Aparqué el Mustang a tres manzanas de
mi objetivo. La tenue irradiación de las farolas incidía sobre las viviendas
delineadas a ambos lados de la calle. Fríamente, ignorando el malestar que me
retorcía las entrañas, recorrí la acera cubierta de nieve. Llevaba siglos sin
trabajar en Chinatown. Por norma general, los tenderos de la zona no solían
causar problemas; los asiáticos detestaban relacionarse con aquellos ajenos a
su círculo. De ser pobres inmigrantes, sin futuro ni esperanzas, durante los
últimos años habían conseguido que el barrio creciera de tal forma que amenazaba
con absorber Little Italy y parte del Lower East Side. Como era de esperar, a
los espaguetis no les hacía la menor
gracia que los orientales hubieran ganado tanto poder. Según lo que tenía
entendido, la semana pasada los hombres de Luigi Sturfo realizaron un tiroteo
en Mott Street para poner las cosas en su sitio. La pasma, fiel a su costumbre,
se lavó las manos. A nadie le apetecía estar metido en medio de una guerra de
bandas.
Con lentitud pasé de largo escaparates
cerrados, carteles colgados de las fachadas y vehículos cubiertos de hielo.
Comprobé la hora: las doce y media de la noche. Tal como había previsto, la
calle estaba vacía. No deseaba testigos de ninguna clase. A mi espalda, el
motor de una furgoneta me hizo ocultarme en un rincón sumido en la penumbra.
Arrugué la nariz. Un mendigo roncaba tirado de cualquier manera entre
periódicos y bolsas de basura. Un hedor desagradable emanaba de las mantas que
lo cubrían: sudor rancio, mierda y vino barato. Estuve tentado en desenfundar
la Smith & Wesson y pegarle un tiro en la nuca. Aquel perdedor estaría a
salvo mientras no abriera los ojos. Cuando el vehículo desapareció dejé al
pordiosero atrás y reanudé mi camino. El viento gélido estremeció las copas de
los árboles. Aterido, me subí el cuello de la gabardina para entrar en calor.
No me encontraba en mi mejor momento, las náuseas me impedían concentrarme.
Rabioso, sacudí la cabeza. La sangre fría que me caracterizaba era un recuerdo
indefinido, calambres angustiosos me recorrían los músculos. Me detuve durante
unos segundos e inspiré una bocanada de aire, haciendo lo imposible por
recuperar el control. A pesar de las bajas temperaturas, sudaba. Enfrente,
encima de una escalera de incendios situada en un cuarto piso, alguien encendió
una luz. Una figura cruzó por delante de la ventana y se dirigió al otro
extremo de la vivienda. Paciente, esperé a que todo volviera a la normalidad.
Pensé en fumar, pero me contuve; el olor del tabaco podía delatarme ante mis
futuras víctimas. En pocos minutos el edificio volvió a quedar en sombras. El
coche patrulla del distrito pasaba en una hora, terreno despejado.
Aquella tarde había recibido una
llamada desde el Club Paradise para encargarme el trabajo. Tommy O’Sullivan era
un tipo peligroso —facciones cadavéricas, parco en palabras, medio paddy, medio puertorriqueño— que solía
asumir las faenas de Jerry Graham cuando este se encontraba liado. Fue corredor
de apuestas, estuvo en la trena y luchó en Vietnam en la 101 División
Aerotransportada. Cuando lo licenciaron, se convirtió en el brazo derecho del
segundo al mando. La organización de Smith era pequeña, pero efectiva: cuantos
menos hombres estuvieran al corriente de sus asuntos, menos probabilidades
tendría de que lo vendiesen a la poli.
—El Irlandés quiere que te encargues
de unos chinos, Stark —dijo cuando descolgué el teléfono.
No pude evitar hacer la pregunta de
rigor: desconfiaba de aquel hijo de perra.
—¿Por qué no me ha llamado Jerry?
—Jerry está en el hospital —explicó de
mala gana—. A su hermano le han pegado una puñalada en las costillas.
