Hall en primera fila. Jane me consiguió sus sencillos publicados hasta la fecha:
All in the Mind, She’s a Superstar, Gravity Grave y Blue.
Tenía el abono para el festival de Glastonbury, que se celebraba a finales de
junio, y no veía la hora de que sacaran a la calle su primer elepé.
—Sé que tienes el EP por
alguna parte…
—¡Qué listo eres!
—exclamó mi colega.
—Gracias, señor.
Spike siempre fardaba de
haber sido uno de los primeros socios del club Shoom, The Trip, el RIP, The
Project, el Spectrum y The Haçienda. Si Whitworth Street hablara… Cuando la
situación lo requería, Phuture, Marshall Jefferson, Joey Beltram, The Shamen, Inner City y
Frankie Knuckles sonaban en el Charger. Acid Tracks era el hitazo
perfecto para poner a toda mecha antes de salir de farra. El Roland TB-303[2]
revolucionó la historia de
la música. Años atrás, en agosto de 1989, cerca de Reigate, Surrey, el menda
estuvo presente en una de las raves más grandiosas de la historia: unas
veinte mil personas la armaron como Dios manda. Un día de desenfreno, éxtasis y
acid house. Las colas de coches alcanzaban los cuatro kilómetros. Buenos
tiempos. Lástima que me los perdiera.
A mi derecha, Tom
roncaba a pierna suelta, en posición fetal, con las manos hundidas entre los
muslos y utilizando su arrugada chaqueta de pana como manta. Satisfecho, prendí
un pitillo y expulsé una bocanada de humo. Oscilábamos a la deriva, impulsados
por el futuro ambiguo, naufragando en una tierra extraña, entre los escombros
del pasado reciente. Spike era nuestro guía espiritual: visionario, estudiante
fracasado, hincha del Manchester United, viajero acérrimo, buscavidas,
consumidor de XTC, camello a jornada completa, hacha al billar, estrella
del rock que nunca había grabado un disco, el Terence McKenna de la
pérfida Albión. Un superviviente, en definitiva. Tom nos había soplado un rumor
que circulaba por el campus de la Universidad de Salford: durante una rave enloquecida que duró tres días
consecutivos, de jueves a domingo, a las afueras de Heywood, nuestro colega
robó un coche de la pasma. Triposo, condujo sin rumbo durante horas hasta
dejarlo abandonado en las cercanías de la cueva de Thor, Staffordshire. Como
era lógico, nos costaba creer aquella historia; una fantasmada como la copa de
un pino. El amigo, con su malicia habitual, no se molestó en desmentirla. Su
frase favorita: «No hay mejor publicidad que la mala
publicidad».
Spike llevó el vehículo
al arcén. Aparcó cerca de la valla y saltó al exterior para estirar las
piernas. Estudié su cuerpo nervudo, terriblemente delgado y de metro noventa,
mientras se alejaba del Dodge Charger oscilando los hombros con chulería.
Llevaba ropa de segunda mano del Ejército de Salvación que se ajustaba a su
personalidad como un guante: zapatillas Adidas, pitillos amarillentos, camisa
de cuadros arrugada y chupa de cuero negra. Con aquella pinta de macarra,
ninguna madre con dos dedos de frente permitiría que su hija saliera con el
menda. Se detuvo y echó una meada contra un seto, ignorando la lluvia virulenta
que le picoteaba el cuerpo. Su cabello estriado de gris ondeaba al viento. Todo
un personaje. Connected, de Stereo MC’s, podía haber sido escrita para
él.
—¡Está como una
regadera! —bromeó Jane, muerta de frío, mientras subía la ventanilla. El vaho
que empañaba los cristales había desaparecido.
Le di la razón.
—¡No lo dudes!
Ambos coreamos entre
risas:
—¡Todo lo que puedas
haber hecho, Spike lo hizo antes!
Un minuto más tarde el
colega regresó al carro con una expresión soñadora en los rasgos angulosos, de
los que destacaba una tocha prominente entre dos saltones ojos azules.
—Tengo hambre —comentó.
—Yo también —lo secundó
Jane—. ¿Dónde podemos llenar el buche?
—Pronto llegaremos a una
gasolinera —explicó—. Podríamos pillar unos sándwiches o algo por el estilo.
Tenemos que recargar las pilas, chavales.
