«Después de toda la tristeza contenida en
estas páginas, quizás sea ahora cuando viene la parte más triste para mí.
Cartografiar el colapso triste y silencioso de un grupo que tanto significó
para mí representa, en cierto modo, un destino más cruel que si hubiéramos
estallado en una profusión de escándalos y conflictos».
Brett Anderson
Después de
incontables horas de ensayo y afilar sus canciones en locales de mala muerte
frente a públicos indiferentes, gracias a la histeria mediática fomentada por
la prensa, Suede obtuvieron el triunfo que anhelaban. El lanzamiento de The
Drowners propició que fueran encumbrados en una mezcla de adoración y
hostilidad. Por una parte alabaron su música —ambigua, romántica, subversiva y
decadente— que reflejaba las miserias de los jóvenes británicos de principios
de los noventa y por otra, como llegaron a la cima de forma instantánea, los
consideraron un producto prefabricado, sin garra ni alma, cuyas horas estaban
contadas. A pesar de sus orígenes humildes, al igual que sus composiciones,
fueron tachados de artificiales, frívolos y cosmopolitas.
La banda surgió
en plena resaca Madchester —Happy Mondays, Stone Roses, The Charlatans— y el
efímero auge del shoegazing —My Bloody Valentine, Ride, Slowdive—. Evidentemente, su propuesta no encajaba en ninguna parte. El grupo se aferró a
aquella oportunidad como a un clavo ardiendo sin pensar en las consecuencias.
Desesperado por abandonar la falta de reconocimiento, pobreza y precariedad
laboral, Brett Anderson reconoce sin tapujos que hubiera hecho lo imposible
para mantenerse en la cresta de la ola. Su exagerado perfil inicial los
convirtió en un grupo “sobrevalorado”, etiqueta que los ha acompañado a lo
largo de su andadura discográfica.
Anderson
reflexiona constantemente sobre su papel público, cómo la fama influyó en su
vida privada y moldeó su personalidad. Se muestra crítico con su trabajo, tanto
en las declaraciones controvertidas del pasado como con los errores
discográficos. Suede siempre alternaron entre la grandeza y la vulgaridad.
Muchas de sus caras b —My Insatiable One, My Dark Star, Killing of a Flashboy, Europe Is Our Playground, Let’s Go, Cheap—, superan el
contenido de los mismos álbumes. El cantante no se avergüenza de la temática de
sus letras —excesos, nocturnidad, sexo crudo, relaciones destrozadas, caos
urbano— que con el paso del tiempo, junto a la decadencia de la formación, se
convertirían en un cliché que rozaba la autoparodia. Su corpus creativo fue
perdiendo fuerza: discos mal enfocados, con temas débiles, que echaron por
tierra el trabajo que tanto les costó conseguir.
Suede (Nude, 1993) se convirtió en el
disco más vendido de todos los tiempos en Inglaterra y ganó el prestigioso Mercury Prize. Tal como ha sucedido en
infinidad de ocasiones en la historia de la música, ninguno de sus miembros se
encontraba preparado para afrontar un éxito tan descomunal. Mientras realizaban
una agotadora gira por Estados Unidos, comenzaron los problemas. A raíz del
fallecimiento de su padre, el guitarrista y motor musical, Bernard Butler, se
encontraba exhausto y deprimido. Harto de los rigores del estrellato, comenzó
a distanciarse de la banda: viajaba en el autobús de otros grupos, grababa sus
partes musicales cuando sus compañeros no se encontraban en el estudio y
pretendió que despidieran al productor Ed Buller (White Lies, Pulp, Lush) para
encargarse de la creación de Dog Man Star
(Nude, 1994), la sombría obra maestra de Suede. Todo avanzaba demasiado
rápido: ninguno tuvo la madurez suficiente para intentar solucionar sus
problemas. Por consiguiente, las heridas empeoraron hasta un límite
insoportable.
El Britpop
convulsionaba a la sociedad británica pero Suede, fieles a su estilo de nadar a
contracorriente, al considerar aquel movimiento tan nacionalista como
espantoso, no dudaron en desmarcarse del mismo. Anderson se perdió en un
universo de química, obsesión, fragilidad y ego desmesurado. Pasó por alto la amistad que mantenía con el guitarrista, la unidad de antaño desapareció y la visión musical de ambos cesó de
complementarse. Todos se encontraban paranoicos, tristes y amargados; temían
que aquel fuera el final del camino. Gracias a ello, el disco cobró la
atmósfera deprimente que lo caracteriza.
Finalmente, la expulsión de Butler fue inevitable. La crítica volvió a
abalanzarse sobre ellos para despedazarlos a conciencia.