Frank, como contable, se encargaba de
las cuentas del Paradise. Gracias al casino —crupiers legales, mesas de juego
limpias de trampas, máquinas tragaperras sin amañar—, Smith blanqueaba el
dinero negro obtenido mediante otras fuentes de dudosa procedencia. Al Capone,
con su desastrosa política de fraudes fiscales, enseñó al hampa neoyorkina que
Hacienda no se chupaba el dedo. El hermano de Jerry era un tipo tranquilo,
cordial, genio de las matemáticas y demócrata hasta la médula. ¿Cómo demonios
se había metido en un follón?
—No jodas —gruñí—. ¿Quién ha sido?
—¿Conoces a Billy el Sapo?
El Sapo era un fullero de mierda que
operaba por los bajos fondos de Manhattan. A pesar de toda la peña a la que
había jodido, milagrosamente, nadie se había molestado en borrarlo del mapa. El
mundo estaba lleno de almas generosas y caritativas, como podía comprobar.
—Sí.
—El miércoles tuvo una mala racha en
las mesas. El capullo montó un escándalo, alegando que lo habían estafado.
Jerry envió a los tipos de seguridad para que lo pusieran de patitas en la
calle. La mala suerte quiso que Frank tropezara con el andoba en el
aparcamiento. El Sapo, al reconocerlo, sacó el bardeo y lo pinchó. Por lo visto
todo fue tan rápido que nadie tuvo tiempo de hacer nada.
Billy había cometido el mayor error de
su puerca vida. Conociéndolo, Graham se tomaría aquello como algo personal. Los
hombres del Boss peinarían la ciudad de cabo a rabo hasta encontrarlo. Le
esperaba una buena paliza con barras de hierro y después, cuando lo hubieran
ablandado lo suficiente, seis tiros en la barriga de propina. Un trabajo bien
hecho al estilo de los Westies.
Tommy regresó al tema original:
—Tengo cosas que hacer, Alemán.
¿Aceptas el curro o no?
Me centré en los negocios.
—¿Cuánto vas a pagarme?
—Trescientos dólares.
Aquello sonaba como el culo: no
llegaba a mi tarifa habitual.
—Quinientos —acoté—. ¿No has hecho los
deberes o qué?
—Es lo que me ha dicho Jerry —soltó—.
O lo tomas o lo dejas.
Estaba seguro de que quería hacerme la
pirula para sacar tajada. Sería algo muy propio de aquel mestizo. No iba a
colar ni de coña.
—Que se ocupe Brown, entonces
—repliqué secamente, dispuesto a colgar el teléfono—. Adiós.
Brown estaba pasando una mala racha:
demasiada farlopa, priva, busconas y noches de juerga habían hecho que el Irlandés
empezara a plantearse sacarlo de su nómina. Hasta había bajado el precio,
joder.
—¡Espera, coño! —exclamó—. Graham ha
insistido en que lo hagas tú.
Puto inútil de mierda. Había llegado
el momento de finalizar la conversación.
—Quinientos pavos —gruñí—. Te espero a
las diez en el italiano de la esquina oeste de la 88.
A O’Sullivan no le hizo la menor
gracia que lo tratara como si fuera el chico de los recados. Sin embargo,
apareció a la hora que le había dicho. Música jazz en la gramola, un camarero limpiaba la barra y el dueño
cerraba la caja, nadie nos prestaba atención. Ni siquiera se tomó la molestia
de sentarse. Puso cinco billetes de cien encima de la mesa y me dio la
dirección de la lavandería.
—¿Qué es lo que han hecho? —pregunté
con una sonrisa burlona en los labios. A pesar de lo jodido que estaba, no pude
evitar mostrarme sarcástico. Tommy iba vestido como un matón de tres al cuarto:
gabardina oscura, traje color pastel, zapatos de cocodrilo, sombrero de ala
ancha. Llevaba un palillo en la boca, gruesos anillos de plata y una cadena de
oro con una cruz sencilla en el cuello. Fijo que la Asociación de Jóvenes
Cristianos lo aceptaría como miembro al instante. Con aquella pinta de chulo de
barrio la bofia podría pillarlo con facilidad en cualquier rueda de
reconocimiento.