Nuestra amiga no se hizo
de rogar.
—Vale.
Spike volvió a la
carretera a todo trapo. La tormenta arreció, repiqueteando sobre el techo y el
parabrisas. La autopista se convirtió en una masa imprecisa. Niebla, viento,
carteles de señalización, terrenos baldíos, cunetas llenas de malas hierbas,
aisladas viviendas con tejados de dos aguas, ovejas con los lomos pintados,
soledad. Un tipo vestido con un impermeable amarillo hacía dedo bajo la lluvia.
Lo habríamos llevado con nosotros, pero el coche estaba petado hasta la
bandera.
La botella circuló por
el interior del Charger. En breve tendríamos que conseguir otra; quedaba menos
de la mitad. Spike adelantó a un camión cisterna. Los chorros de agua que
levantaban las enormes ruedas empaparon el parabrisas. El colega lanzó un
gruñido, mosqueado. Mis fantasías de aislamiento se rompieron.
Deseé llegar a casa,
descansar unas cuantas horas. Salford me pareció lejana, inalcanzable. Dormir,
echar una cabezada rápida, reunir fuerzas para el resto del viaje. Aquel era mi
lugar: la parte trasera del vehículo, borracho como una cuba o aislado en mi
propio narcisismo lisérgico, escuchando musicona al máximo volumen posible.
—¡Despierta, Tom! —bramó
Jane—. ¡O te quedarás en la cuneta!
Este dio un respingo.
Malhumorado, balbució:
—¡Que te follen!
Los tres rompimos en
carcajadas.
—¡Cuidado con la bella
durmiente —zumbó Spike—, que muerde!
La gasolinera apareció
en el horizonte, rótulo de Shell sobre los surtidores. Tomando un desvío, nos
aproximamos a la cafetería y aparcamos entre dos camiones. Salimos del Dodge
Charger somnolientos. Olor a combustible. A la derecha, las puertas de unos
servicios y jaulas metálicas atestadas de bombonas de gas. Enfrente, un túnel
de lavado donde una tipa le pegaba un manguerazo a su coche. A la izquierda,
varios vehículos estacionados en batería. Extintores por doquier. Un cuervo
graznó en alguna parte.
Recorrimos el lugar,
ateridos por el tiempo glacial. Estaba nervioso y lacónico; me dolían las
mandíbulas. Entramos en el establecimiento. Los escasos clientes —turistas,
camioneros y curreles— nos observaron con recelo. Era evidente que no les
gustábamos un carajo; la peña estaba llena de prejuicios. Por norma general,
los británicos son unos amargados, ignoran lo que significa la palabra
«bienestar». Por ello se refugian en el fútbol, borracheras y gilipolleces,
todo para enmascarar la desesperación que sienten. Nosotros contra Ellos.
Seguro que pensarían que éramos unos colgados, cosa que se aproximaba bastante
a la realidad; las medias tintas no casaban en nuestra forma de vivir.
Estaba hecho mierda. El
agotamiento se apoderó de mis músculos haciendo que me retrajera en un estado
silencioso, depresivo. Mientras me sentaba en un taburete metálico, estuve a
punto de darle un cabezazo a la barra: la hierba deformaba mi sentido de la
orientación. Nadie pareció percibir el incidente. Entorné los párpados para
evitar las luces eléctricas que herían mis retinas hipersensibles. El local me
resultó amenazador, desenfocado, cubierto por una nebulosa plomiza que lo
transformaba en un erial lúgubre. «Ingresó cadáver», tal como decía Spike cuando alguien caía a plomo y terminaba hecho un
despojo, completamente destruido.
A través del humo en
suspensión de los cigarrillos, un rostro hermoso ocupó la barra. Sus ojos
castaños me llegaron al alma; parecía una estrella warholiana congelada en un
primer plano. Spike sonrió, mostrando su dentadura irregular a lo Mick Jagger,
y pidió con su tono más amable:
—Buenos días, preciosa.
¿Podrías prepararnos cuatro sándwiches de huevo, mayonesa y beicon?
—No olvides las birras —puntualizó
Jane, sarcástica.
Este enarcó las cejas,
altivo, con cierta condescendencia y mirándola de soslayo.
—¡Me acabas de excitar
sexualmente! —le soltó a bocajarro antes de volver a dirigirse a la camarera—.
