miércoles, febrero 16, 2022

"CHOCA CONTRA EL SOL" (PRÓLOGO)

Dolor…

Todos  mis sentidos se arremolinaban en los impactos que había recibido en el vientre. Por suerte, las heridas eran limpias: las balas no acertaron ningún órgano vital, besos mortales de una Browning y un revólver calibre 38 de reglamento de la policía. Las horas pasaban lentas, interminables, colmadas de miseria. A oscuras en la parte trasera de un camión de mudanzas con la suspensión reventada, me dirigía a un destino incierto. Cada maniobra, cambio de marchas o bache de la carretera me arrancaba un gemido de los labios. Escupí sangre. El bastardo que se encontraba al volante no tenía ni zorra idea de manejar un vehículo. Willie Pepperday era un transportista de tres al cuarto afiliado a algún sindicato. Lo mismo servía para un roto que para un descosido. Detestaba a los malos conductores; el mundo estaba lleno de ellos. Ardía de fiebre; cada inspiración me llenaba de azufre los pulmones y amenazaba con hacerme estallar el cráneo. Blanco y en botella: si lograba salir de aquella mierda le destrozaría las piernas al hijoputa.

Impotente, luché por conservar las pocas fuerzas que me restaban. Estaba muerto de sed. Jamás había deseado agua con tanta violencia. Cada célula de mi cuerpo demandaba un trago que saciara la necesidad que me abrasaba las entrañas. Tenía la garganta rasposa, las tripas revueltas y los labios ennegrecidos. Y pensar que semanas atrás, mientras andaba descolgándome del caballo, mi mayor ambición fue un chute que calmara el mono

Esbocé una sonrisa amarga; el destino no cesaba de darme extrañas lecciones. Con el cuerpo empapado de sudor, hiel en el fondo de la garganta, los ojos desencajados y las mandíbulas chirriando, poco restaba del viejo Möhler Stark.

Los vendajes, sucios y cubiertos de sangre, necesitaban un cambio. El suero era un suplicio: ardía en deseos de arrancarme la vía de cuajo. Atado a la camilla con correas de cuero y medio inconsciente, observé el moratón que me crecía por momentos sobre el envés de la mano. Lo tenía crudo para escapar del jaleo en el que me había metido por voluntad propia. Aunque había recibido docenas de heridas durante los últimos años, jamás había estado tan jodido como en aquel momento. Conforme pasaban los kilómetros oscilaba entre la vida y la muerte; un péndulo demencial que amenazaba con arrebatarme la cordura. El mañana se me escurría entre los dedos sin que pudiera evitarlo… 

Dolor…

Para bien o para mal, el matasanos que me remendó. Cabreado y escupiendo pestes, zurció las heridas correctamente. Aún sentía el tacto de sus duras manos sobre las costillas; hasta un perro hubiera recibido un trato mejor. Recordé el careto impávido, los morros fruncidos, el fuerte olor del alcohol para limpiar las heridas, la aguja traspasándome la piel lacerada… Las puntadas desiguales resaltaban sobre el estómago hundido; seguro que me quedarían cicatrices para el recuerdo.

Conocía al menda por referencias. Smith solía contratarlo cuando alguno de los suyos resultaba herido; los hospitales quedaban descartados cuando trabajabas para la mafia. Según los rumores que corrían por el Club Paradise, Parker había perdido la licencia por expender demasiadas recetas. Los yonquis eran insaciables; por mucha metadona que se metieran siempre volverían a por más. Desde entonces, curraba como veterinario en cualquier hipódromo que demandara sus servicios. Imaginé que para un hombre de su clase, con estudios, consulta privada, pasta a mansalva y reputación, ganarse la vida de aquel modo debía resultarle aberrante. Los pijos eran de esa manera, odiaban descender a un nivel inferior. El mundo no perdonaba a los fracasados: hoy nadabas en la abundancia, en lo más alto, y al día siguiente, chapoteabas con la mugre hasta el cuello.