Este se mostró petulante:
—¿Acaso importa?
—No te pases de listo, colega —dije—,
o los basureros mañana tendrán trabajo extra.
Tommy conocía mi fama como cazador de
cabezas mejor que nadie, no sería la primera vez que le partía los brazos a un
gilipollas con un bate de aluminio. Palideció, turbado por la amenaza palpable
que destilaban mis palabras. Aquel imbécil estaba demasiado embebido de su
propia posición dentro de la banda del Boss para actuar con profesionalidad. Le
vendría bien que le bajaran los humos.
—Se han negado a pagar su cuota
mensual de «protección» —masculló—. El Irlandés no quiere que los demás
tenderos de la zona los tomen como referencia. Sería malo para el negocio,
¿entiendes?
Aquello me sorprendió. Smith solo
derramaba sangre si no le quedaba más remedio. Existían formas más simples —y
dolorosas— de hacer entrar en razón a los orientales. Estaba seguro de que se
había visto obligado a recurrir a mis servicios después de barajar todas las
opciones posibles. Puede que pertenecieran a alguna pandilla como los Ghost
Shadows, a la gente dura de mollera es difícil convencerla de que actúe
correctamente solo con palabras. La cortesía no funcionaba en ciertos
ambientes.
—Entendido. —Lo miré a los ojos—.
¿Cuántos tipos habrá dentro?
—Ni idea —confesó—. Los domingos
organizan una timba de cartas. Puede que tengas que apiolar a algunos amarillos
de más.
Me encogí de hombros: en mi oficio
siempre había que estar listo para lo inesperado.
—De acuerdo.
Molesto, O’Sullivan desapareció por
donde había venido. Tendría que andarme con ojo si no quería acabar con una
puñalada en los riñones. Aquel mestizo era famoso por utilizar el arma blanca y
el alambre estrangulador, detalle que, junto al revólver que llevaba oculto en
la pantorrilla, había que tener presente en todo momento. De todas maneras, a
pesar de haberlo humillado, dudaba que tuviera suficientes agallas para
vengarse de mí. Yo era uno de los mejores sicarios del Irlandés; su jefe le
arrancaría la piel a tiras si se atrevía a tocarme un pelo.
Toda la vieja guardia del crimen organizado
de Nueva York había pasado a la historia: Giuseppe Battista Balsamo, Frank
Scalice, Salvatore Maranzano, Lucky
Luciano, Meyer Lansky, Frank Costello, Albert Anastasia y Busgy Siegel. El Boss era uno de los pocos capos de la mafia que
había logrado sobrevivir a la quema. Un líder nato, metódico e inteligente,
capaz de ganarse la amistad y la confianza de sus hombres. En un principio,
durante la Gran Depresión de los años treinta, prosperó gracias al contrabando
de alcohol, apuestas ilegales, atracos a mano armada, infracciones sindicales,
tráfico de armas, sobornos pugilísticos y fraudes fiscales. Aparte de ello,
contaba con negocios limpios, como casinos, casas de apuestas, sindicatos
laborales, negocios de importación y exportación, hipódromos, recogida de
basura, compañías inmobiliarias y empresas constructoras. A diferencia de sus
coetáneos, el Irlandés supo ampliar sus horizontes comerciales después del cese
de la Ley Seca; no se limitó a vivir de la venta de estupefacientes como tantos
gánsteres. Por suerte, nunca había llegado a la altura de otros jefes del
hampa. Prefería pequeños bocados antes que atragantarse con pasteles grandes,
tal como le pasaba a la competencia, que se perdía por ser demasiado
avariciosa. Smith había participado en las guerras de Frank Costello y Vito
Genovese a mediados de los cuarenta poniéndose siempre del lado del más fuerte,
cambiando de bando a su conveniencia. Corría el rumor de que contaba con
poderosos contactos en las altas esferas: funcionarios estatales, políticos y
jefes de policía. Puede que por ello nunca hubiera sido procesado por la pasma;
sus actividades delictivas siempre quedaban lejos de las portadas de la prensa.
