No consigo un conocimiento más profundo de
mí mismo, no se puede extraer ninguna comprensión nueva de nada de lo que digo.
No hay razón para que te cuente esto. Esta confesión no significa nada.
Bret Easton Ellis
PRIMERA PARTE
Al amanecer me
quité las sábanas Calvin Klein de encima, salté del colchón de látex y me puse
unos shorts Adidas de licra negros. Un delgado hilo de luz penetraba por las
persianas de la habitación e iluminaba los muebles de ébano: cama de 2,90 x
2,50 con detalles de acero en la bancada, mesas de noche a juego con patas
metálicas, espejo de 90 x 190 colgado de la pared encima del cabezal con luces
incrustadas, sillón de cuero, palisandro y acero, y una alfombra azabache (regalo
de un cliente satisfecho).
En el salón efectué
mis estiramientos matinales, mientras por el equipo Philips retumbaba Bone Machine de Tom Waits. Primero,
método estático pasivo, para calentar los músculos. Después, al entrar en
calor, método dinámico pasivo. Acto seguido, pasé a las máquinas de musculación
sin molestarme en descansar. Piernas: cinco tandas de diez repeticiones. Abdominales:
diez series de veinte repeticiones. Bíceps: quince tandas de treinta repeticiones.
Pecho: diez series de cuarenta repeticiones.
Entré en la
cabina de hidromasaje. Ajusté la barra deslizante en la primera posición, la
temperatura y el sistema de espuma. El agua chocó contra el plato de porcelana,
mientras las boquillas de masaje dorsal, lumbar, cervical y lateral, masajeaban
mis miembros. Primero, un exfoliante Nickel y un gel Calvin Klein para el
cuerpo. De inmediato, un champú Yves Rocher y un acondicionador de L’Oreal para
el pelo. Corrí las mamparas de fibra de vidrio, salí del compartimento lleno de
vaho, me sequé con una toalla Ralph Laurent y utilicé un hidratante Deadsea spa
Magik y un reafirmante abdominal Biotherm. Ante el espejo del baño, pasé al
cuidado de mi cara, saltándome la bolsa de hielo para los ojos. Primera parte:
gel exfoliante Anthony Logistics y mascarilla Vitaman (de aceite de sándalo australiano
y arcilla) para pieles grasas. Cinco minutos más tarde, pasé a la segunda parte:
hidratante Lancôme y crema antibolsas Shiseido.
Al llegar al
vestidor, me quité el albornoz. Camisa Versace negra, Levi’s azules, calcetines,
ropa interior Emporio Armani y unas zapatillas deportivas Nike (de trescientos dólares).
Tom Waits cantaba Going Out West:
Well I'm going out west
Where the wind blows tall
'Cause Tony Franciosa
Used to date my ma...
Satisfecho,
estudié mi imagen en el espejo: rostro afilado, cabellos rubios, perilla bien
recortada, pómulos salientes y ojos castaños. En cuanto a mi físico, un metro
ochenta de altura. Las horas de gimnasio empezaban a dar resultado: mis
abdominales, bíceps, tríceps, piernas, antebrazos, pectorales y hombros estaban
duros como piedras. Vanitas vanitatis et
omnia vanitas.
La cocina de
diseño tiene este aspecto: una barra americana laminada en roble antracita,
rinconero de lavado lacado en pomelo con puerta abatible, una despensa con giro
de 90º extraíble, cinco vitrinas de aluminio, divididas en módulos, con
vidrieras mateadas al ácido, un armario de acero, con puertas de cristal, que ocupa
una pared y los electrodomésticos básicos: horno, nevera, cafetera eléctrica,
microondas, placa de vitrocerámica. Mi desayuno consiste en lo siguiente: zumo
de piña, dos manzanas reinetas, una barra de muesli, un vaso de leche desnatada
y un descafeinado, solo, sin sacarina.
Con un Marlboro
Light en los labios, me aproximé al IPhone 11 Pro Max —procesador Apple 13
Bionic, 512GB de almacenamiento, Triple cámara 12MP, iOS 13— dispuesto a
atender la llamada. El rostro sin afeitar de Jack apareció en la pantalla de
6.5 pulgadas, encuadrado por las familiares paredes de su despacho.
—Buenos días,
Nathan. ¿Qué tal estás? —inquirió.
Jack llevaba un
traje de tres botones, camisa blanca y corbata (con nudo Windsor) de lunares,
todo de Armani. Conociéndolo, los zapatos estarían a juego con el cinturón, la
corbata y las gafas de sol Ray Ban que llevaría en la funda correspondiente en
el bolsillo interior izquierdo de la chaqueta.
—Genial
—respondí—. ¿Y tú?
—He tenido un
día espantoso —resopló—. Tengo una hora para almorzar antes de volver a la
oficina.
Medité las
posibilidades: Hugo Boss, Gucci o Prada. Dudaba que llevara otra marca de
calzado. Conocía sus gustos perfectamente. Mi tono fue burlón:
—Supéralo —dije—.
Todo sea por la empresa.
Jack frunció el
ceño.
—Gracias,
Nathan, no sé lo que haría sin ti.