La imagen de mi padre no cesaba de acosarme: fue herido en el abdomen por un casquillo de granada durante la Segunda Guerra Mundial. Quizás estaba pagando por sus pecados. Todas las personas que ejecutó durante el conflicto lo convirtieron en un individuo flemático, cínico y distante. Harto del régimen nazi, de la locura y el horror que había contemplado en los campos de batalla, desertó de las SS para regresar con su familia. Abandonado a su suerte en mitad del territorio soviético, logró volver a Alemania de una pieza. Renunció a cualquier riqueza, título nobiliario y tierras, repartió sus pertenencias entre la servidumbre y prendió fuego al castillo de sus antepasados para que no cayera en manos de Hitler. Junto a mi madre y mi hermano pequeño, no tardamos en zarpar en un mercante hacia Estados Unidos. El viejo tuvo el valor de arriesgarlo todo, incluidos los seres que amaba, para huir de una vida terrible. Tuve una infancia feliz. No obstante, mi destino estuvo escrito con heroína y plomo; jamás imaginé que terminaría convirtiéndome en un adicto, mucho menos en cazador a sueldo. Morboso, me pregunté qué opinaría el capitán de las Waffen-SS Johannes Stark sobre mí… Sin duda reprobaría a la escoria en la que me había convertido. Así fue mi padre: de mentalidad militar, corazón de acero y férreos principios.      

Aparte de la pérdida de sangre, lo único por lo que tenía que preocuparme era de pillar una infección. Dadas las circunstancias no me hubiera venido nada mal un pico de morfina para aliviar los calambres que me hacían estremecer al borde del vómito. Lo peor del asunto era que Graham había obligado a Parker acompañarme durante el trayecto; los cuidados del cabrón dejaban mucho que desear. Otro con el que tendría que ajustar cuentas siempre y cuando resistiera aquel asqueroso viaje. El odio hirviente me auxiliaba a no perder la cabeza. «Parker, colega, has firmado tu sentencia de muerte; lo juro por lo más sagrado». Los medicuchos venidos a menos no tenían cabida en el planeta. Los tipos como yo estábamos para arrojar la basura al contenedor cuando hiciera falta.

Hígado, intestinos, colon, riñones, vejiga, pulmones, vasos sanguíneos, columna vertebral… No cesaba de darle vueltas a las lesiones que podía haber sufrido. Desesperado, apreté los puños, luchando por ahogar el llanto que amenazaba con hacerme estallar en lágrimas. No pensaba venirme abajo, mucho menos rendirme a aquellas alturas de la película. Agité la cabeza sobre las almohadas húmedas, tozudo, hasta que logré recomponerme en la medida de mis posibilidades. Luchar, echarle un par de huevos, no me quedaba otra o reventaría. Entre mi cuerpo debilitado por los narcóticos, la transfusión de sangre, la deshidratación y la falta de papeo, malgastar el aliento era una estupidez. Inspiré una bocanada profunda de aire para relajarme e intentar conciliar el sueño. Por desgracia, el olvido se negaba a hacer acto de presencia. Cualquier otro hubiera rezado. Me negaba a rebajarme de aquella forma. Dios no me interesaba en absoluto; renegué de él desde que tuve uso de razón. 

Dolor…

Sin motivo aparente, durante aquel trayecto infernal rememoré cómo llegué al aparcamiento del Paradise el día anterior. Después del tiroteo efectuado en el piso del teniente Morris, renqueando conseguí tomar uno de los ascensores. Al alcanzar la planta baja atravesé el vestíbulo y salí a la calle. Todo oscilaba a mi alrededor, me costaba enfocar la vista y arrastraba los pies como un zombi. Milagrosamente, crucé la avenida sin que ningún coche me atropellara y metí la llave en la cerradura del Mustang. Conduje medio inconsciente, con el piloto automático, las manzanas que me apartaban de Hell’s Kitchen, saltándome los semáforos que encontré por el camino. El tráfico escaseaba. No me llevé por delante a ningún peatón, me estallé contra un edificio, choqué contra otro vehículo o me detuvo la bofia de chiripa. Me costó horrores coordinar los pedales, la palanca de cambios y la dirección; aquella media hora se me hizo eterna. Derrengado, en la entrada del casino perdí el control del buga, resbalé sobre la nieve, reventé la valla de seguridad y terminé con el capó hundido contra una pared de cemento. Alertado por el estruendo, uno de los vigilantes emergió del interior con la pipa empuñada; el capullo creía que la competencia atacaba el club. Me dolía el pecho del hombro a la cadera, el cinturón estuvo a punto de partirme por la mitad. De no habérmelo puesto, el volante me hubiese aplastado la caja torácica. Varios hombres me rodearon, entre ellos Tommy O’Sullivan —el Rodolfo Valentino bastardo—,  la mano derecha de Jerry. 

—¡Me cago en la hostia! —masculló. Abrió la puerta de un tirón. Con cara de póker, a través del humo del radiador, echó un vistazo al habitáculo ensangrentado—. ¡Llevadlo dentro!

