«Había perdido, lo
sabía… pero no estaba derrotado. Estoy un poco lastimado, pero no estoy muerto.
Me recostaré para sangrar un rato. Luego me levantaré a pelear de nuevo».
John Dryden
Cada vez que cierro los
ojos, tengo la desagradable impresión de que algo —confuso, informe— me acecha
desde las tinieblas. Desde niño, siempre he estado en conflicto conmigo mismo.
Mi carácter es angustiado, autodestructivo. Nunca he conocido la paz de
espíritu, salvo en ciertos instantes breves, fugaces, que jamás resultan
suficientes. Esa parte tenebrosa de mi alma —la que aguarda agazapada en un
rincón sombrío, lista para arrastrarme al infierno— está siempre alerta,
dispuesta a actuar cuando menos lo espere. Los días se suceden, uno tras otro,
lentos, cargados de miseria, sin que logre sentirme satisfecho del todo. Mis
ambiciones no encajan en este mundo que me ha tocado habitar. Ser un lunático
no es fácil de sobrellevar.
Abro los párpados
enrojecidos, sumido en una negrura aplastante. Escucho el repiqueteo de la
lluvia contra las paredes de piedra. Afuera, detrás de los barrotes, hay una
sociedad a la que jamás podré pertenecer. Vencido por el insomnio, pienso que,
por mucho que intente ignorar las circunstancias, los remordimientos siempre
terminan derrotándome. Tiritando, con el cuerpo encogido, estudio el fondo de
la celda. Mi mente me juega malas pasadas: tengo la horrible sensación de no
estar solo. ¿Qué clase de demonios preternaturales, provistos de garras afiladas
y bocas supurantes, aguardan a que baje la guardia? Por el rabillo del ojo creo
vislumbrar figuras enmohecidas, de rostros putrefactos y vestimentas
polvorientas, deslizándose por los rincones del calabozo. Trago saliva, reprimo
un escalofrío y me subo las sábanas heladas hasta el cuello. Sé que, tarde o
temprano, cobrarán sustancia y se volverán reales. Alguien debe castigar mis
pecados de la peor forma posible.
Fantasmas… Los conozco
demasiado bien; me atormentan desde que tengo memoria, convirtiendo mi
existencia en un calvario insoportable. ¿Por qué me cuesta tanto aceptarme? La
gastada pregunta —la misma que me he planteado un millón de veces— vuelve a
recorrer mis pensamientos. «Tú me has mantenido cuerdo», reflexiono. «Sin ti me
habría suicidado hace años». Como de costumbre, hablo con ese porcentaje de mí
que soy incapaz de controlar; con el escritor que vigila mis actos a todas
horas con su malévola presencia. Aunque he intentado aniquilarlo, borrarlo de
mi vida como si nunca hubiese existido, está tan enraizado en mi personalidad
que me sería más fácil amputarme un brazo o una pierna que librarme de él. Siempre
he temido esa faceta retorcida, la misma que me impulsa a narrar lo que estoy
escribiendo; es demasiado lóbrega para admitirla con ecuanimidad. ¿Por qué no
puedo cambiar? Por mucho que luchara, aunque me fuera la vida en ello, siempre
seguiría siendo el mismo. El sueño —para bien o para mal— me estaba vetado. Jamás,
desde mi infancia temprana, fui capaz de conciliarlo con naturalidad. Las
pesadillas asaltarían mi conciencia en cuanto me sumergiera en el olvido.