Sonreí.
—¿Tu jefe no te
ha comentado nada de la barba?
—Se encuentra de
vacaciones en Hawái.
Decidí seguir
pinchándolo.
—Necesitas un
buen afeitado. Lo sabes, ¿verdad?
Jack ignoró mi
comentario.
—¿A qué hora
quedaste con tus clientes?
Su cuestión me extrañó.
—A la una. ¿Por
qué lo preguntas?
—Me han llegado
rumores.
Enarqué las
cejas.
—Sorpréndeme.
Jack bajó la
voz:
—No te fíes de
ellos. Tengo entendido que son colegas de Bryan. ¿Lo captas?
Un escalofrío me
recorrió la espina dorsal.
—Lo tendré en
cuenta.
Jack se dispuso
a colgar.
—Llámame cuando
termines, ¿de acuerdo?
—No te preocupes
—lo tranquilicé—. Por cierto, ¿qué zapatos llevas?
—Tod’s. ¿Y eso a
qué viene?
Sentí vergüenza
ajena.
—Estás de coña,
¿verdad?
Jack sonrió.
—Hugo Boss, idiota.
Comprobé mi
Rolex de oro: eran las 12:45 PM. Tenía quince minutos para prepararme. De un
cajón de mi dormitorio saqué una Taurus de 9mm, semiautomática, cargador extra
de 13 tiros, doble acción, mira nocturna de tritio, armazón de polímero y
cachas de carbono, que compré en Michigan el año pasado. Revisé el tambor,
amartillé el arma y la guardé dentro de un módulo en la mesa del salón: la
desconfianza era una de mis mejores virtudes.
Un cuarto de
hora después, dos hombres y una mujer tomaron asiento sobre el sofá de cuero de
tres plazas. El primero, un francés de la vieja escuela, llevaba un traje
Christian Dior hecho a medida, corbata Versace (con doble nudo simple) y
zapatos Gucci. El segundo, un gorila de dos metros de altura con cara de pocos
amigos, vestía un traje Tommy Hilfiger color pastel, corbata (con nudo Windsor)
Raffaello Excellence y calzado perforado de Prada. En cuanto a la joven, una
japonesa de curvas sinuosas y ojos gélidos, un traje Yves Saint Laurent de
lana, zapatos Rene Caovilla de tacón alto, un cinturón Dolce & Gabbana,
bolso de piel Salvatore Ferragamo y gafas de pasta Chanel (era la primera vez
que veía aquel modelo). Clase, mucha clase. Serví tres copas de Blackstone
Pinot Noir (cosecha del 2006) mientras estudiaba las piernas de la joven,
firmes y bien torneadas, producto de intensas sesiones de aeróbic. El franchute
tomó la palabra:
—Gracias por
recibirnos con tan poco tiempo de antelación. ¿Cuándo vas a sacar el material,
Nathan?
No se había
molestado en probar el vino. Él se lo perdía. Aquella añada era cojonuda.
—¿Qué es lo que
quieres?
Su réplica no
dejó lugar a dudas:
—Cocaína,
evidentemente.
Al gorila le
abultaba la chaqueta a la altura del corazón, dudaba que utilizara marcapasos.
Lo más probable era que llevara una pipa de gran calibre, algo tosco con silenciador
incluido: típico de los guardaespaldas profesionales. La chica hizo un gesto de
desagrado.
—No perdamos el
tiempo —comentó—. En dos horas tenemos una reunión en Shinjuku.
Su franqueza me
agradó, me gustaban las mujeres que iban al grano. En la cama solían ser las
mejores; eran tan exigentes como en el trabajo.
—Tienes razón
—suspiró el francés—. Los negocios no dejan margen de diversión.
Fui práctico:
—¿Cuánto
quieres?
Los ojos gélidos
del franchute se entrecerraron.
—Primero deseo
probarla.
Esbocé una
sonrisa torcida.
—¿No te fías de
mi reputación?
La japonesa
intervino:
—No podemos
permitirnos el lujo de confiar en un camello.
Su tono
despectivo me resultó indiferente. Estaba acostumbrado a comentarios peores.
Procuré bajarle los humos.
—Estupendo
—asentí—. A mí tampoco me gustan las secretarias fracasadas, ¿entiendes?
El gorila
reprimió una carcajada. Una corriente de hostilidad emanó de la mujer, palpable
como una descarga eléctrica. El comentario había herido su amor propio.
—No me molestaré
en sacar nada —continué—, si no pillas más de un kilo. ¿Te interesa o no?
Las cartas
estaban sobre la mesa.
—No te gusta
andarte con rodeos, ¿verdad?
Fui arrogante:
—Tú lo has
dicho.
—Si me gusta me
llevaré dos, ¿te parece bien?
—Perfecto.
El franchute
sostuvo el tubo de plata con el índice y el pulgar, me miró a los ojos, inclinó
la cabeza y esnifó la línea de tres centímetros delineada sobre la mesa de
cristal. Primero utilizó el orificio derecho, de inmediato, al llegar a la
mitad, la ventanilla contraria. Al terminar, se echó hacia atrás, se frotó la
nariz y esbozó una mueca de éxtasis: la pegada lo había dejado con la boca
abierta.