El Mustang estaba hecho polvo: parabrisas resquebrajado, olor a gasolina, metal retorcido. El destello pálido del sol se reflejaba sobre las carrocerías de los vehículos estacionados. Lleno de repugnancia, Tommy se apartó para no pringarse el traje de algodón almidonado. Llevaba las solapas de la camisa de flores por encima de la chaqueta, tenía aspecto que iba a salir de fiesta por el Copacabana. Sin miramientos, el personal del club me sacó de la cabina aplastada y, agarrándome por las axilas, me arrastró al edificio. Dejé un reguero escarlata y fragmentos de cristal sobre el pavimento de hormigón hasta la salida de emergencia. 

En el interior tardé unos segundos en acostumbrarme a la penumbra. El pasillo sin adornos, con suelos de mármol, se perdía doblando a la izquierda. Conocía la distribución del Paradise perfectamente: sala de juego y barra a la derecha, comedor y dependencias del personal en sentido contrario, y el despacho del Irlandés al fondo. Me dejaron caer de cualquier modo. Un rostro familiar, de mandíbula cuadrada y rasgos autoritarios, llenó mi campo visual. Inquieto, Jerry me levantó la camisa y estudió los balazos con ojos penetrantes que no perdían detalle.

—Las he visto peores —intentó tranquilizarme—. Saldrás de esta, Alemán.

Asentí, exhausto; mis energías se habían evaporado. Graham tomó el control de la situación, por algo era el lugarteniente de uno de los capos más poderosos de la mafia de Nueva York. 

—Llamad a Parker. Que venga con todo el equipo —ordenó—. Llevaos el Mustang y limpiad los destrozos; no debe quedar ninguna prueba. —Se volvió hacia Tommy—. Trae el botiquín. Intentaremos contener la hemorragia hasta que aparezca el médico. 

Huraño, O’Sullivan se ajustó el fedora sobre los ojos. Llevaba una medalla de oro de san Cristóbal colgando del cuello. Su ridículo sentido de la vanidad no cesaba de sorprenderme. 

—¿Para qué perder el tiempo? Metámoslo en el maletero de su carro y a tomar por culo —rezongó—. Nadie lo buscará en la trituradora del depósito de chatarra de la 41.

Aquel gilipollas siempre se había sentido intimidado por mí. Furioso, le lancé una mirada de odio. Lo aborrecía; me hubiera encantado convertirlo en jabón. Carecía de opciones, no me quedaba otra que suplicar por la clemencia del hampa. El Boss era una figura casi omnisciente; tenía contactos hasta debajo de las piedras, informadores tanto en las altas esferas como en cada alcantarilla de la ciudad. Las cloacas no suponían ningún misterio para él. Nunca terminaría como Albert Anastasia, cosido a tiros en una barbería, con una toalla caliente en la cara.

¿Por qué me había permitido llegar a aquel punto sin retorno? ¿Qué clase de persona era, que no contaba ni con un puto amigo para las emergencias? 

Jerry apretó los dientes. Para tener cincuenta y tantos, se mantenía fuerte y en plenitud de facultades. Siempre había admirado su seguridad. Inteligente y expeditivo, era capaz de solucionar cualquier problema. Un tipo frío, impasible, puro autocontrol; atributos esenciales para desempeñar las labores que realizaba. Los jefazos de las otras familias envidiaban a Smith por tenerlo como consejero. Pese a las generosas y variadas ofertas, Graham continuaba al servicio del Irlandés con una lealtad digna de encomio. Este era una parte fundamental de su imperio: conocía sus secretos, negocios, relaciones políticas y trapos sucios. Y si algo funcionaba, no tenía sentido cambiarlo.         

—Menos charla, O’Sullivan —gruñó—. Cierra el pico y haz lo que digo, coño. 

Una oleada de gratitud me envolvió. Jerry era un tío legal, nunca me dejaría tirado. De mala gana, Tommy dio media vuelta y desapareció sin dejar rastro; sus botas de cowboy resonaron por el corredor. Si antes me caía gordo, después de aquel incidente el mamón se había buscado la ruina. Yo era un estorbo del que quería deshacerse como el que se limpia un zurullo del zapato. Nunca provoques a un sicario pasado de vueltas; puede vaciarte el cargador de una Magnum en la jeta cuando menos lo esperes.     

—Gracias, Jerry —farfullé—. Te debo una.

Graham agitó la mano, quitándole importancia al asunto. 

—¿Qué has hecho, Alemán? —inquirió—. ¿Quién te disparó?