Y doce cervezas. Todo para llevar, por favor.
El bombón le devolvió el
gesto.
—Marchando.
Arrogante, Spike dio la
espalda a la barra y apoyó los codos sobre el linóleo arañado por miles de
consumiciones. De alcohólico anónimo, nada; borracho reconocido. El menda había palicado con todos los grandes:
Peter Hook, Ian Brown, Nick Cave, Mark E. Smith, Shaun Ryder, Bobby Gillespie, Alan McGee, Johnny Marr… Las mejores relaciones públicas se consiguen en los clubs, sobre
todo en los baños.
—Está buena, ¿verdad?
—Me la follaría
encantado. —Tom esbozó una mueca achispada—. Que me dé los auxilios
espirituales y me limpie el cetro a conciencia.
Mi colega lo picó.
—¿Le comerías el coño?
—¡Ni de broma!
—Necesitas tener
confianza primero, ¿no?
Tom se hizo el monje.
—Por supuesto.
Spike fue mordaz:
—Eres un puto reprimido.
Esbocé una mueca
sarcástica. El volumen de la conversación había escandalizado al respetable.
Rostros agriados nos miraban con repugnancia. Aquello empezaba a animarse.
—¿Se lo comías a Nicole?
—insistió.
Nicole, la ex de Tom a
la que cuando lo mandó a freír espárragos le entró la crisis de la mediana edad
y se operó las tetas. Por desgracia, el menda no pudo disfrutar de la cirugía.
Fijo que lo haría el primer friegaplatos latino —lo más bajo del gremio
hostelero— al que ella le bajara los gayumbos para recuperar el tiempo perdido.
Un clásico en nuestro entorno. Según las malas lenguas, la amiga llevaba buscando
tranca desde entonces.
Tom movió los pies,
incómodo.
—A veces.
—¿Incluso cuando tenía
la regla?
—¡No seas guarro, tío!
Mi amigo lanzó una
risotada.
—¡Te he dado en tu punto flaco! ¡Seguro que le dejabas el flujo a punto de
nieve!
A mi nariz llegó el
aroma de la comida. Las lonchas de beicon crepitaban sobre la plancha,
propagando un olor delicioso. Mi estómago revuelto rugió.
Tom se había ofendido.
—Vete a la mierda,
Spike.
Por todos era sabido
que, hacía años, después de una juerga brutal, Tom le hizo un cunnilingus a una
menda nada más conocerla. Los dos estaban tan colocados de setas alucinógenas
que no notaron nada, hasta que él levantó la boca llena de sangre; resulta que
a su amiguita le había venido la comunista mientras follaban. Los monguis eran
un invento del diablo.
Jane decidió sumarse a
la broma.
—¡Ahora se hace el
sueco!
—Los maricas lo tienen
chupado —berreó Spike sin quitarle los ojos de encima al culazo de la camarera.
Estaba como un tren. Demasiado guapa para currar en aquel antro—. No tienen que
aguantar a las tías.
Estaba a punto de
devolver. El sabor agridulce del Jack Daniels se me pegaba al paladar. No sabía
controlarme: nunca tenía claro cuáles eran mis límites, me gustaba demasiado
sobrepasarlos. Luché por recomponerme, rogando porque ninguno de la pandilla
reparara en mi estado; me vacilarían durante semanas. Apreté los dientes. El
último Adam estaba demasiado
fuerte; la resaca era fenomenal. Los violentos latidos de mi corazón amenazaban
con estallarme la caja torácica. Disgustado, busqué algún tipo de estabilidad
sin conseguirla.
La puerta del
establecimiento se abrió y un par de polis entraron en la cafetería. La pálida
desapareció de inmediato. Al percibir mi careto de alarma, Spike se volvió,
provocador.
—¡Como registren el
carro se nos va a caer el pelo!
Tuve un estremecimiento
de pánico. Al menda le encantaba pinchar a la gente; siempre estaba armando la
gorda. La representación gráfica de los días del Imperio.
Jane le dio un tirón de
la manga.
—Cierra la boca,
capullo.
Spike aumentó el volumen
de su voz:
—¡Bah! —exclamó—. El
mundo está lleno de yonquis. ¡Qué más da!
Lo conocía. Antes de que
saliéramos de allí tendría que dar la nota. El colega era un exhibicionista
nato. La Batalla de Inglaterra, en comparación, fue una chuminada.