Trabajaba para el Boss por un simple motivo: de haberlo hecho por mi cuenta, no
hubiera durado en la calle ni un mes. Los bajos fondos eran un mundo
implacable, lleno de individuos dispuestos a apretar el gatillo ante la menor
oportunidad. Necesitabas un protector, te gustara o no, para continuar con la
cabeza sobre los hombros. Contaba con unos ingresos estables y un jefe que
daría la cara por mí en los tribunales en el caso de que me trincaran. El Irlandés pagaba al contado y siempre cumplía sus
promesas; no todos los capos de la mafia actuaban de aquel modo. Aunque no
perteneciera a ninguna de las Cinco Familias, era tan poderoso como cualquiera
de ellas.
Un espasmo me retorció las entrañas,
arrebatándome el aliento. Con la boca seca, tuve que apoyarme en la pared para
no caer de bruces al suelo. Después de tres largas semanas sin pincharme, el
síndrome de abstinencia era terrible. Lamentablemente, había agotado el Valium
que estaba ingiriendo para controlar mis nervios maltratados. La heroína que me
convertía en una barra de acero había desaparecido de mi torrente sanguíneo.
Volvía a ser un tipo normal, con dudas y flaquezas, cosa que no me gustaba en
absoluto. Ignoré las punzadas que me retorcían las tripas y limpié la
transpiración que me descendía por la frente.
¿Por qué deseaba desengancharme? Por
mucho que me lo planteara, no conseguía una respuesta. Puede que estuviera
cansado de depender de la maldita droga, que había hecho de mi existencia un
infierno. Tiritando, apreté los puños hasta que me punzaron los dedos.
El malestar aumentaba por segundos:
tenía que actuar lo antes posible o en unos minutos el mono me impediría ponerme en movimiento. Avancé hacia la
lavandería con las mandíbulas chirriando. El tiempo estaba suspendido en un instante
tan interminable como perturbador. Todo parecía gris, nebuloso, desenfocado,
amenazante. La carencia de caballo
convertía mi cuerpo en una madeja de huesos quebradizos, de carne hambrienta
por el contacto de la aguja, de células ávidas de sensaciones. Escupí al suelo
intentando librarme del sabor metálico adherido a mis papilas gustativas. Por
mucho que quisiera, el azufre que me quemaba las entrañas no desaparecería
fácilmente. Partir a Harlem para pillar una papelina a mi camello se había convertido en una obsesión inquebrantable. Durante
los últimos días, mientras las horas muertas transcurrían en una espiral
angustiosa, había luchado como un demonio para no ponerla en práctica. Odiaba
pasar por el síndrome de abstinencia; antes preferiría que me arrancaran los
dientes con unos alicates.
La ventanilla de un Buick me devolvió
mi reflejo: cabello rubio cortado a cepillo, barba de una semana, ojos
enrojecidos por la falta de sueño, pómulos marcados, boca convertida en una
línea cortante. Poco me faltó para vomitar, tenía la misma pinta que los
yonquis que paraban por el Bronx. ¿Dónde estaba mi carácter? Siempre me había
considerado un tipo duro, con los pies en la tierra, sin miedo a nada. Ahora,
en cambio, me había transformado en una piltrafa que hubiera vendido a su madre
por una dosis. La droga crea una dependencia espantosa. Físicamente, sin ella
ni siquiera serías capaz de levantarte de la cama. A nivel emocional, cuando
careces de su presencia los sentimientos estrangulados por la adicción emergen
a la luz, transformándote en una escoria con apariencia humana. Todo queda
condicionado por el número de chutes que te metes entre pecho y espalda a
diario. Aquella era la realidad, ni más ni menos. Cuando leía los panfletos
antidroga que distribuían los de la Oficina de Narcóticos me daban ganas de
descojonarme, los capullos que los habían escrito no sabían una mierda sobre el
tema.
Aparté mis sombrías elucubraciones y
me dispuse a entrar en acción cuanto antes. Al llegar a la puerta de la
lavandería, eché un vistazo a través del cristal que conectaba con la avenida.