—¿Qué te parece?
—Magnífica.
Una sensación de
aprensión invadió mi cuerpo, notaba un peligro inminente. Las palabras de Jack
regresaron a mi cabeza: aquellos bastardos querían mi pellejo.
—Levanta las
manos, colega —El guardaespaldas tenía una pipa en la diestra—. O te volaré la
tapa de los sesos.
La chica encendió
un Winston.
—Hazle caso, Nathan.
Por favor.
Tranquilo,
obedecí sus órdenes, sin perder de vista al franchute.
—¿A qué viene
esto?
—Bryan me ha
dado recuerdos de su parte.
Sonreí.
—¿Sabías que ese
maldito negro me debe treinta de los grandes? Nunca ha sido lo suficientemente
hombre para dar la cara. ¿Cómo te ha convencido para que le hagas el trabajo
sucio?
La ira coloreó
sus mejillas.
—Eso es asunto
mío, Nathan.
Sostuve la
respiración, preparado para saltar sobre el gorila. Mi ataque debería ser
rápido, letal.
—Deberías informarte
antes de meterte en follones, imbécil. Podrías diñarla por culpa de un estúpido
niño de papá y mamá que no paga sus deudas.
El franchute se
cabreó por mis palabras.
—Estás acabado,
Nathan.
Inesperadamente,
propiné una patada a la mesa. La superficie de cristal estalló contra la cara
del gorila: su rostro quedó convertido en un amasijo sanguinolento cubierto de
cortes menores. Sin pensarlo, me incliné y aferré la culata de la Taurus: el
arma se convirtió en una extensión de mi brazo. El guardaespaldas lanzó una
imprecación, levantó la pistola (una Glock de 45mm) y abrió fuego: la
detonación me rozó la mejilla. Con una rodilla en el suelo apreté el gatillo:
el disparo acertó en su pómulo izquierdo, le reventó la cara y esparció su masa
encefálica. El franchute levantó las manos, indefenso, mientras gritaba como un
imbécil:
—¡No dispares!
El proyectil le
perforó el pecho y le atravesó el corazón, dejándolo con la palabra en la boca:
fue demasiado tarde para suplicar por su asquerosa vida. Una sombra se movió
detrás de mí. De manera instintiva, me eché a un lado y esquivé el ataque: una
navaja me rasgó el bíceps hasta el hueso. Apreté los dientes de dolor. Mi
sangre salpicó la alfombra y las planchas de roble blanco. La japonesa se movió
con diabólica rapidez. La hoja afilada me arañó la frente; todo se volvió rojo
durante unos segundos. Apreté el gatillo frente a sus facciones distorsionadas
por la bruma que enturbiaba mi visión. La cabeza le estalló a la altura del
hueso malar: piel, materia cerebral y huesos mostraron el interior del cráneo.
Herida de muerte se desplomó de bruces. Implacable, el arma tronó y reventó lo
poco que le quedaba de cabeza.
—Descansa en
paz, muñeca.
En el baño, curé
la espantosa herida lo mejor que pude con un botiquín de primeros auxilios. Lo
peor de toda la historia, aparte de haber estado a punto de perder la vida, era
que mi piso había quedado hecho un asco. Suerte que la japonesa no me había
acertado en ninguna vena o tendón importante, el apaño serviría hasta deshacerme
de los cadáveres: la visita al hospital estaba pospuesta por el momento.
Respecto a los vecinos no tendría que preocuparme por ellos, habían escuchado
cosas peores: las fiestas que solía organizar en mi piso duraban semanas enteras.
El móvil llevaba
un buen rato sonando. Al descolgarlo, Jack lanzó una exclamación ahogada; mi
rostro continuaba manchado de sangre.
—¡Maldita sea!
¿Estás bien?
Inconscientemente,
me pasé la mano por el apósito que llevaba en la frente. Ignoré su tono de
preocupación.
—No pasa nada
—lo tranquilicé—. Me los he cargado a todos.
—Te dije que
tuvieras cuidado —protestó—. ¿Por qué no me hiciste caso?
—¡Olvídalo!
—encendí un pitillo—. Esto no va a quedar así. Bryan tendrá que pagar por lo
que ha hecho. ¿A qué hora sales?
Jack respondió
sin pensarlo:
—A las cuatro.
—Perfecto
—asentí—. Tenemos trabajo que hacer.
—¿Podrás
aguantar hasta entonces?
—Sí.
—¿Vas a contarme
que ha pasado?
Prefería hablar
del tema en privado.
—Más tarde
—acoté—. Tengo que librarme de los cuerpos.
—De acuerdo
—admitió—. Te llamaré cuando llegue a casa.
Le guiñé el ojo
antes de colgar.
—Como quieras,
Jack.