Cuando recuerdo mis
fotografías —imágenes en blanco y negro, descoloridas y marchitas por el paso
del tiempo— un nudo me atenaza las entrañas. Mi propia imagen, pálida y
angulosa, terriblemente delgada, vestida de negro, parece la de un espectro. La
bilis amarga se agolpa en mi garganta: a nadie le gusta contemplar su propio
declive. Lo que más me sobrecoge, independientemente de mi lamentable estado
físico, es la mirada: vidriosa, fría, distante. Estaba totalmente colgado del
peyote en aquellos tiempos. ¿Cuánto podía pesar? ¿Cincuenta kilos? Esa es mi
especialidad: ser autodestructivo hasta límites insufribles. Es mi don y mi
maldición. Si no fuera por el lado tenebroso de mi personalidad, jamás habría
logrado escribir nada. Siempre he pensado que tiene que haber sangre en las
páginas; de lo contrario, todo esto es una pérdida de tiempo, una puta mierda. ¿Sangre?
No creas que lo que estoy contando es un papel. Conmigo no existen las medias
tintas: o te involucras sin tener en cuenta las consecuencias, o revientas como
un perro rabioso. Como he comprobado, muchos recurren a formar una familia,
abonarse al psiquiatra o engancharse a los antidepresivos para llenar el vacío.
Nada tiene sentido y la vida es una batalla perdida de antemano. ¿Sangre? Las
fotos me recuerdan lo hecho polvo que estaba, lo bajo que puedo caer cuando me
lo propongo. Por mucho que crea que he madurado, terminaré teniendo un fin
doloroso y mezquino. De nada sirve negar lo inevitable.
Nadie conoce la tormenta
que se libra en mi interior, incansable, durante todos los días de mi vida. Siempre
he mantenido en silencio los traumas que destrozan mi psique. Sé que nadie
estaría dispuesto a escucharlos; quizá por eso recurrí a la escritura para
desahogarme. ¿Cómo sobrevivir a tus propias obsesiones? Yo opté por volverme
frío y egoísta: no confío en nadie y solo creo en lo que veo. Si la raza humana
fuese exterminada, no derramaría una sola lágrima. Bueno, quizá exagere un
poco; hace más de una década que no consigo llorar. Solo ha quedado el vacío
del mañana, la muerte de la esperanza, el dolor inenarrable que no podrá ser
sanado. La vida no concede segundas oportunidades, aunque la mayoría afirme lo
contrario. ¿Acaso soy negativo? ¿Piensas que soy pesimista? Prueba a llevar
treinta años hundido en tu propio infierno, ignorado y despreciado por todos,
rodeado de gente zafia e ignorante, y a lo mejor comprendes mi punto de vista. No
opté por este camino porque no tuviera nada mejor que hacer, o porque creyera
que ser un artista torturado y melodramático gustará a las generaciones
venideras. Era la escritura o la muerte. Punto final.
La literatura es un negocio
asqueroso. No existen amigos ni consideraciones de ninguna clase; lo único que
encontrarás son puñaladas por la espalda y mentalidades obtusas encerradas en el
pasado. La misma persona que antes alababa tu obra, que comentaba que eras un
genio y que había que seguirte la pista, cuando monta una revista dice que tus
historias no encajan en la temática de la misma. La gente suele estar más
preocupada por pagar la hipoteca o salir de tiendas que por cultivarse a sí
misma. La lectura, como afición o simple pasatiempo, se limita a los éxitos que
dentro de un año nadie recordará. Escritores mediocres que alcanzan el Olimpo
con una obra y jamás vuelven a escribir nada que valga la pena durante el resto
de sus patéticas carreras. Hoy en día no puedes ser profundo o trascendental;
la banalidad lo domina todo. Cuanto más simple y prosaico seas, perfecto. ¿Qué
futuro pueden tener mis personajes? Los antihéroes oscuros y turbados,
analíticos y autocompasivos, que jamás encuentran la paz, según el criterio de
los editores, fracasan. Cuando veo los cuatro o cinco libros que publican las
editoriales de turno —las mismas que opinan que lo que yo escribo es basura—,
me dan ganas de arrojar la toalla. ¿Cuál es el problema? ¿Por qué el género ha
caído en manos de individuos narcisistas que se creen importantes? ¿Dónde está
el talento y la inventiva de mis compatriotas? Los ingleses son cobardes: se
limitan a copiar a los clásicos, no se arriesgan a ofrecer algo nuevo. Publicar
se ha convertido en una tarea prácticamente imposible. Lo único que les importa
a las editoriales es que la obra dé dinero y nada más. ¿Qué posibilidades
tendrían hoy en día hombres de la talla de Homero o Virgilio de sacar un libro
al mercado? Ninguna, me temo.