Vislumbré una caja registradora sobre el mostrador a oscuras, anaqueles llenos
de ropa y una planchadora de gran tamaño. Al fondo de la estancia, a través de
una cortina, descubrí una luz. Agucé los oídos: el local estaba en silencio.
Las manos me temblaban por el mono,
pero con gran fuerza de voluntad pude reprimir las sacudidas. Eché una mirada a
ambos lados de la calle: todo continuaba en orden. Saqué un estuche del
bolsillo de la trinchera y elegí una ganzúa con forma de arpón para forzar la
cerradura. En menos de un minuto tuve el camino libre. Con el dedo en el
gatillo, cerré la puerta detrás de mi espalda. Tal como esperaba, no se habían
molestado en instalar una alarma. Aquel barrio era una zona poco problemática:
nadie trapicheaba por los alrededores, las furcias hacían la calle a unas
treinta manzanas de distancia, apenas quedaban salones de opio y los night-clubs brillaban por su ausencia. A diferencia del Bronx, Harlem o Brownsville, Chinatown era un edén de paz.
Aunque no me gustara admitirlo, tenía que reconocer que los amarillos se
lo habían montado de puta madre.
A pesar del
síndrome de abstinencia, y sin ser consciente de ello, el viejo Möhler Stark
tomó las riendas de la situación. Estaba en mi elemento: había nacido para
quitar vidas. Impasible, coloqué el silenciador en el cañón de la pistola. Unas
voces ininteligibles llegaron a mis oídos. ¿Hablaban en chino o en inglés? En
realidad poco importaba; a San Pedro le daría igual la nacionalidad de los
turistas que le harían una visita en breve. Con cautela, alcancé el pasillo
situado detrás del mostrador. La noche era mi aliada, ninguno esperaría un
ataque a aquellas horas. Tenso, aparté la cortina y recorrí un estrecho
corredor bordeado por cuadros con pinturas exóticas. Me detuve antes de llegar
al final, dispuesto a quitar de en medio al primer adversario que se me pusiera
por delante. Tuve suerte: un espejo colgado en la pared mostraba el interior de
la habitación. Aquellos cretinos, sin saberlo, me lo habían puesto a huevo. En
un instante tuve una panorámica de la estancia. Tres mendas jugaban al póker
alrededor de una mesa cubierta con un mantel a cuadros. Uno, situado a espaldas
del pasillo; los otros dos, frente al espejo. A la derecha, apoltronado en una
silla metálica, un chaval pelaba una naranja. La mesa estaba cubierta de billetes,
ceniceros repletos de colillas, vasos y una botella de Southern Comfort a medio
consumir. Al fondo, lavadoras con los tambores cerrados, cajas de cartón y
cestos llenos de sábanas. Absortos, los jugadores solo prestaban atención a los
naipes; les faltaba poco para terminar aquella mano. Conocía el percal de
memoria, fijo que no habían tomado la molestia en aprender inglés como Dios mandaba.
Estudié sus caretos, ninguno parecía llevar una pipa encima.
«Verschwende keine Zeit und töte sie[1]», pensé.
Entumecido,
di un paso adelante mientras abría fuego. El primer impacto atravesó la cabeza
del chino situado de espaldas al corredor. Sus sesos saltaron por los aires,
salpicando las caras de sus compañeros. El segundo disparo acertó en el corazón
del jugador de la izquierda. Este brincó hacia atrás y se desplomó en el suelo
con los brazos en cruz. Atónito, el chico se quedó con los ojos como platos con
un pedazo de naranja de camino a la boca. Aquello fue lo último que hizo:
astillas de hueso y fragmentos de tejido cerebral rociaron la pared. Con
torpeza, el último asiático levantó una pistola con el rostro desfigurado por
una expresión de rabia. Durante un momento, la visión del arma me dejó de
piedra. Por fortuna, mi cuerpo tomó las riendas y salté a un lado. La
detonación resonó en la quietud de la madrugada como una carga de dinamita,
destrozando el espejo en mil pedazos. Colérico, no le di la ocasión de volver a
apretar el gatillo. Le vacié la Smith & Wesson encima
convirtiéndolo en un colador. Hecho un guiñapo, mientras expiraba con un gemido
quejumbroso, el revólver que llevaba en la mano rebotó sobre el suelo teñido de
rojo.