Tom musitó, preocupado:
—¿Queda algo de mandanga
en el Charger?
—Una bolsa de rulas
—contestó con descaro—. ¿Te parece poco?
Sentí deseos de
estrangularlo.
—¡Como no te calles voy
a inflarte a hostias, cabronazo!
Mi voz pastosa era una
casa de putas, sin madame.
—¿Estabas ahí? —dijo,
mordaz—. ¡Creí que habías muerto!
La camarera puso una
bolsa de papel sobre la barra con expresión cómplice.
—Ocho libras con
cincuenta, chicos.
Spike sacó su billetera
de cuero gastada, le puso un billete de diez en la mano y le acarició los dedos
con todo el morro del mundo.
—Quédate con la vuelta,
guapa.
Ambos cruzaron una
mirada pícara. Spike atraía a las pavas como un imán, su aura decadente era
imposible de ignorar. Voz grave, masculina, de barítono. Al amigo le sobraba
carisma.
—Gracias.
Spike se lanzó de
cabeza:
—¿A qué hora sales?
—A las cuatro.
Aquello era entrar con
elegancia y suavidad.
—Pasaré a buscarte.
Sin darle tiempo a que
le respondiera, le metió la lengua en la boca y le pegó un beso de tornillo.
Jane gruñó:
—¡Mierda!
Afortunadamente, la
bofia estaba demasiado ocupada para percatarse del asunto; tenían las narices
metidas en las tazas de café. El menda soltó los labios de la chorba.
—¿Cómo te llamas?
—Victoria.
El nombre ideal para la
chica perfecta.
—Nos vemos a las cuatro,
nena.
—Estupendo.
Nos guiñó un ojo,
desdeñoso. Cogió el papeo y salió a la calle sin molestarse en mirar atrás.
Aquella hazaña pasaría a los anales de la historia de los Cuatro Jinetes del Apocalipsis.
—¡Hijoputa! —exclamó
Tom.
La envidia se mezclaba
con la admiración. Jane lo secundó:
—Con lo feo que es el
mamón y siempre liga…
Me incorporé a
trompicones e intenté aparentar normalidad, haciendo caso omiso a las
expresiones siniestras de la peña. El camino hacia la puerta fue un infierno.
Era un coñazo controlar mis pasos; todo me daba vueltas como una peonza. La
gelidez del exterior me devolvió un atisbo de firmeza, las ráfagas de aire helado
parecieron abrirme cortes en la cara. Aterido, hundí las manos en los bolsillos
de la chaqueta y procuré darles alcance.
—¡Date prisa, idiota!
—me chilló Jane.
Recuperé el sentido del
humor. Abrí la puerta abollada y me hundí en el asiento trasero desesperado por
entrar en calor. Devoramos los sándwiches y apuramos las birras. Después del
desayuno temprano, Tom preparó unos canutos. La hierba impregnó mis fosas
nasales cargando el interior del vehículo. La pasma abandonó la gasolinera,
subió al coche y se dio el piro. Aquellos cretinos estaban en la parra. Spike
echó treinta pavos de gasofa y reanudamos la marcha a gran velocidad. Nadie se
tomó la molestia de bajar las ventanillas. Habíamos creado nuestro propio
mundo, lejos de la sociedad.
Amanecía. Un haz
moribundo de sol encendió la M60. La borrasca cesó durante unos minutos, la luz
diurna apenas lograba romper el manto de nubes. Pasamos de largo una fábrica
desmantelada. Sus dimensiones eran una mancha pardusca y espectral sobre el
paisaje húmedo, moteado con todas las tonalidades posibles de verde.
Jane inquirió:
—¿Vas a venir a
buscarla, Spike?
—Que no te quepa la
menor duda. Me sobra tiempo para lavarme los huevos y volver. —Sonrió con
suficiencia—. Una boca es una boca, muñeca. En época de guerra, cualquier
agujero es trinchera.
—¿Cómo aguantas, macho?
Spike fue irónico:
—Experiencia.
—Tienes un polvo seguro
—comentó Tom.
—¡Por supuesto! —acotó Spike—. Como se descuide, la pongo a cuatro y la
empotro por el culito. Si después hay que lavarse el manubrio, se hace y punto,
chavales.
