Cada vez que cierro los ojos tengo la desagradable impresión de que algo, confuso e informe, me acecha entre las tinieblas. Desde niño siempre he estado en conflicto conmigo mismo. Mi carácter es angustiado y autodestructivo. Nunca he conocido la paz de espíritu, excepto en determinados momentos rápidos y fugaces que jamás resultan suficientes. Esa parte tenebrosa de mi alma, aquella que espera agazapada en un rincón en sombras, lista para conducirme a los infiernos, está dispuesta a actuar cuando menos lo espere. Los días pasan, unos detrás de otros, lentos y cargados de miseria, sin que consiga sentirme satisfecho del todo. Mis ambiciones no encajan en el mundo donde me ha tocado vivir: ser un lunático no es fácil de sobrellevar.
Abro los párpados enrojecidos,
sumido en una negrura aplastante, escuchando el repiquetear de la lluvia contra
las paredes de piedra. Afuera, detrás de los barrotes, existe una sociedad a la
que nunca podré pertenecer. Vencido por el insomnio, pienso que, por mucho que
no intente plantearme las circunstancias, los remordimientos siempre terminan derrotándome.
Tiritando, con el cuerpo encogido, estudio el fondo de la celda. Mi mente me
juega una mala pasada y tengo la horrible sensación de que no estoy solo. ¿Qué
clase de demonios preternaturales, provistos de garras afiladas y bocas supurantes,
aguardan a que baje la guardia? Por el rabillo del ojo creo vislumbrar figuras
enmohecidas de rasgos putrefactos y vestimentas llenas de polvo deslizándose
por los rincones del calabozo. Trago saliva reprimiendo un escalofrío de terror
y me subo las sábanas heladas hasta el cuello. Sé que tarde o temprano cobrarán
sustancia propia y se volverán reales. Alguien debe castigar mis pecados de la
peor forma posible.
Fantasmas… Los conozco demasiado bien;
me atormentan desde que tengo memoria, convirtiendo mi existencia en un calvario
insoportable. ¿Por qué me cuesta tanto aceptarme? La gastada pregunta —la misma
que me he planteado un millón de veces antes— recorre mis pensamientos. «Tú me has mantenido cuerdo», reflexiono. «Sin ti me habría suicidado hace años». Como de costumbre, hablo con el porcentaje
de mi ser que soy incapaz de controlar; con el escritor que vigila mis actos a todas
horas con su malévola presencia. Aunque he intentado aniquilarlo, borrarlo de
mi vida como si nunca hubiese existido, está tan enraizado en mi personalidad, que
me sería más fácil amputarme un brazo o una pierna que librarme de él. Siempre
había temido aquella faceta retorcida, la misma que me impulsa a narrar lo que estoy
escribiendo; es demasiado lóbrega para admitirla con ecuanimidad. ¿Por qué no puedo
cambiar? Por mucho que luchara por hacerlo, aunque me fuera la vida en ello,
siempre seguiría siendo el mismo. El sueño, para bien o para mal, me estaba vetado.
Jamás desde mi temprana infancia, fui capaz de conciliarlo con naturalidad. Las
pesadillas asaltarían mi conciencia desde el valioso momento en que me sumergiese
en el olvido.
Cuando recuerdo mis fotografías,
imágenes en blanco y negro descoloridas y marchitas por el paso del tiempo, un
nudo me atenaza las entrañas. Mi propia imagen, pálida y angulosa, terriblemente
delgada, vestida de negro, parece la de un espectro. La bilis amarga se agolpa
en mi garganta; a nadie le gusta contemplar su propio declive. Lo que más me sobrecoge,
independientemente de mi lamentable estado físico, es la mirada que tengo: vidriosa,
fría, distante; estaba totalmente colgado del peyote en aquellos tiempos. ¿Cuánto
podía pesar? ¿Cincuenta kilos? Esa es mi especialidad: ser autodestructivo hasta
límites insufribles. Es mi don y mi maldición. Si no fuera por el lado tenebroso
de mi personalidad, jamás habría logrado escribir nada. Siempre he pensado que
tiene que haber sangre en las páginas; de lo contrario, todo esto es una pérdida
de tiempo, una puta mierda. ¿Sangre? No creas que lo que estoy contando es un papel.