Nueve años… Ha transcurrido
casi una década desde mi caída en los abismos. Cuando miro atrás y pienso en
todas las horas que he perdido intentando huir del pasado, tengo la sensación
de que han transcurrido siglos. Me siento viejo, consumido, como si hubiese
experimentado todo lo que la vida podía ofrecerme. Nueve putos largos años… Me
aproximo a los cincuenta y continúo siendo un fracasado; nadie toma en serio mi
obra y el futuro no parece que vaya a mejorar. ¿Qué puedo hacer al respecto? A
pesar de mi situación, aunque las rachas de improductividad aumenten con el
paso del tiempo, en un lugar remoto de mi conciencia sigo aferrándome a la literatura
como tabla de salvación para mantenerme cuerdo. Pese a despreciar mi propia
obra, disfruto creándola: una paradoja imposible de comprender. Pienso que he
quedado suspendido en mi propio universo, poniendo negro sobre blanco las
mismas estupideces que escribía cuando era adolescente, atrapado en un círculo
vicioso. Pero ¿qué otra opción tengo? ¿De qué puedo hablar, si no es de lo que
conozco íntimamente, de primera mano? La tormenta barre las calles con su masa
aplastante. Parece que ha llegado el Día del Juicio Final. Espero que el Señor
me haga trizas y condene mi alma para toda la Eternidad. Lo merezco por mis
crímenes.
Esto no es una confesión
gratuita ni una terapia de cara al público; menos aún, una mascarada. Es
jodidamente real, como la vida misma. La terapia electroconvulsiva me ha
machacado física y espiritualmente; los loqueros continúan afirmando que lo
hacen por mi bien. Necesito salir de este sanatorio, viajar, conocer gente
nueva, experimentar emociones distintas, ampliar el abanico de posibilidades
que me ofrece la vida. Estoy cansado de vivir entre mis ruinas humeantes. Debo
afrontar el futuro con entereza, sin remordimientos; soy demasiado inteligente
como para consumirme de una manera tan repulsiva. No tengo miedo: he tocado
fondo demasiadas veces como para que algo me importe.
Pienso que, por mucho que
me esfuerce en cambiar las cosas, todo continuará exactamente igual. Gracias a
las cenizas de mi juventud, al pasado del que tanto me avergüenzo y del que
llevo huyendo una década, he forjado mi obra. A veces me siento orgulloso de
ello; no fue fácil sobrevivir a la autodestrucción que me infligí, a las noches
de cocaína, a las depresiones constantes, a la soledad nacida de la
incomunicación. Por otra parte, quisiera que mi destino hubiese sido distinto;
evitar este sendero tortuoso que ha estado a punto de conducirme a la locura.
Sí, sé que caigo al vacío, sin nada a lo que aferrarme, volviendo a cometer los
mismos errores de siempre. ¿Por qué, después de tantos años, siento la necesidad
de hablar sobre ello?
La respuesta es muy
sencilla: tengo que desahogarme de alguna manera. No quiero parecer
autocompasivo, ni regodearme en mi propia miseria; menos aún quejarme sin
motivo alguno. Escribir es una especie de terapia; me ayuda a escapar de todo.
Gracias a ello encuentro sentido a una vida que dejó de tenerlo hace mucho
tiempo. En perspectiva, el vacío ha perdido intensidad. Recuerdo vivir
angustiado, consumido por mis obsesiones, con el corazón roto en mil pedazos y
el alma deshecha. Apenas logro comprender cómo pude sobrevivir, porque, con lo
hundido que estaba, debí de tener motivos más que suficientes para quitarme de
en medio. ¿Por qué no lo hice? ¿Qué es lo que me ha mantenido despierto hasta
ahora? Debo comprobar si cincuenta años afligido, derrotado por unos sueños
irrealizables, pueden ser transformados. Por eso me niego a suicidarme: quiero
descubrir si el dolor y la angustia por los que he pasado tienen sentido o no.