SEGUNDA PARTE
Jack arrojó la chaqueta descuidadamente sobre una silla. Con movimientos
precisos, abrió el minibar y se preparó un whisky de malta con varias piedras
de hielo. Después del primer trago, recorrió con la mirada los confines de su
apartamento. Tenía la sensación de que había viajado en el tiempo; el
mobiliario y diseño Art Déco, propio de los años 20 del milenio anterior, de
bordes redondos y estilizados, eran un anacronismo en pleno Siglo XXI. Con una
sonrisa burlona en los labios, observó la araña de cristal colgada en el techo
y el piano blanco, las paredes adornadas con papel pintado que evocaban animales
extintos en la actualidad, las alfombras espesas de vívidos colores y las
lámparas de latón con pantallas de papel ecológico. Filosófico, pensó que a
pesar de los avances tecnológicos, las redes sociales y la tecnología espacial,
el ser humano siempre terminaba volviendo a los orígenes. Aquella era la
paradoja intrínseca de las modas: tarde o temprano, cuando los diseñadores
agotaban las ideas, regresaban al punto de partida para vender lo antiguo por
nuevo.
Comprobó
la hora y decidió llamar a Nathan: había prometido ponerse en contacto con él
cuando saliera de la oficina. Jack sacó el móvil del bolsillo, marcó el número
de nueve dígitos y esperó a que su colega contestara. Al tercer timbrazo el
rostro familiar de Nathan, moreno y atractivo, inundó la pantalla.
—Hola
—saludó—. Has tardado.
Jack
esbozó una sonrisa cansada.
—Pille
un atasco tremendo —explicó—. ¿Cómo ha ido todo?
Nathan
encogió los anchos hombros con autosuficiencia.
—De
fábula —explicó—. Jim me ha echado una mano para solucionar el pequeño problemilla
que tuve esta mañana.
El
hermano de Nathan siempre tenía remedio para cualquier situación comprometida.
Largos años trabajando para la Yakuza lo habían enseñado a estar preparado para
lo inesperado. Imaginó los cuerpos cortados en pedazos, metidos en cubos llenos
de cemento y arrojados en alta mar al fondo del océano. Solía ser el modus operandi habitual.
Un
escalofrío le puso la piel de gallina. Jack se pasó la mano por el cabello
desordenado.
—Ningún
problema por lo que veo.
—En
absoluto —dijo—. He reservado una suite
en el Plaza Keio para esta noche. Corre el rumor de que Bryan está haciendo
negocios con los peces gordos de la zona. ¿Podrás venir?
—Por
supuesto. Tenemos que zanjar este asunto cuanto antes.
—Te
recogeré a las ocho, ¿entendido?
Jack
asintió.
—De
acuerdo.
Al
terminar la llamada, apuró la copa de un trago. Satisfecho, avanzó hacia los
ventanales panorámicos y contempló las avenidas abigarradas de Tokio: los
enormes edificios, los destellos publicitarios de neón, los dragones modelados
con fluorescentes y el cielo encapotado. En las calles atestadas de tráfico,
los burdeles y las discotecas se daban de la mano, formando un calidoscopio de
líneas punzantes; placer y consumismo para todos los públicos, fueran nativos
del lugar o turistas en busca de emociones fuertes. Los transeúntes formaban un
crisol de todos los colores y estilos posibles: mendigos en las esquinas,
prostitutas con abrigos de piel artificial, jóvenes vestidos a la última moda,
vendedores, policías, tendederos que ofrecían sus dudosas mercancías al
público, ejecutivos con camisetas de cuellos almidonados. Humo, estruendo de
motores, haces de luz, olor a pescado frito, eslóganes publicitarios, griterío
incesante: Tokio seguía siendo la misma de siempre. Jack estudió los vehículos
que avanzaban, a duras penas, por la carretera abarrotada; coches, ricksaws de
tejados de bambú, limusinas, transportes públicos, carrozas tiradas por
caballos. Enfrente, a través el hueco que dejaban dos rascacielos, los sampanes
y los navíos mercantes, las chalupas de pescadores y los acorazados militares,
se mecían sobre las olas bañadas por los últimos rayos de sol de la jornada.
Jack
cerró la cortina aislándose premeditadamente de la caótica visión de la ciudad.
Acto seguido, tomó una ducha rápida y se lavó los dientes; tenía la
desagradable impresión de que los efluvios del exterior habían ensuciado su
anatomía. Más tarde, se puso un albornoz Versace y se sirvió otro Glenffidich;
disfrutaba con el lujo y la disipación que dominaban su existencia. El confort
daba sentido a un universo que había sucumbido bajo los dictados de una
tecnología deshumanizadora. Se encontraba nervioso: faltaba menos de una hora
para que Nathan pasara a buscarle.
TERCERA PARTE
Al
llegar al Hotel Plaza Keio, subimos a nuestra suite compartida y dejamos las bolsas de equipaje sobre la cama. Nathan
no había querido que el botones tocara sus cosas: guardaba una remesa de MDMA
capaz de tumbar a un elefante. El edificio, un imponente rascacielos blanco y
ocre de 1450 habitaciones, se alzaba como un fantasma sobre los bloques de
oficinas y centros comerciales de Shinjuku. Curioso, tomé asiento y ojeé el folleto
informativo que descansaba sobre la mesa lacada con incrustaciones florales de
nácar.