Mi vida era una mierda:
cargante, carente de atractivo, mediocre; idéntica a la de millones de jóvenes
ingleses que desperdiciaban los mejores años de su existencia en empleos
miserables y mal pagados. Por fortuna, mis amigos me aportaban la estabilidad
que necesitaba; gracias a su influencia había descubierto una manera distinta
de apreciar las circunstancias, cosa que nunca les agradecería lo suficiente.
Los estudié, vencido por
la fatiga. Jane: dependienta de la tienda de discos No Quarter, fan de U2 hasta
la muerte, quería ser dibujante de cómics cuando terminara la universidad. Tom:
hipocondríaco, cada vez que tomaba una pirula la armaba; siempre terminaba
liado con las peores fulanas de la fiesta. Y, por último, Spike: toxicómano
incontrolable, el equivalente a Dean Moriarty en nuestra basca, todas las
semanas cataba alguna sustancia química desconocida. Una vez pruebas el
éxtasis, la epifanía por excelencia, quieres compartirla con todo dios. Formábamos
una peña extraña, no teníamos nada en común, excepto un amor ilimitado por la
música. Jane adoraba el rock de los
setenta; Tom el baggy; Spike, el shoegaze; y en cuanto a mí, me quedaba
con el glam. Los demás me vacilaban,
alegando que los roqueros glitter
eran un puñado de truchas, pero yo pasaba de sus chistes. David Bowie, T. Rex,
Roxy Music o The Sweet marcaron una época.
Necesitaba un cambio de
aires. Inglaterra era aburrida; desde el Segundo Verano del Amor no pasaba
nada. Los clubs de siempre empezaban
a cerrar las puertas porque no hacían negocio. Los tripis eran la droga del
momento; pocos privaban cuando iban puestos de MDMA. Los beneficios iban a
parar a los bolsillos de gánsteres y dealers, detalle que arruinaba a
los propietarios de los garitos. Pandillas como Cheetham Hill, Wythenshawe,
Doddington, Gooch y Salford estaban haciendo el agosto: una merienda de negros
de extorsión, broncas, robos, dar por culo, tiroteos y navajazos. Ya no nos
molestábamos en hacer la ronda de locales. Las raves eran una opción mejor: no corrías el riesgo de que te dieran
la del pulpo en una sala chill out o de deshidratarte por bailar en un
espacio cerrado y, lo más importante, ningún camarero tardaría lo más grande en
atenderte ni te clavarían dos libras por un botellín de agua. La cosa estaba
tan chunga que, a diferencia de los viejos tiempos, era imposible meterse una
humilde raya de farla en el cagadero de cualquier antro. En las fiestas acid
house no importaba el color de tu piel, tus preferencias sexuales, la
condición social, tu filosofía o los estudios: todos éramos hermanos bajo el
efecto de la química. Mi zambullida en el mundo adulto. Los simbolismos o
metáforas sobraban, el ahora era mucho más interesante. Tal y como decía Spike:
«¡Dios bendiga a la farmacéutica Merck!».
De la noche a la mañana,
todo cambió a una velocidad pasmosa. Las viejas pautas fueron reemplazadas por
los vaqueros acampanados, las camisas coloridas, los sombreros de pescador, los
Kickers y el símbolo del Smiley. Como
era lógico, agradecimos el viento fresco; las bandas que dominaban la escena
musical desde los ochenta eran vomitivas. La frialdad de los sintetizadores
desapareció, sustituida por los atractivos colores del arco iris. Ya el lunes
no veía la hora de que llegara el viernes. Tachaba los días en el calendario, uno
detrás otro, exasperado por huir de una monotonía laboral aplastante. Beber,
escuchar buena música, conocer peña, colocarme con rulas, ligar y bailar hasta
las tantas, me relajaba. «I see you everyday, you walk the same way[3]…», Weekender total.
Jane interrumpió mis
reflexiones.
—El próximo sábado hay
parranda en el Boardwalk.
—¿Cómo te enteraste?
—Tom se mostró interesado.
Spike se anticipó a su respuesta:
—Seguro que se la chupó
al portero para conseguir la entrada.
Todos reímos. Los
seguratas del Boardwalk eran el
eslabón perdido; sus pintas de chimpancés nos habían proporcionado material
para gastar bromas pesadas durante años. Jane puso cara de circunstancias
mientras se acababa el porro.