Conmigo no existen las medias tintas: o te involucras sin tener en cuenta las consecuencias
o revientas como un perro rabioso. Como he comprobado, muchos recurren a formar
una familia, abonarse al psiquiátrico o engancharse a los antidepresivos para
llenar el vacío; nada tiene sentido y la vida es una batalla perdida de antemano.
¿Sangre? Las fotos me recuerdan lo hecho
polvo que estaba, lo bajo que puedo caer cuando me lo propongo. Por mucho que crea
que he madurado, terminaré teniendo un fin doloroso y mezquino; de nada sirve
negar lo inevitable.
Nadie conoce la tormenta
que se libra en mi interior, incansable, durante todos los días de mi vida. Siempre
he mantenido en silencio los traumas que destrozan mi psique. Sé que nadie
estaría dispuesto a escucharlos; puede que por ello recurriese a la escritura para
desahogarme. ¿Cómo sobrevivir a tus propias obsesiones? Yo opté por volverme
frío y egoísta: no confío en nadie y solo creo en lo que veo. Si la raza humana
fuese exterminada no derramaría una sola lágrima. Bueno, quizá exagere un poco;
hace más de una década que no consigo llorar. Solo ha quedado el vacío del mañana,
la muerte de la esperanza, el dolor inenarrable que no podrá ser sanado; la vida
no concede segundas oportunidades, aunque la mayoría afirme lo contrario. ¿Acaso
soy negativo? ¿Piensas que soy pesimista? Prueba a llevar treinta años hundido
en tu propio infierno, ignorado y despreciado por todos, rodeado de gente zafia
e ignorante, y a lo mejor comprendes mi punto de vista. No opté por este camino
porque no tuviera nada mejor que hacer o porque creyera que ser un artista torturado
y melodramático gustará a las generaciones venideras. No tuve otra opción: era la
escritura o la muerte. Punto final.
La literatura es un
negocio asqueroso. No existen amigos ni consideraciones de ninguna clase; lo único
que encontrarás son puñaladas por la espalda y mentalidades obtusas encerradas
en el pasado. La misma persona que antes alababa tu obra, que comentaba que eras
un genio y había que seguirte la pista, cuando monta una revista dice que tus historias
no encajan en la temática de la misma. La gente suele estar más preocupada por
pagar la hipoteca o salir de tiendas que por cultivarse a sí misma. La lectura
como afición o simple pasatiempo se limita a los éxitos que dentro de un año no
recordará nadie. Escritores mediocres que alcanzan el Olimpo con una obra y no
vuelven a escribir nada que valga la pena durante el resto de sus patéticas carreras.
Hoy en día no puedes ser profundo o trascendental; la banalidad lo domina todo;
cuanto más simple y prosaico seas, perfecto. ¿Qué futuro pueden tener mis personajes?
Los antihéroes oscuros y turbados, analíticos y autocompasivos, que jamás encuentran
la paz, según el criterio de los editores, no venden. Cuando veo los cuatro o
cinco libros que publican las editoriales de turno, las mismas que opinan que lo
que yo escribo es basura, me dan ganas de arrojar la toalla. ¿Cuál es el problema?
¿Por qué el género ha caído en manos de individuos narcisistas que se creen importantes?
¿Dónde está el talento y la inventiva de mis compatriotas? Los ingleses no tienen
cojones, se limitan a copiar a los clásicos, no se arriesgan a ofrecer algo nuevo.
Publicar se ha convertido en una tarea prácticamente imposible. Lo único que les
importa a las editoriales es que la obra dé dinero y nada más. ¿Qué posibilidades
tendrían hoy en día hombres de la talla de Homero o Virgilio de sacar un libro
al mercado? Ninguna, me temo.