Atrás queda la infancia:
una niñez amarga y solitaria, atrapado en un ambiente que aborrecía,
acomplejado por mi físico y mi manera de ser. Nunca tuve suerte en la amistad;
no encajaba en ninguna parte, lo cual me llevaba por el camino de la amargura.
No me quedó más remedio que aferrarme a la literatura como a un clavo ardiendo.
Fue lo único que logró hacerme feliz a todos los niveles, algo que ni la
sociedad ni mis familiares consiguieron. Han pasado diez años reprochándome,
cada día sin excepción, los errores que cometí. ¿Por qué he actuado de esta
manera? Me odio a mí mismo; por eso me torturo hasta la saciedad. No merezco
otra cosa por ser tan imbécil.
La gente suele quejarse de
que lo que escribo es demasiado oscuro, negativo y deprimente; que no es
comercial y, por lo tanto, mediocre. Los editores, por ejemplo —los mismos que
juegan con mis novelas sin haber terminado el primer capítulo— suelen
comportarse como los seres más repugnantes que he tenido la desgracia de
conocer. La realidad no admite excusas: soy un perdedor, me siento
incomprendido y estoy rodeado de gente estúpida a la que no le importan mis
aspiraciones en absoluto. Pensar y plantearme las cosas como siempre lo he
hecho, más que felicidad, me ha traído todo lo contrario. Poseo aptitudes,
dones otorgados por la naturaleza, que —por hastío o indiferencia— he dejado
pasar de largo. Y me cuestiono dónde estarán las personas como yo, porque
supongo que habrá hombres y mujeres que opinen lo mismo. Hasta la fecha, no he
tenido la suerte de encontrarme con ninguno cara a cara.
Cuatro de diciembre… Este
relato, en cierta forma, es una manera de exorcizar el pasado. Duele cambiar de
tal forma que, de un día para otro, no puedes reconocerte frente al espejo.
Irónicamente, por las vueltas del destino, he vuelto a los orígenes, al mismo
lugar donde todo empezó. Al principio estaba aterrado. Me negaba a regresar a
Londres; tenía demasiado miedo de los fantasmas intangibles de mi conciencia. Para
mi sorpresa, me ha ido mejor de lo que pensaba: apenas he tenido pesadillas.
Los recuerdos son un borrón indistinto, apenas delineado en mi memoria. ¿He
madurado por fin? ¿He conseguido admitir los errores que cometí hace tanto
tiempo? No lo sé. Me extraña sentirme tan tranquilo; no es algo habitual en mí.
Me pregunto cuánto tardarán los remordimientos en regresar y arruinarme el
presente. ¿Unos días? ¿Unas horas? ¿Unas semanas? Tengo que convivir con una
parte lóbrega imposible de controlar. Es una lucha constante entre mi lado
positivo y el negativo. Por desgracia, el segundo siempre ha tenido más poder
que el primero. Me resulta mucho más fácil hundirme en un pozo que disfrutar de
las cosas buenas que puede aportarme la vida. ¿Por qué lo hago? Misterio. Nunca
he logrado entenderlo, porque —si soy sincero— no hay nada más triste y
patético que vivir jodido. Me cuesta admitir mi lado oscuro, ese mismo que me
exige narrar esta historia: un cuento que me había prometido no escribir.