La arriesgada
inclusión del nuevo guitarrista Richard Oakes —tenía diecisiete años en aquella
época— fue recibida con desdén, por no decir inquina, por parte de los medios y
seguidores. Contra viento y marea, la banda continuó adelante. Todos habían
llegado a la conclusión que Butler era un engranaje irremplazable y que estaban
acabados. Aunque muchas de las mejores canciones de Suede se encuentran en este
elepé — The Wild Ones, Still Life, The Two of Us, The Asphalt World—,
no despachó tantas unidades como su debut. Oakes, a pesar de su juventud, la
presión de los tabloides y las comparaciones con Bernard Butler, consiguió
salir airoso de la tormenta gracias a sus propios méritos musicales.
Luego de las
sesiones asfixiantes y conflictivas de Dog
Man Star —que para consternación de Anderson continúa siendo el
álbum mejor valorado de Suede—, Coming Up (Nude, 1996) supuso un revulsivo:
directo, enérgico y urgente, en el que todos los temas tendrían potencial de
single. La incorporación de Neil Codling como teclista aportó savia fresca al
grupo. Aunque siempre fue infravalorado por considerarlo mero “relleno”, su
influencia ha moldeado el sonido de la banda hasta la actualidad. Las áridas
orquestaciones de The Blue Hour
(Warner Bros, 2018) lo demuestran de sobra.
Trash, Beautiful Ones, Saturday Night y Filmsta se convirtieron en himnos
radiofónicos. El grupo volvió a la cúspide de la popularidad en plena vorágine
Britpop, compitiendo contra Oasis, Blur y Pulp en las listas de ventas, y
lograron el reconocimiento que merecían por derecho. La nueva formación, en un
dulce momento de gloria, logró renacer de la sobreexposición que estuvo a punto
de aniquilarlos.
Mientras tanto
en Westbourne Park, lo que en un principio fue el disoluto estilo de vida de
estrella de rock que alimentaba su creatividad, entre fiestas interminables,
alcohol, ceniceros llenos, bolsas de basura, traficantes, groupies, colgados e
ingentes cantidades de crack, la adicción quebró a Anderson y causaría fuertes
repercusiones en el futuro de la banda. El impulso creativo, la ambición, el
deseo de triunfar que lo impulsó al principio, fue reemplazado por el exceso de
confianza, la soberbia y la carencia de perspectiva.
En un afán de
modernizar su sonido para mantenerse vigentes en la industria, Suede perdió la
esencia primaria basada en el rock de los setenta que los caracterizaba. Ante
la profusión electrónica, Oakes se sintió desplazado como guitarrista.
Irónicamente, Head Music (Nude, 1999)
supuso un triunfo clamoroso. Por primera vez contaban con el apoyo de la
crítica pero entregaron un trabajo que si bien contaba con buenas composiciones
como Can’t Get Enough, la popular She’s in Fashion o He’s Gone, pecaba de
pereza e intrascendencia. Un elepé comercial que los alejó de la excelencia
para caer de lleno en la superficialidad, tal como tantas veces fueron
acusados.
A New Morning (Epic, 2002) supuso el
canto del cisne, abandonar la función ante la indiferencia del público.
Confundidos, después de la salida de Codling debido al síndrome de fatiga
crónica, por primera vez en su carrera, la banda se encontraba perdida, sin la
pasión de los caracterizaba. Pese a que Anderson se encontraba sobrio,
continuaba debilitado por la antigua dependencia a los narcóticos y no fue
capaz de ofrecer lo mejor de sí mismo. Las sesiones se prolongaron durante dos
años, diversos estudios y productores, intentando salvar un repertorio en el
que reinaba la incertidumbre y la apatía. El fichaje de Alex Lee (Strangelove)
en los teclados no llegó a cuajar y el intento de reinventarse con un disco
acústico, íntimo y acogedor, tampoco estuvo a la altura. A New Morning fue tan costoso que se vieron obligados a regresar a
la carretera para recuperar los gastos de grabación. Desde entonces, el
vocalista no ha cesado de afirmar que fue un error que saliera a la venta.
El final del
libro, al terminar en el punto más bajo de la formación, posee un sabor amargo.
De hecho, queda abierto para que Anderson escriba una hipotética tercera parte de sus memorias en las que narre el reencuentro con Bernard Butler en el proyecto The Tears, su
carrera en solitario, paternidad y, evidentemente, el regreso triunfal de Suede
que, en pleno siglo XXI, continúan editando trabajos tan excelsos como su obra
de principios de los noventa —Nights Toughts (Warner Bros, 2016) y The Blue Hour— en los que persiguen la
estela del barroco y atormentado Dog Man Star.