—¡Maldito hijoputa! —mascullé—. ¡Un
poco más y no lo cuento!
Me sentía
tan furioso conmigo mismo por haber permitido que un trabajo fácil se
convirtiera en algo complicado que olvidé vaciarles los bolsillos a los
cadáveres. El puto disparo tenía que haberse oído hasta el final de la manzana.
Cuanto antes me abriera, mejor. No me hacía demasiadas ilusiones lo que podría
pasarme si la pasma me encontraba en la lavandería. Ni el Irlandés, por muchas
influencias que tuviera, podría salvarme de una buena temporada a la sombra, o,
en su defecto, la jodida silla eléctrica. La había cagado a base de bien. Hora
de una retirada discreta.
Nervioso,
salí a la calle. Aunque resultara difícil de creer, no había viandantes que
hubieran escuchado el tiro. Rápidamente recorrí el camino a la inversa, con la
intención de llegar a mi buga lo antes posible. El mono había sido
reemplazado por una ponzoñosa emoción de autoaborrecimiento; era un gilipollas
por haberme metido en aquel jaleo. Debería tomarme un descanso, dejar el oficio
hasta que me recuperara, o alguien me enviaría al otro barrio. Tal como temía,
el edificio donde estaba situado el local entró en erupción. Las luces
encendieron las ventanas y gritos de alarma se alzaron en el silencio de la
noche. Apreté el paso; con suerte, nadie me vería abandonar la escena del crimen.
Pasé junto al vagabundo, que aún continuaba durmiendo a pierna suelta. Unos minutos
más tarde entré en el Mustang. Temblando, metí la llave en el contacto y con un
rechinar de neumáticos di un giro de noventa grados para salir en dirección
contraria. Lleno de odio, pisé el acelerador a fondo. No me encontraba de humor
para comunicarle a Jerry que el trabajo estaba hecho, lo dejaría para la mañana
siguiente.
Mientras
abandonaba Chinatown, preso de un impulso irracional, rompí el dinero en mil
pedazos y lo arrojé por la ventana. ¡Era un estúpido de mierda! No merecía
aquella pasta, la cagada me serviría para aprender de mis errores. Un tiempo
indeterminado después alcancé Little Italy. El sabor acre de la nicotina
arrastraba una impresión de fracaso. Los tugurios de Mulberry Street, entre
Broome y Canal, ardían en pleno apogeo: cines porno, música, luces de neón,
bares de topless, peep shows, billares, salones de masaje, after-hours,
fulanas por doquier; que nadie se atreviera a decir que el barrio se encontraba
en decadencia. La agitación de la zona, en vez de animarme, me deprimió. Para
mi pesar, la vida nocturna ya no presentaba ningún atractivo. Ungano’s, el
Filmore East, el Scene, el Electric Circus, el Café Bizarre, el Birland, el
Max’s Kansas City, el Mercer Arts Center, el Dom, el Five Spot, el Gymnasium, el
Club 82, el Conventry, el Bitter End…
Jamás
podría encajar en la sociedad; llevaba demasiados años enganchado al caballo
para volver a actuar como un individuo normal. Aquel era el problema de
descolgarme, me convertía en un blandengue llorón.
Aunque
hubiera estado allí hacía unas pocas semanas, durante las fiestas de San
Genaro, en el Umberto’s Clam House —el restaurante donde Joe Gallo pasó a mejor vida—, tenía la sensación de que habían
transcurrido décadas. Todo estaba cubierto por una especie de niebla deforme,
los recuerdos resultaban confusos e irreales. De nada me servía lamentarme. Lo
hecho, hecho estaba. Finalmente, me dirigí a mi apartamento. Las sombras se
abalanzaban sobre mis venas. Más allá del habitáculo del vehículo me esperaba
el abismo de una espantosa noche de insomnio. Sabía que la necesidad de droga
me impediría descansar.