—¿Alguna
novedad? —inquirió Nathan.
—Lo
de siempre —admití—. Puerto de datos con conexión a Internet 24 horas, aire
acondicionado, televisión por cable con 300 canales, secador de cabello, jacuzzi,
minibar, películas de pago y teléfono.
—Salgamos
a tomar una copa —propuso—. Quiero ver que se cuece.
De
inmediato, abandonamos la habitación y nos dirigimos a la piscina. Mientras
descendíamos hacia la primera planta en un ascensor forrado de espejos, percibí
que parecía un hombre de negocios: traje de tres botones Ralph Laurent, corbata
Versace (con doble nudo simple), camisa blanca Calvin Klein, y cinturón y
zapatos (perforados) Hugo Boss.
Nathan
pareció leerme la mente.
—¿No
podías haber venido un poco más informal?
Hice
caso omiso a sus pullas.
—Sabes
que vas a desentonar en la fiesta, ¿verdad? —inquirió, sarcástico.
Me
encogí de hombros.
—Me
da igual.
Al
llegar abajo, pasamos de largo la recepción, bajamos unas escaleras, avanzamos
por un corto pasillo y salimos al exterior. Por el camino, nos encontramos con
los invitados y clientes del hotel: jóvenes que iban de alternativos vestidos
con ropas de marca, puestos de éxtasis hasta las orejas. Subproductos de la
cultura del baile que había vuelto a florecer con la misma intensidad que a
mediados de los noventa.
—Voy
a vomitar —gruñí—. No soporto a esta gentuza.
Nathan
me dio por loco.
—No
seas tan duro con ellos —dijo—. Cuando hayas tomado un par de copas, cambiarás
de opinión.
—Lo
dudo. —Señalé a la peña que bailaba alrededor de la inmensa piscina con forma
de riñón—. Pasé por todo esto cuando tenía veinte años y no me gustó.
Mi
colega meneó la cabeza y añadió con sorna:
—Hablas
como mi madre…
Llegamos
frente a la barra y pedimos unas copas: un whisky de malta para mí y un Bloody
Mary para Nathan. El DJ pinchaba un viejo tema de Trip Hop en la cabina situada
entre las tumbonas de plástico y el servicio de catering. Los gorrones de turno
estaban devorando los entremeses de woton con salmón, las brochetas de bambú, y
los Chutney de piña delineados sobre la mesa de madera de imitación. La canción
me resultaba familiar.
—¿De
quién es el tema?
Mi
colega vació la copa hasta la mitad.
—Massive
Attack —explicó—. Angel.
—Un
poco desfasado, ¿no te parece?
Nathan
esbozó una mueca burlona.
—La
música de hoy en día es basura —opinó—. Las industrias discográficas solo sacan
productos comerciales a la calle. Seleccionan a un imbécil elegido entre miles
de candidatos durante un casting. Lo visten a la moda, le dicen cómo debe
cantar, y le escriben las canciones. Después, tienen unos cuantos sencillos de
éxito gracias a una monstruosa campaña de promoción y se acabó. No se sabe nada
de ellos al cabo de un año.
Al
acabar la segunda ronda salimos al exterior. Una brisa helada corría entre las
palmeras y los jardines artificiales. Una treintena de hombres y mujeres
danzaban delante de la cabina del DJ como muñecos de resorte tirados por hilos
invisibles. Dentro, inclinado sobre los platos, un pavo ataviado con ropas
holgadas y un gorro con los colores de la bandera de Jamaica, animaba a los
capullos que flipaban con su bazofia. El tema en cuestión era Livin' On A Prayer de Bon Jovi.
Nathan
masculló:
—Como
se atreva a pinchar a Bob Marley te juro que le pego un tiro.
Ambos
detestábamos la música reggae con todas nuestras fuerzas: paz y amor,
legalización de la marihuana, política y religión; temas para fracasados
escritos por fumetas perdedores.
Flotar en una nube de euforia causada por hierba de mala calidad no era nuestro
estilo. El hedor, seco y áspero de la marihuana, flotaba por toda la piscina.
—¿Entramos?
—propuso mi colega—. Justine acaba de enviarme un Whatsapp. Está en el interior
del hotel.
Justo
en aquel momento, las primeras notas de No
Woman, No Cry de Vincent Ford, versionada por Bob Marley And The Wailers
llegaron a nuestros oídos. Un griterío alborozado y ensordecedor afloró de los
bailarines. Nathan temblaba a mi costado, furioso, con los ojos abiertos como
platos.
—No
lo puedo creer —susurré al borde de la desesperación—. Es imposible…
—No
perdamos el tiempo —insistió Nathan—. Larguémonos.
De
vuelta al ascensor, nos tropezamos con una pareja conocida, que caminaba cogida
de la mano. Justine había adelgazado y tenía un moreno que le quedaba bastante
bien. Llevaba unas Ray Ban polarizadas, camisa Dolce & Gabanna, falda
vaquera Emilio Pucci, sandalias Vogue y un bolso Emporio Armani. Se había
cortado el pelo y parecía completamente distinta.
—Hola,
Nathan —saludó—. ¿Qué tal estás?