Mi memoria retrocede,
obligándome a regresar atrás, a recordar el instante que me convirtió en lo que
soy. Una discusión, una noche de juerga, a las tantas de la mañana en una calle
de Wigan, aniquiló mi inocencia en pedazos. Jamás habría imaginado que las
palabras pudieran hacer tanto daño. Después, tras una madrugada alcohólica y
desastrosa, a la mañana siguiente, cuando abrí los ojos, sentí que me habían
arrancado el alma del cuerpo. Horas más tarde, de camino al trabajo, escuché
Faith de The Cure. Casi al final del disco, en la penúltima canción, estallé en
sollozos detrás del volante. Aunque he vivido otros momentos penosos, ese fue —sin
duda— el día más triste de mi existencia. No he vuelto a llorar desde entonces:
algo se perdió por el camino para siempre. Me transformé en un adulto de forma
cruel y enfermiza, como no le desearía a nadie. Demasiada sinceridad... hasta
hoy había evitado contar la película tal como sucedió. ¿Me encuentro mejor por
haberlo hecho? En realidad, me importa un carajo: lo mejor que pudo pasarme fue
sepultar mi inocencia a mil metros bajo tierra, en una tumba tan profunda que
jamás volverá a ver la luz.
Un rostro flota sobre mi
cuerpo, a unos palmos del suelo, imbuido en una tristeza tan hermosa como
familiar. Vislumbro sus rasgos pálidos, amorfos, veteados por las luces
inciertas que se deslizan por el rectángulo de la ventana. Contemplo el techo
impregnado de humedad sin prestar atención a los roedores que corretean por el
suelo de la celda; sus ojos rojos y abultados no dejan de mirarme con malicia. Lo
peor de todo, el quid de la cuestión, es la eternidad de mi condena. Aunque
quiera evitarlo, cada mañana, al levantarme, delante del espejo continúa el
mismo loco hijo de puta en el que me he transformado. A veces, cuando tengo un
mal día, deseo desfigurarme con un cuchillo hasta que mi cara quede reducida a
un amasijo de carne sanguinolenta. ¿Por qué diablos soy tan contradictorio? La
gente miente; todos dicen que son felices, cuando en realidad están tan
perdidos y vacíos como yo. El presente, con toda su hipocresía, sus charlas
filosóficas en cafés de mala muerte, su consumismo y puerilidad, no ofrece grandes
expectativas. Todo el mundo anhela un trabajo mejor, más dinero, parientes
menos tóxicos, vástagos que velen su futura e inevitable senilidad. La sociedad
está tan podrida que, aunque me cueste admitirlo, doy gracias por haber sido
encerrado en esta jaula por «perder la mente». Cuando Dios creó al ser humano,
firmó la broma cósmica por excelencia. Solo somos marionetas destructivas,
perpetuamente insatisfechas, que nunca hallarán las grandes respuestas que
exigen. Y aun así, en medio del caos y la entropía, me queda la esperanza de un
mañana mejor. Tal vez, con el paso de los años, logre olvidar mis crisis
depresivas y encontrarme, aunque sea medianamente, satisfecho con mi vida. Esa
es la esperanza, diminuta e informe, que me mantiene con los ojos abiertos.
Perdí la pasión, la
capacidad de ilusionarme, el anhelo por experimentar cosas nuevas… Todo por una
losa de plomo que estuvo a punto de acabar conmigo. ¿Qué quedó después de
aquella mierda? Poca cosa, me temo. Por eso no consigo descansar tranquilo.
Espantoso, ¿verdad?
Extraño la sensación de
amanecer sin sobresaltos, como sucedía una década atrás, pero sé que es una
quimera imposible. Soy un hombre marcado por una condena que llevaré hasta el
día de mi muerte. Por suerte —aunque me ha costado— he aprendido a convivir con
ella. Dependiendo del día, toma el control de mi mente, convirtiendo el
presente en un infierno. Por eso escribo, insisto; de lo contrario, perdería la
cabeza, y eso no pienso permitirlo bajo ninguna circunstancia. La felicidad, en
cambio, es solo un instante precario, fugaz, que se desvanece sin dejar rastro…
Dolor, euforia, arrogancia…
He completado el círculo. Espero que algún día termine esta temporada en el
abismo.