Nueve años… Ha transcurrido
casi una década desde mi caída en los abismos. Cuando miro atrás y pienso en
todas las horas que he perdido intentando huir del pasado, tengo la sensación de
que han transcurrido siglos. Me siento viejo, consumido, como si hubiese experimentado
todo lo que la vida podía ofrecerme. Nueve putos largos años… Me aproximo a los
cincuenta y continúo siendo un fracasado; nadie toma en serio mi obra y el
futuro no parece que vaya a mejorar. ¿Qué puedo hacer al respecto? A pesar de mi
situación, aunque las rachas de improductividad aumenten con el paso del tiempo,
en un lugar remoto de mi conciencia sigo aferrándome a la literatura como tabla
de salvación para no perder la cabeza. Pese a despreciar mi propia obra, disfruto
creándola; una paradoja no exenta de perversos motivos que no alcanzo a comprender.
Pienso que he quedado suspendido en mi propio universo, poniendo negro sobre blanco,
las mismas estupideces que escribía cuando era adolescente, atrapado en un círculo
vicioso del que no consigo escapar. Pero ¿qué otra opción tengo? ¿De qué puedo hablar
si no es de lo que conozco, íntimamente, de primera mano? La tormenta barre las
calles con su masa aplastante. Parece que ha llegado el día del Juicio Final. Espero
que el Señor me haga trizas y condene mi alma para toda la Eternidad. No merezco
otra cosa por mis crímenes.
Esto no es una confesión
gratuita ni una terapia de cara al público; menos aún, una mascarada. Es jodidamente
real y no hay lugar para el artificio. La terapia electroconvulsiva me ha
machacado física y espiritualmente; los loqueros continúan afirmando que lo hacen
por mi bien. Necesito salir de este sanatorio, viajar y conocer gente nueva, experimentar
emociones distintas, ampliar el abanico de posibilidades que me ofrece la vida.
Estoy cansado de vivir de mis ruinas humeantes. Debo afrontar el futuro con
entereza, sin remordimientos; soy demasiado inteligente para consumirme de una
manera tan repulsiva. No tengo miedo, sé que no me queda nada que perder; he tocado
fondo demasiadas veces como para que algo me importe.
Pienso que, por mucho que
me esfuerce en cambiar las cosas, todo continuará exactamente igual. Gracias a las
cenizas de mi juventud, del pasado del que tanto me avergüenzo y del que llevo
huyendo una década, he forjado mi obra. A veces me siento orgulloso de ello; no
fue fácil sobrevivir a la autodestrucción que me infligí a mí mismo, a las noches
de cocaína, a las depresiones constantes, a la soledad nacida de la incomunicación.
Por otra parte, quisiera que mi destino hubiese sido distinto; no haber recorrido
este sendero tortuoso que ha estado a punto de conducirme a la locura. Sí, sé que
caigo al vacío, sin nada a lo que sostenerme, volviendo a cometer los mismos errores
de siempre. ¿Por qué después de tantos años siento la necesidad de hablar sobre
ello?
La respuesta es muy sencilla:
tengo que desahogarme de alguna manera. No quiero parecer autocompasivo, ni regodearme
en mi propia miseria; menos aún, quejarme sin motivo alguno. Escribir es una especie
de terapia; me auxilia a escapar de todo. Gracias a ello encuentro sentido a una
vida que dejó de tenerlo hace mucho tiempo. En perspectiva, el vacío que me consumía
no es tan intenso como antaño. Recuerdo vivir angustiado, consumido por mis obsesiones,
con el corazón roto en mil pedazos y el alma deshecha. Apenas logro comprender
cómo pude sobrevivir, porque, con lo hundido que estaba, debí tener motivos más
que suficientes para quitarme de en medio. ¿Por qué no lo hice? ¿Qué es lo que me
ha mantenido despierto hasta ahora? Debo comprobar si cincuenta años insatisfecho,
vencido por unos sueños que no puedo realizar, pueden ser cambiados. Por ello me
niego a suicidarme: deseo comprobar si el dolor y la angustia por la que he pasado
tienen sentido o no.