Tom inquirió:
—¿Dónde pillaste la
hierba, Spike?
—Tengo una pequeña
plantación en casa.
El colega añadió,
oportunista:
—Tienes que pasarme unas
semillas.
Spike fue magnánimo.
—Cuando quieras, tronco.
—¿Os acordáis del Imperdible? —dijo Jane.
Fruncí los labios,
asqueado.
—¡Como para olvidarlo!
Warren, el Imperdible, era un punk del método Stanislavski que seguía al pie de la letra las
enseñanzas del Actor’s Studio: interpretaba a un personaje basándose en sus
emociones internas para conectar con la audiencia. En realidad, era un
soplapollas que iba de estrella, otro de tantos que hablaba de política las
veinticuatro horas sin tener ni zorra idea de lo que iba el rollo mientras
vendía pastillas caducadas a los incautos que no conocían su mala fama como
traficante. Según lo que tenía entendido, el único disco de su colección era Hangin’ Tough de New Kids on the Block;
un bodrio ideal para seducir a las crías de catorce años que se tiraba después
de colocarlas con Candy Flips en mal estado. En cuanto a su apariencia, era un
adalid de la moda y del buen gusto: cresta teñida de color naranja, ropa rota y
descuidada que no había visto una pastilla de jabón en meses, dentadura
destrozada por la metadona. Aquel bastardo había establecido su cuartel
permanente en el Konspiracy; parecía que era uno de los dueños o algo por el
estilo. Desde entonces, no parábamos por allí. Damien Noonan —el jefecillo
mafioso que controlaba a los porteros del cotarro— y la gentuza que acompañaba
al Imperdible anulaban
cualquier deseo de entrar en el local. Un cagadero decadente, en todo caso.
A Spike le picó la
curiosidad.
—Soy todo oídos.
Jane continuó:
—La bofia lo pilló en el
aeropuerto de Manchester con un kilo de caballo
metido en el culo.
Tom rio.
—Espero que le dieran un
buen repaso.
Jane sacó tabaco y papel
Rizla extralargo y empezó a preparar otro porro.
—Está ingresado en el
hospital —explicó—. Le partieron la mandíbula por tres sitios distintos. Cuando
salga, irá al talego en silla de ruedas.
—¡Que se joda!
—sentenció Spike—. ¿Recordáis aquella vez que me hizo la pirula?
Hacía tiempo, el menda
cometió el error imperdonable de comprarle tres gramos de farlopa al Imperdible. Cuando llegó el momento
de probarla, descubrió que le había vendido speed
mezclado con detergente; una basura explosiva que nadie en su sano juicio
querría esnifar. Warren utilizó el truco más viejo del mundo: puso una capa de
nieve encima de la mierda. Cuando Spike examinó el tema no indagó hasta el fondo;
se limitó a meter el dedo en la parte superior de la bolsa. Moraleja de la
historia: no confíes en alguien que pueda encularte. Nos metimos aquella
porquería de calle. Tom tuvo hemorragias nasales durante una semana.
—Eres gilipollas —le recriminó
Jane—. El Imperdible es un pichafloja que escapó de las catacumbas de alguna
clínica de desintoxicación. Estaba cantado que iba a jugártela. ¿En qué
pensabas cuando fuiste a pillarle?
Spike se defendió.
—Estaba puesto hasta las
cejas, tía. El Imperdible era el único que tenía material aquella noche. ¿Yo
qué sabía que era un gusano de mierda? ¡Dios salve a la Reina y al puto Johnny
Rotten!
Warren era una basurilla
de Hulme, un Sid Vicious de pega que se creía Paul Massey, que no había tenido
la decencia de espicharla por sobredosis. Con la de peña conocida que había
pasado a mejor vida durante los últimos años, y aquel menda continuaba como una
puncha, siempre dispuesto a dar por saco. Tom ironizó:
—Ver para creer…
Comprar drogas es un
coñazo: reunir la guita, conocer a un camello de confianza, buscar un
lugar tranquilo donde consumirla, quitarte de encima a los piojosos que se te
pegan como lapas cuando llevas algo en los bolsillos y esquivar a la pasma, que
siempre está al acecho. A veces, era preferible adquirir unas cuantas botellas
de whisky y ahorrarse todo el
proceso. Pero entonces, ¿dónde estaría la diversión? Sin duda, el placer
radicaba en romper las normas establecidas; lo prohibido atrae más que lo
legítimo. La evidencia era indiscutible, no me cabía la menor duda al respecto.