Mi
colega fue directo al grano:
—¿Dónde
puedo encontrar a Bryan?
Como
de costumbre, Noel se mostraba tan incómodo como cada vez que se encontraba con
Nathan; tenía la impresión de que le consideraba una especie de competidor o
algo por el estilo. Éste vestía un polo Burberry, pantalón Paul Smith, y
zapatillas Prada Sport. No había abierto la boca y tampoco pensaba hacerlo. No
olvidaba que su mujer y mi amigo fueron amantes hacía tiempo. Justine, con sus
contactos e influencias, lo puso en la órbita de los richachones de Japón. Esta
no le quitaba los ojos de encima, llena de admiración por el buen aspecto
físico que presentaba. Para mis adentros, tuve la certeza de que continuaba
enamorada de Nathan.
—En
el Atom Tokyo Club sobre las doce de la noche. Tiene negocios que atender.
Mi
colega esbozó una enorme sonrisa.
—Gracias,
Justine.
—Ten
cuidado, Nathan.
Este
le dio un cálido beso en la mejilla.
—Nos
vemos, cielo. Gracias otra vez.
Ignoró
a Noel y se volvió hacia mí. Su rostro se había endurecido. En la suite, Nathan abrió la bolsa de viaje y
sacó dos pastillas: una cara manga aparecía dibujada en uno de los laterales. Abrí
el minibar y me serví un generoso Glenlivet con tres piedras de hielo.
—Nunca
entenderé porqué se casó con ese subnormal —rezongó—. El tiempo que estuvimos
juntos nos fue muy bien. ¡Te juro que tuve ganas de partirle la cara al muy
cretino!
No
me extrañaba; Noel era imbécil por naturaleza. Nathan me quitó la copa de las
manos y bebió un sorbo para bajar el MDMA. Ahora estaba preparado para lo que
tenía que hacer.
—¿Qué
hacemos? —pregunté mientras ingería una pastilla—. ¿Vamos a por Bryan
directamente?
—Faltan
unas horas para las doce. Demos otra vuelta hasta que nos suba el tema, ¿te
parece bien?
—Sí.
Treinta
minutos más tarde, estábamos en la zona vip del rascacielos, sentados alrededor
de una mesa de granito de Bando con patas de aluminio. En frente, un centenar
de personas de todos los sexos y nacionalidades del planeta bailaban al ritmo
de la música: una mala mezcolanza de Gagaku contemporáneo, Bossa Nova, Jungle,
Northern Soul y Big Beat. Los temas, sin orden ni concierto, saltaban de los colosales
altavoces Marshall y se deslizaban por la pista abarrotada, haciendo retumbar
las paredes. El MDMA había hecho efecto, me encontraba en un estado puramente
contemplativo, con los sentidos despiertos y amodorrados por la cresta
ascendente de la metilendioximetanfetamina. La mandanga, como de costumbre, era
una maravilla. Nathan podía presumir de ser el mejor camello de Tokio y con
diferencia.
—¿Dónde
pillaste el material? —pregunté.
—Me
lo pasó mi contacto de Nueva York. ¿Te gusta?
—Le
doy un diez.
Luces
estroboscópicas y haces de niebla artificial cubrieron la pista de baile. El
frenesí colectivo se acrecentó, según las drogas, el alcohol y la intensidad de
la atmósfera sobrecargada aumentaba por momentos. Tuve la impresión de que me
encontraba ante hileras de estatuas de hielo, ralentizadas y congeladas en
movimientos programados, siluetas de origami que buscaban con desesperación un
atisbo de olvido entre la neurosis multitudinaria. Inhalé una bocanada de aire
y me miré las palmas de las manos: cada línea impresa sobre la carne me
resultaba tan ancha como una autopista transcontinental. Nathan comprobó su
Rolex y se puso en pie.
—Hora
de marcharnos —dijo—. Será un trabajo fácil.
Asentí.
—De
acuerdo.
CUARTA PARTE
Las palabras de
Nathan regresaron a su memoria cuando salieron del brillante BMW negro
metalizado con todos los accesorios correspondientes: llantas de aleación
ligera, volante deportivo multifunción, motor diesel, sistema de navegación
Steptronic, cambio automático de seis velocidades, manecillas del color de la
carrocería, ochocientos caballos, equipo de música Toshiba. Una hermosa obra
maestra de la tecnología alemana, regalo de un turbio magnate nipón que le
debía ciertos favores. Como de costumbre, Nathan guardó silencio al respecto;
su discreción significaba que no se molestara en hacerle preguntas. Ambos
sabían que en aquellos tiempos agitados, la ignorancia era una virtud que
escaseaba.
El portero les
permitió pasar al interior de la discoteca. Se ahorraron la cola interminable
que llenaba la calle y dejaron atrás el conglomerado de luces de la ciudad. Tokio
parecía un panel de abejas: 23 barrios, 8.340.000 habitantes, 14.000 personas
por kilómetro cuadrado, 1.894 horas de sol anuales, producto interior bruto de
1.315 billones de yens. Sin percibirlo, cifras técnicas invadieron la cabeza de
Jack. Llevaba demasiado tiempo en Shinjuku, evaluando a competidores de bolsa
en despachos insonorizados, mientras el sol se hundía en el Océano Pacífico.