Atrás queda la infancia,
una niñez amarga y solitaria, atrapado en un ambiente que aborrecía, acomplejado
por mi físico y mi manera de ser. Nunca tuve suerte en la amistad; no encajaba en
ninguna parte, lo cual me llevaba por el camino de la amargura. No me quedó más
remedio que asirme a la literatura como a un clavo ardiendo, fue lo que logró hacerme
feliz a todos los niveles, cosa que ni la sociedad ni mis familiares consiguieron.
Han pasado diez años reprochándome constantemente cada día, sin excepción, los
errores que cometí. ¿Por qué he actuado de esta manera? Me odio a mí mismo; por
ello me torturo hasta la saciedad. No merezco otra cosa por ser tan imbécil. La
gente suele quejarse de que lo que escribo es demasiado oscuro, demasiado negativo
y deprimente, que no es comercial y, por lo tanto, es mediocre. Los editores, por
ejemplo, los mismos que suelen jugar conmigo y mis novelas sin haber terminado
el primer capítulo, suelen comportarse como los seres más repugnantes que he tenido
la desgracia de conocer. La realidad no admite excusas: soy un perdedor, me siento
incomprendido y estoy rodeado de gente estúpida a la que no le importan mis aspiraciones
en absoluto. Pensar y plantearme las cosas como siempre lo he hecho, más que felicidad,
me ha aportado todo lo contrario. Poseo aptitudes, dones otorgados por la naturaleza,
que, por hastío o indiferencia, he dejado pasar de largo. Y me cuestiono dónde
estarán las personas como yo, porque supongo que habrá hombres y mujeres que opinen
lo mismo; porque, hasta la fecha, no he tenido la suerte de encontrarme con ninguno
cara a cara.
Cuatro de diciembre… Este
relato, en cierta forma, es una manera de exorcizar el pasado; duele cambiar de
tal forma que, de un día para otro, no puedes reconocerte delante del espejo.
Irónicamente, por las numerosas vueltas del destino, he vuelto a los orígenes, al
mismo lugar donde todo empezó. En un principio, estaba aterrado. Me negaba a regresar
a Londres; tenía demasiado miedo de los fantasmas intangibles de mi conciencia.
Para mi sorpresa, me ha ido mejor de lo que pensaba; apenas he tenido pesadillas.
Los recuerdos son un borrón indistinto delineado en mi memoria. ¿Por fin he madurado
y conseguido admitir los errores que cometí hace tanto tiempo? No lo sé. Me extraña
sentirme tan tranquilo; no es algo habitual en mí. Me pregunto cuánto tardarán
los remordimientos en regresar y arruinarme el presente. ¿Unos días? ¿Unas horas?
¿Unas semanas? Tengo que convivir con una parte lóbrega que no puedo controlar.
Es la lucha constante de mi lado positivo contra el negativo. Por desgracia, el
segundo siempre ha tenido más poder que el primero. Me es mucho más fácil
hundirme en un pozo que disfrutar de las cosas buenas que puede aportarme la
vida. ¿Por qué lo hago? Misterio; nunca he logrado entenderlo, porque, si soy
sincero, no hay nada más triste y patético que vivir jodido. Me cuesta admitir mi
lado oscuro, el mismo que me obliga a narrar esta historia, un cuento que me
había prometido no escribir.
Mi memoria retrocede, obligándome
a regresar atrás, haciéndome recordar el instante que me convirtió en lo que soy.