Me encontraba mejor. Las
ganas de potar habían desaparecido. La comida y los canutos habían surtido
efecto. Busqué un Winston en la caja arrugada: vacía.
—¡Mierda!
—¿Qué pasa, chaval? —preguntó Spike.
—No me quedan cigarros.
Jane me alcanzó el
porro.
—Fuma esto y deja el
vicio, ¡cabrón!
—No, gracias. —Rechacé
el petardo con un gesto.
Spike se burló de mí:
—¡Hazte el santo con
nosotros!
No me apetecía
colocarme. Después de la bajona que había sufrido en la cafetería, mi cuerpo no
daba para más. Debía mantenerlo bajo control o echaría las papas en el coche.
Más valía prevenir que reventar.
Tom dijo:
—¿Dónde está la bolsa,
tío?
Spike estaba concentrado
en la carretera.
—¿Cuál?
—La de las pastis,
capullo.
—En el maletero.
¿Quieres una?
—No. —Meneó la cabeza—.
Solo tenía curiosidad.
Mi colega lo había
calado.
—No te la vas a llevar
ni de puta coña, macho.
Tom puso cara de
ingenuo.
—¡Qué mal pensado eres!
Spike fue sarcástico:
—Te conozco
—puntualizó—. Venderías a tu madre por una chocolatina.
Jane se volvió y le
propinó un puñetazo en el hombro.
—¡Basura!
Por norma, las peleas y
los piques amistosos del grupo me divertían, pero estaba demasiado exhausto
para disfrutar de ellos en aquel instante. El problema era que dentro de poco
empezaría a comerme el tarro; me hartaba a dar vueltas a las cosas sin llegar a
ninguna conclusión grata. Lógicamente, no me arrepentía de nada de lo que había
hecho desde el sábado; había sido una de las raves más locas y emocionantes de mi vida. De hecho, era el único
de los que iban en el coche que había conseguido echar un polvo, algo que no
pensaba contar a mis colegas. El sexo, tal como siempre ha sido mi estilo, está
circunscrito entre las personas que lo realizan. No era como otros maromos que
iban fardando de las tías que se trincaban. Mantener el pico cerrado, para bien
o para mal, era una de mis mayores virtudes. Una de las lecciones más
importantes que había aprendido en los clubs, noche tras noche desde los
diecisiete, era que todo el mundo conocía a todo el mundo. No podías acostarte
con nadie sin que se supiese al día siguiente, así que, en mi caso, era
preferible pasar del tema; nunca había sido de los que desaprovechan las
oportunidades.
Debajo de la máscara de
timidez con la que solía cubrirme las espaldas había un núcleo vago y neutro
que aún no había logrado tomar sustancia. Aunque hubiera vivido experiencias
que muchos tardarían años en aprender, estaba al principio del camino. Me
faltaba la picardía de Spike —por poner un ejemplo— para considerarme un
adulto. Mi carácter era observador e inquisitivo. Me molaba escuchar a los
demás, asimilar sus costumbres y hacerlas propias. Nunca fui un tipo solitario,
me gustaba relacionarme con la gente y tener amigos; no hay nada más amargo que
pimplar solo. Lo curioso era que, hasta hacía cuatro años, aparte de mi madre y
mis hermanos apenas me relacionaba con nadie. Mi amistad con Jane nació en No
Quarter. Siempre que iba a comprar algún vinilo hablábamos de música, ajenos a
la clientela que nos observaba como si fuéramos unos chiflados. A raíz de
aquello, Spike no tardó mucho en entrar en mi vida, haciendo que empezara a
girar en círculos enloquecidos, de un pub a otro y de una droga a otra,
para seguir el ritmo frenético y desenfadado que este llevaba en el cuerpo.