Delirando, le conté la movida: la muerte del teniente Morris, los polis que lo acompañaban, Steven Wood y sus matones. Los capullos habían quedado tendidos en el suelo, rodeados por su propia sangre. Nadie los echaría de menos. Las manos me apestaban a pólvora. Pese a tener un pie en la tumba, continuaba satisfecho por haberlos quitado de en medio. La venganza era una de las escasas emociones que aún podía experimentar.

—Joder —suspiró cuando terminé la historia—. Smith tenía planeado sacarte de la ciudad esta misma tarde. Tendremos que cambiar de plan —explicó—. Te desangrarías antes de que el buque saliera del puerto de Brooklyn.

Graham velaba por mi pellejo. Confié en sus palabras. Antes de perder el conocimiento logré replicar:

—Lo pillo, colega…

Desperté bruscamente cuando el matasanos me cosió las heridas; una experiencia que prefería borrar de mi memoria. Hicieron falta tres hombres, incluido Jerry, para sujetarme. Alguien me metió una cuchara en la boca para evitar que me arrancara la lengua de un mordisco. Los calmantes brillaron por su ausencia. Me costaba comprender el porqué de tanta acritud, no conocía a aquel sádico de nada.

Dolor…

Abrí los ojos consumido por la sed, regresando a la cruda realidad. El hedor de mi propio cuerpo me repugnaba: transpiración rancia, sangre y meados. Parker no se había tomado la molestia de vaciar la bolsa de orina; sentía el tacto caliente y desagradable de mis secreciones entre las piernas. ¿Acaso el cabronazo pretendía liquidarme? Herido, maniatado, desnudo y a merced del conductor y el medicucho, había cometido el error de perder el control de mis actos, dejar de lado mi mente fría y analítica en aquella ensalada de tiros. Ahora estaba pagando el precio de cagarla; no sería sencillo ignorar el pasado reciente.

Jerry se encargó de montar el tinglado, de limpiar la mierda. Había borrado del mapa a demasiadas personas durante la última semana —un informador, federales, un jefe de policía local, varios maderos y a un reputado mafioso— como para continuar deambulando por las calles de Nueva York. Incluso me metió en el bolsillo de la camisa los mil machacantes que me debía por haber quitado de en medio a Sturfo, guita que aquellos cabrones me habían birlado a la primera de cambio; me encontraba demasiado débil como para oponer resistencia. Las Cinco Familias pensarían que el asesinato de Wood habría sido cosa de Smith, no mía. Solo por ello reclamarían mi pellejo en bandeja de plata. Graham se jugaba mucho cargándose el mochuelo; podía haberme echado a los leones, pero no lo hizo. Le debía el cuello y no pensaba fallarle de nuevo. Inmerso en una enloquecida espiral de venganza, en ningún momento tuve en cuenta que mis actos pudieran perjudicar a terceros. Cuando te metes en problemas la porquería salpica hasta la estratosfera.

A diferencia de otros gánsteres que vivían a todo trapo, el Boss se caracterizaba por su modestia. Nada de aparecer en los medios, ni contar con un ejército de sirvientes, barberos, chóferes, cocineros, abogados y mensajeros. Según lo que tenía entendido, en la intimidad del hogar solo se rodeaba de los miembros de sangre de su numerosa familia. Vivía en una sencilla casa de tres plantas en la Octava Avenida, a tiro de piedra de los restaurantes, teatros, casas de apuestas y pubs de Broadway. Sus vecinos, gentes humildes en su mayoría, le mostraban respeto y veneración. Integrado en la comunidad, ofrecía puestos de trabajo con sus negocios que, todo había que decirlo, siempre resultaban un éxito. Gracias a su influencia el barrio había salido de la pobreza, violencia y marginalidad que lo caracterizaba. Su imperio abarcaba la mayoría de Nueva York y Nueva Jersey. La pasma ignoraba que —desde la calle 34 Sur a la 59 Norte y del río Hudson por el oeste hasta la Octava Avenida por el este— era el dueño de Hell’s Kitchen. Michael Spillane, Edward Cummiskey, Jimmy Coonan, Mickey Feartherstone y Kevin Kelly obedecían sus órdenes sin rechistar.    

Mi lista de cicatrices era extensa: puñaladas en el muslo, brazo izquierdo y costillas inferiores; balazos en el gemelo, hombro y cadera derecha; metralla en el pecho y la espalda; hasta los dientes de un chucho en el tobillo. Heridas de la guerra que había mantenido en las calles durante los últimos quince años contra todo tipo de chusma: traficantes, chorizos, usureros, asesinos, proxenetas, mafiosos, chulos, etcétera. Ahora contaba con un par nuevas para mi colección. Puede que las peores que hubiera recibido hasta la fecha. Las cicatrices que atesoraba en el alma eran mucho más graves que las que desfiguraban mi cuerpo. Nuevamente, volví a plantearme si conseguiría escapar de aquel maldito camión. Siempre imaginé que tendría una muerte dura, atroz, no agonizando como un imbécil. Me tocaba los huevos ser incapaz de elegir mi final; era lo mínimo a lo que podía aspirar un hombre hecho y derecho.