Una discusión, una noche de juerga, a las tantas de la mañana en una calle de Wigan,
aniquiló mi inocencia en pedazos. Jamás habría imaginado que las palabras pudieran
hacer tanto daño. Posteriormente, después de una madrugada alcohólica que no quiero
recordar, a la mañana siguiente, cuando abrí los ojos sentí que me habían arrancado
el alma del cuerpo. Horas más tarde, cuando me dirigía al trabajo, escuché Faith de The Cure. Casi al final del
disco, en la penúltima canción, no pude aguantar más y estallé en sollozos detrás
del volante. Sin duda, aunque he pasado por otros momentos penosos, fue el día
más triste de mi existencia. No he vuelto a llorar desde entonces: algo se perdió
por el camino y no pude volver a recuperarlo. Me transformé en un adulto de un modo
cruel y enfermizo que no desearía ni a mi peor enemigo. Me he mostrado demasiado
sincero; hasta la fecha no me había atrevido a contar la película tal como
sucedió. ¿Me encuentro mucho mejor por haberlo hecho? En realidad, me importa un
carajo: lo mejor que pudo pasarme fue sepultar mi inocencia mil metros bajo
tierra, en una tumba tan profunda que jamás volverá a ver la luz.
Un rostro flota sobre mi
cuerpo, a unos palmos del suelo, imbuido en una tristeza tan hermosa como familiar.
Vislumbro sus rasgos pálidos, amorfos, veteados por las luces inciertas que se
deslizan por el rectángulo de la ventana. Contemplo el techo impregnado de humedad
sin prestar atención a los roedores que corretean por el suelo de la celda; sus
ojos rojos y abultados no cesan de mirarme con malicia. Lo peor de todo, el quid
de la cuestión, es que no puedo escapar de mi condena. Aunque quiera evitarlo,
cada mañana al levantarme, delante del espejo continuará el mismo loco hijo de puta
en el que me he transformado. A veces, cuando tengo un mal día, deseo desfigurarme
con un cuchillo hasta que mi cara quede tornada en un amasijo de carne sanguinolenta.
¿Por qué diablos soy tan contradictorio? La gente miente; todos afirman que son
felices, cuando en realidad están perdidos y se sienten tan vacíos como yo. El
presente, con toda su hipocresía, charlas filosóficas en cafés de mala muerte,
consumismo y puerilidad, no ofrece grandes expectativas para continuar adelante.
Todo el mundo anhela un trabajo mejor, ganar más dinero, parientes menos problemáticos,
vástagos que velen su futura e inevitable senilidad. La sociedad está tan podrida
que, aunque me niegue a reconocerlo, doy gracias porque me hayan ingresado en
esta jaula por «perder la mente». Cuando Dios creó al ser humano, realizó la broma cósmica por excelencia. Solo
somos marionetas destructivas, perpetuamente insatisfechas, que no hallarán las
grandes respuestas que exigimos. Por suerte, en medio del caos y la entropía aún
me resta la esperanza de un mañana mejor. Quizá con el paso de los años llegue a
olvidar mis crisis depresivas y a encontrarme medianamente satisfecho con mi
vida. Esa es la esperanza, diminuta e informe, que me mantiene con los ojos
abiertos.
Perdí la pasión, la capacidad
de sentir ilusiones, el anhelo por experimentar cosas nuevas, todo por una losa
de plomo a la que poco le faltó para acabar conmigo. ¿Qué quedó después de aquella
mierda? Poca cosa, me temo; por ello, no consigo descansar tranquilo. Espantoso,
¿no es cierto?
Extraño la sensación de amanecer
sin sobresaltos, tal como sucedía una década antes, pero sé que es una quimera
imposible. Soy un hombre marcado por una condena que llevaré hasta que muera. Por
suerte, aunque me ha costado bastante, he aprendido a vivir con ella. Dependiendo
del día, toma el control de mi mente, convirtiendo el presente en un infierno.
Por ello escribo, repito; de lo contrario, perdería la cabeza, cosa que no permitiré
bajo ninguna circunstancia. La felicidad, en cambio, solo es un instante
precario y fugaz, que se desvanece sin dejar rastro…
Dolor, euforia, arrogancia… He completado el círculo. Espero que algún
día termine esta temporada en el abismo.