Nathan avanzaba
entre la multitud, balanceando los hombros con arrogancia, como una imagen de
cómic de Jiro Tanigu-chi. Jamás
pertenecería a los niños ricos que atestaban el local; su nihilismo no le
permitía abrazar las consignas de lo políticamente correcto. Su vestimenta obligó
a sonreír a Jack: chaqueta de cuero roja, camiseta Nike, gastados Levi’s
negros, botas militares de caña alta con remaches de acero y omnipresentes gafas
de sol Imatra talla XXL oscuras. Jack entornó los ojos, las luces estroboscópicas
herían sus retinas. Se encontraba rodeado de riqueza: Calvin Klein, Gucci,
Versace, Hugo Boss, Dolce & Gabbana, Ralph Laurent, Prada y Tommy Hilfiger.
Ensordecido por los altavoces Sony colocados en los cuatro puntos cardinales,
Nathan ignoró los carteles de prohibido fumar y prendió un Marlboro Light con
un Zippo de oro. El DJ pinchaba viejos discos de Big Beat en la cabina, el
volumen del tema era insoportable, probablemente una canción de los Chemical Brothers,
Prodigy, Fatboy Slim, Propellerheads, Apollo 440 u Orbital.
Un arma hubiera
aportado seguridad a Jack. Una Beretta 9.000 sería perfecta: calibre de 9 mm,
doble acción, 168 mm de largo, cañón de 88 mm, seguro ambidiestro, armazón de
polímero, 780 gramos de peso. Procuró pegarse a Nathan y lo siguió a través de
la pista de baile, fascinado por los efectos que bañaban a los clientes:
filtros de colores, luces de policía, destellos de niebla artificial. Con las
manos en los bolsillos de la americana, contempló a los maniquís que oscilaban alrededor de su figura con movimientos
ralentizados, irreales. Parecían cuadros de Edward Hooper en el siglo XXI: muestras
de la sofisticación que absorbía el presente y borraba los recuerdos del
milenio anterior. Nathan se detuvo y señaló el escenario: una mueca burlona le iluminó
el rostro bronceado por los UVA de la MegaSun 4000 Super. Distraído, miró a las
gogós que descendían desde el techo, deslizándose boca abajo por los tubos
metálicos, uniformadas con botas de piel de serpiente, escasa ropa interior y
máscaras de jugadores de hockey sobre hielo. Frenéticas, las mujeres danzaban
en torno a las barras, ofrecían sus encantos al público con los cuerpos
sudorosos bañados de aceite solar.
Nathan continuó
adelante sin molestarse en esperarle; tenían trabajo que hacer.
Inconscientemente, Jack envidió el físico que había conseguido durante los
últimos meses. Las horas de gimnasio resultaban efectivas, sus abdominales,
bíceps, tríceps, piernas, antebrazos, hombros y pectorales estaban esculpidos
en mármol, endurecidos por horas de ejercicios sin necesidad de esteroides.
Torcieron a la derecha y bajaron una rampa bordeada por parejas, los cócteles
de diseño eran de ciencia ficción: Alexander, Dry Martini, Bloody Mary, Havana
Planters, Upper-Cut, Long Island. Las bebidas no le impresionaron, solo le gustaba
el whisky de malta; ciertas costumbres eran difíciles de romper. El consumismo
exacerbado de la multitud lo asqueó. Suerte que Nathan le había abierto los ojos
al respecto, estaba por encima de aquellos esnobs. Su colega detuvo a un
portero, le susurró unas palabras en la oreja, y le pasó unos billetes sin
llamar la atención. El gigante asintió, estaba a punto de reventar el esmoquin,
sus abultados músculos apretaban la tela. Demasiados wisterols, en breve no
podría ni tener una erección. Terreno libre: su objetivo les esperaba; no podían
perder el tiempo. La lista Saturn de suplementos alimenticios que tomaba Nathan
volvió a su mente: Amino Acid, C-1000 Complex, Join Aid, Mineral-Active y
Tribex; estaba seguro que el gorila consumía los mismos nutricionales.
Al abandonar el
piso superior, descendieron unas escaleras en espiral y se dirigieron a los
lavabos. Nathan se hizo a un lado con fingida amabilidad, permitió pasar a un
japonés borracho y le birló la cartera del bolsillo trasero de los pantalones.
Incómodo, visualizó su traje Ralph Laurent de lana color gris, corte francés,
talla cuarenta, de solapas estrechas, idéntico al suyo, con cierto desdén.
Nathan rio, sardónico, al adivinar sus pensamientos. Sacó un fajo de yens de la
Salvatore Ferragamo y la arrojó al suelo.
—Te han copiado
el modelo, hermano.
Faltaba poco
para llegar. La adrenalina acrecentó su sistema nervioso simpático, disparó las
reservas de glucógeno hepático, aumentó la presión arterial y le bombeó el
corazón a mil por hora. Tenía la boca seca, pupilas dilatadas, manos sudorosas
y ritmo cardíaco en cien pulsaciones por minuto. Nathan parecía tranquilo. Sus
palabras aún latían en su subconsciente; un mantra que no le aportaba la seguridad
que necesitaba.