Dolor…

El caballo me había echado a perder. Después de probarlo, jamás volví a ser la misma persona. Me enganché hasta las cejas; las marcas de los abscesos que tenía en los brazos eran la mejor prueba de ello. La heroína llenó mi existencia de una manera en la que nadie lo había hecho antes. Todos mis miedos, problemas, dudas y conflictos quedaban cortados de raíz cuando invadía mi torrente sanguíneo. Colocado, me sentía por encima del bien y del mal. Incapaz de experimentar el menor remordimiento, quitar vidas era un proceso tan sencillo como preparar una dosis. La moralidad es un concepto abstracto cuando te has metido miles de pelotazos. El pasado deja de tener importancia, todo gira alrededor del presente: pillar, disolver la mierda sobre una cucharilla ennegrecida, apretarte el cinturón alrededor del antebrazo, buscar una vena y perforarla. El mejor sexo se quedaba corto en comparación; ciento ochenta miligramos de jaco eran el orgasmo definitivo. Pensar en la droga hizo que me empalmara, toda una hazaña, teniendo en cuenta mi lamentable estado. 

Cruzaba autopistas interminables veteadas por luces de neón. Un trueno retumbó por encima del rugido del motor. Nubes negras y amenazadoras, bestias de enormes alas velaban mi futuro. Pensé en las lágrimas que vertió la multitud mientras el cuerpo de Cristo se consumía en la cima del Gólgota. El martilleo de la lluvia empezó a repiquetear sobre el techo del vehículo. Incliné la cabeza; clavos imaginarios atravesaban mis miembros. Los jinetes del Apocalipsis vagaban por la Tierra: había llegado la hora del Juicio Final; solo aquellos que se arrepintieran de sus pecados podrían alcanzar el paraíso. Imágenes bíblicas congeladas en un momento perpetuo de angustia, culpabilidad y desesperación. El cielo me estaba negado, ardería en el infierno durante toda la eternidad.    

Dolor…

Años muertos, tiempo perdido, esperanzas frustradas… La autocompasión, deprimente y amorfa, me invadió como un manto viscoso. Me encontraba al límite de mis fuerzas; un paso en falso y me iría al otro barrio. La muerte era una vieja amiga, su presencia fue constante desde la primera vez que apreté el gatillo de un arma. Siempre funcionó de la siguiente forma: los demás o yo. Evidentemente, elegí la segunda alternativa sin dudarlo un instante. No experimentaba ningún tipo de empatía, respeto o consideración por la escoria que había liquidado. Muchos merecían palmarla, otros no tanto. Lo importante era pasar página antes de que los cadáveres se enfriaran. En mi profesión la conciencia era una pérdida de tiempo.

Por otra parte, como drogadicto corría el riesgo de espicharla cuando iba a pillar o de una sobredosis. Cualquier negrata me volaría la tapa de los sesos por una papelina. Un mal día, una dosis adulterada, un pinchazo extra… Y terminabas tieso como una tabla de planchar, con una expresión sorprendida en la cara y una hipodérmica suspendida en el brazo. Riesgos, el pan de cada día para un heroinómano. Tenía frío, mucho frío, y los minutos corrían en mi contra.  

A pesar del asco que experimentaba hacia la vida, de los fracasos, sinsabores y desgracias que había experimentado, descubrí que continuaba queriendo seguir adelante. El instinto de conservación arraigado en los seres humanos hizo acto de presencia. Culpar a la heroína de mis problemas personales era una gilipollez. Estaba en la recta final del largo camino de desintoxicarme; había comprobado en mis propias carnes que el caballo no me dominaba como antaño. A partir de ahora, cambiar era un proceso necesario. Contaba con experiencia, un rodaje que me llevaría tan lejos como quisiera. ¿Me estaba engañando a mí mismo? ¿La fiebre me hacía imaginar imposibles? No, en absoluto; tocar fondo era necesario para renacer. Tenía las cosas muy claras y solo estaba pasando por un bache. No retrocedería ni para tomar impulso. Volaría alto, tanto, que iba a chocar contra el sol. 

Entonces tomé una decisión irrevocable: sobrevivir.