Indiferente a la
conversación que se escuchaba en la parte delantera del Dogde Charger, Tom se
echó la chaqueta por encima y volvió a cerrar los ojos; ni un niño de teta se
hubiese quedado dormido con tanta rapidez. La tentación de hacerle una putada
me invadió; sin embargo, después de recapacitarlo durante un momento decidí
dejarlo en paz. Todos merecíamos un descanso. A pesar de haber bebido el doble,
y, seguramente, meterse el triple de éxtasis, Spike continuaba al volante con
su eterna sonrisa dibujada en los labios. ¿Qué edad podía tener? Si mal no
recordaba, era mayor que nosotros, una década como mínimo. Sin ser conscientes
de ello, todos habíamos terminado imitando su desenfrenado estilo de vida: las
drogas, las fiestas interminables, el sexo rápido sin complicaciones; era
nuestro gurú psíquico a todos los niveles.
Después de nuestra
última juerga, lo más probable era que estuviéramos sin vernos unos días;
necesitábamos recargar las pilas y disfrutar de nuestra cotidianidad antes de
planear el siguiente fin de semana. La amistad era algo precioso, debía ser
atendida y cultivada con esmero; de lo contrario, terminaríamos peleados por
alguna causa estúpida y trivial.
Jane preguntó:
—¿Cuál es disco tu
favorito, Spike? Solo puedes elegir uno.
Complicada decisión.
—Disintegration de
The Cure —respondió sin dudarlo un instante.
La amiga se quedó
pasmada.
—Estás vacilándome…
Spike se echó a reír.
—¿Por qué te sorprende
tanto?
El pavo era
impredecible; siempre lograba evitar los tópicos.
—Pensé que sería alguno
de The Jesus and Mary Chain, Ride, The Fall o My Bloody Valentine, tío.
—Fue el score de
mi juventud —replicó con seriedad—. Forma parte de mi ADN.
Tom añadió:
—Prefiero el house mil veces. Una vez
escuché a The Cure de resaca y me deprimí que lo flipas. Cortavenas total.
El cabrón estaba
despierto, con la oreja puesta. Spike puso los ojos en blanco. Ciertas bandas
eran intocables. No echaba al menda del buga de milagro.
—Desde luego… —rezongó—.
Te faltan pelotas para disfrutar de una obra maestra como Disintegration.
Flojo, que eres un flojo…
Los DJs eran las
nuevas celebridades de la música; dioses que hacían bailar a la multitud mejor
que cualquier grupo de rock. Spike, como buen clubber, desde que
asistió a los primeros tiempos de The Haç, cuando John DaSilva,
Dave Haslam, Mike Pickering y Graeme Park cortaban el bacalao,
supo que la industria cambiaría para siempre. Sus predicciones resultaron
acertadas, ni que decir tiene. En las raves no había lugar para el
artificio. Era una experiencia inmediata, sin concesiones, real como la vida
misma. El público era la estrella. Mientras el punk abogaba por la
anarquía, el individualismo y el caos, Madchester se basaba en la
inclusión, hermandad y amor. Un paisaje utópico en el que perder los papeles;
masas exiliadas en su propia neurosis colectiva.
Irónicamente, jamás me
había tomado las relaciones de pareja tan en serio: para mí las mujeres eran de
usar y tirar, en aquellos momentos no tenía sentido comprometerme con nadie.
Quizás en un futuro próximo conociese a una chavala que valiera la pena y
pudiera comenzar una relación, pero la verdad era que en aquel instante no
deseaba ningún compromiso, ni a corto ni a largo plazo. ¿Por qué? La respuesta
era sencilla: disfrutaba saliendo de marcha y fornicando con todo lo que se me
pusiera por delante. Mi libertad era esencial: estaba
en un momento flipante y pensaba disfrutarlo al máximo. Me encantaba terminar desayunando en
cualquier cafetería de mala muerte, resacado, con el biberón vacío y el cuello
lleno de chupones. Aquella era mi mierda. Cuando llegara a la treintena,
posiblemente percibiera las cosas desde otro punto de vista. No arruinaría los
valiosos años de mi juventud con monsergas.
Entonces, sin venir a
cuento, recordé lo que nos había sucedido desde el sábado. Spike pasó a
buscarme con el equipo de música a tope, inmerso en su habitual estupor
drogota, listo para liarla parda como solo él sabía hacerlo. Recordé la cara de
despecho de mi madre, a la que no le gustaba en absoluto que me relacionara con
un individuo que ella consideraba poco menos que un delincuente. Las cartas
estaban sobre la mesa; no había marcha atrás. Era hora de volver al principio
de la historia. Puede que aprendiera algo por el camino…