«Será un trabajo
fácil»…
Se despreocupó y
aceptó el momento actual. La venganza es un néctar que se servía frío. La
ecuación era sencilla: comprar material de primera calidad, cortar la mercancía,
venderla a terceros que quieren drogarse y cobrar por sus servicios, veinte por
ciento de interés incluido. En aquel momento descubrió que la zona vip era
cliente de su amigo. En caso contrario, lo hubieran echado a la calle por no
llevar un maldito traje de marca. A veces las influencias son beneficiosas.
Nathan era el camello del momento en Tokio: anfetaminas, cocaína apenas
cortada, MDMA con dibujos manga en una de las caras, heroína cubana de las
montañas de Nipe-Sagua-Baracoa, morfina industrial, opio chino, setas alucinógenas,
benzodiacepinas, LSD y cannabis jamaicano, eran su especialidad. La clientela
que les compraba era nutrida, variada, y forrada de pasta, que ingería drogas para
escapar del tedio que invadía sus existencias.
And you open the door and you step inside
We're inside our hearts
Now imagine your pain as a white ball of healing light
That’s right
Your pain, the pain of self is a white ball of healing light
Nathan
desenfundó la navaja Jester: 112 mm de longitud, 15’7 gramos, hoja de acero
AUS-6 y mango negro de fibra de vidrio reforzado con nylon. El acero absorbió
la luz de su entorno y anticipó una promesa de muerte. Entraron de golpe en los
servicios y asustaron a su objetivo. Bryan se encontraba inhalando una línea de
cocaína. Nathan le golpeó la cabeza, el tubo de platino se le hundió en la
nariz, haciendo que lanzara un espantoso aullido de dolor. Jack cerró la puerta
para evitar interrupciones. Tenía que ser una operación limpia; daría ejemplo
aquellos que no quisieran pagar.
—¡Nathan!
—berreó el negro—. ¡No me hagas daño!
Sus ojos estaban
llenos de lágrimas. El Armani color beige de tres botones empapado de sangre.
No podía escapar de su destino: los 30.000 mil yens que les debía, junto a la
escoria que había enviado a por su colega aquella misma mañana, significaban su
certificado de muerte.
—¡Tengo tu guita!
—gritó—. ¡Te pagaré!
Nathan ignoró
sus palabras.
—Demasiado
tarde, Bryan.
Rápidamente, lo
arrinconó contra la pared, con la Jester levantada. Una estela carmesí manchó
el espejo. Su rostro quedó dividido en dos: la hoja afilada creó una segunda
sonrisa y mostró los dientes perfectos. Bryan levantó las manos y bramó como un
cerdo. Nathan lo derribó, la patada lo hizo vomitar; sus entrañas ensuciaron
las baldosas impolutas.
—¡Nathan!
—suplicó a duras penas—. ¡Por el amor de Dios!
Nathan se
inclinó sobre el negro y le clavó una rodilla en el esternón, inmovilizándolo.
La navaja se hundió en su ojo izquierdo; el globo ocular seccionado saltó de la
órbita y supuró un desagradable líquido carmesí. El segundo tajo le abrió las
fosas nasales. Jack Tuvo que apartar la mirada; la mezcla de nieve, mucosa
nasal y sangre le revolvió el estómago. Bryan chilló, un círculo de orina cubrió
su entrepierna, demandando un auxilio que nunca recibiría. Bajo los efectos del
éxtasis, la violencia del acto le resultó excitante, mientras Nathan
desfiguraba a su víctima, convirtiendo su rostro en picadillo.
«Será un trabajo
fácil»…
Segundos
después, todo terminó; las deudas estaban saldadas. El negro fue incapaz de
resistir el terrible castigo y se desvaneció en la inconsciencia. Satisfecho,
Nathan encendió un pitillo y comprobó su ropa, que milagrosamente estaba
intacta; la carnicería ni siquiera lo había rozado.
—¿Lo has
grabado?
—Claro.
De manera
automática, guardó el Nokia 9 PureView con procesador Snapdragon 845, 128GB de
almacenamiento y cinco cámaras traseras de 12 megapíxeles, con manos temblorosas.
El dantesco espectáculo, al ser colgado en Internet, llegaría a recibir la
respetable cifra de dos millones de visitas en menos de 24 horas. Aunque era
una opción arriesgada airear los trapos sucios, daría de que hablar a la
competencia y, lo más importante, disuadiría a posibles gorrones.
Bryan se desangraba,
su rostro era una masa desecha; la cirugía no podría reconstruir los daños
irreparables ocasionados por los navajazos. Frankenstein, en comparación, sería
el supermodelo masculino del año. Su colega escupió sobre el cuerpo inerte.
—Hasta nunca,
Narciso —masculló burlonamente.
Hora de
desaparecer del mapa; la bofia podía aparecer cuando menos lo esperaran.
Estaban en paz; aquel desgraciado no volvería a joder a nadie.