« La figura había surgido de una región sin luz donde todo lo que nos han enseñado, todos los sentimientos convencionales, no sirven. No hay luz a la que verlos. Es de esta puerta oscura de la que surge el antihéroe...»
William S. Burroughs
Aparqué el Mustang a tres manzanas de mi objetivo. La tenue
irradiación de las farolas incidía sobre las viviendas delineadas a ambos lados
de la calle. Fríamente, ignorando el malestar que me retorcía las entrañas,
recorrí la acera cubierta de nieve. Llevaba siglos sin trabajar en Chinatown.
Por norma, los tenderos de la zona no solían causar problemas; los asiáticos
detestaban relacionarse con aquellos ajenos a su círculo. De ser pobres
inmigrantes, sin futuro ni esperanzas, durante los últimos años habían conseguido
que el barrio creciera de tal forma que amenazaba con absorber Little Italy y
parte del Lower East Side. Como era de esperar, a los spaghettis no les hacía la menor gracia que los orientales hubieran
ganado tanto poder. Según lo que tenía entendido, la semana pasada, los hombres
de Luigi Sturfo realizaron un tiroteo en Mott Street para poner las cosas en su
sitio. La pasma, fiel a su costumbre, se lavó las manos sin remordimientos. A
nadie le apetecía estar metido en medio de una guerra de bandas.
Con lentitud pasé de largo escaparates cerrados, carteles
colgados de las fachadas y vehículos cubiertos de hielo. Comprobé la hora: eran
las doce y media de la noche. Tal como había previsto, la calle estaba vacía;
no deseaba testigos de ninguna clase. A mi espalda, el motor de una furgoneta
me hizo ocultarme en un rincón sumido en la penumbra. Arrugué la nariz: un
mendigo roncaba tirado de cualquier manera entre periódicos y bolsas de basura.
Un hedor desagradable emanaba de las mantas que lo cubrían: sudor rancio,
mierda y vino barato. Estuve tentado en desenfundar la Smith & Wesson y
pegarle un tiro en la nuca. Aquel perdedor estaría a salvo mientras no abriera
los ojos. Cuando el vehículo desapareció, dejé al pordiosero atrás y reanudé mi
camino. El viento gélido estremeció las copas de los árboles. Aterido, subí el
cuello de la gabardina para entrar en calor. No me encontraba en mi mejor
momento; las náuseas me impedían concentrarme. Rabioso, sacudí la cabeza. La
sangre fría que me caracterizaba era un recuerdo indefinido; calambres
angustiosos me recorrían los músculos. Me detuve durante unos segundos e
inspiré una profunda bocanada de aire, haciendo lo imposible por recuperar el
control. A pesar de las bajas temperaturas, sudaba. Enfrente, encima de una
escalera de incendios situada en un cuarto piso, alguien encendió una luz. Una
figura cruzó por delante de la ventana y se dirigió al otro extremo de la
vivienda. Paciente, esperé a que todo volviera a la normalidad. Pensé en
encender un cigarrillo, pero me contuve: el olor del tabaco podía delatarme
ante mis futuras víctimas. En pocos minutos, el edificio volvió a quedar en
sombras. El coche patrulla del distrito pasaba dentro de una hora: terreno
despejado.
Aquella tarde había recibido una llamada desde el Club
Paradise para encargarme el trabajo. Tommy era un tipo peligroso —facciones
cadavéricas, parco en palabras, medio chino, medio puertorriqueño— que solía
asumir las faenas de Jerry Graham cuando este se encontraba liado. Fue corredor
de apuestas, estuvo en la trena y luchó en Vietnam en la 101 División
Aerotransportada. Cuando lo licenciaron, se convirtió en el brazo derecho del
segundo al mando. La organización de Smith era pequeña pero efectiva: cuantos
menos hombres estuvieran al corriente de sus asuntos, menos probabilidades
tendría de que lo vendiesen a la poli.
—El Irlandés
quiere que te encargues de unos chinos, Stark —dijo cuando descolgué el
teléfono.
No pude evitar hacer la pregunta de rigor: desconfiaba de
aquel hijo de perra.
—¿Por qué no me ha llamado Jerry?
—Jerry está en el hospital —explicó de mala gana—. A su
hermano le han pegado una puñalada en las costillas.
Frank, como contable, se encargaba de las cuentas del
Paradise. Gracias al casino —crupiers legales, mesas de juego limpias de
trampas, máquinas tragaperras sin amañar—, Smith blanqueaba el dinero negro
obtenido por otras fuentes de dudosa procedencia. Al Capone, con su desastrosa
política de fraudes fiscales, enseñó al hampa neoyorkino que Hacienda no se
chupaba el dedo. El hermano de Jerry era un tipo tranquilo, cordial, genio de
las matemáticas y demócrata hasta la médula. ¿Cómo demonios se había metido en
un follón?
—No jodas —gruñí—. ¿Quién ha sido?
—¿Conoces a Billy el Sapo?
El Sapo era un
fullero de mierda que operaba por los bajos fondos de Manhattan.
Milagrosamente, a pesar de toda la peña a la que había jodido, nadie se había
molestado en borrarlo del mapa. El mundo estaba lleno de almas generosas y
humanitarias, como podía comprobar.
—Sí.
—El miércoles tuvo una mala racha en las mesas. El capullo
montó un escándalo alegando que lo habían estafado. Jerry envió a los tipos de
seguridad para que lo pusieran de patitas en la calle. La mala suerte quiso que
Frank tropezara con el andoba en el parking.
El Sapo, al reconocerlo, sacó el
bardeo y lo pinchó. Por lo visto, todo fue tan rápido que nadie tuvo tiempo de
hacer nada.
El Sapo había
cometido el mayor error de su puerca vida. Conociéndolo, Jerry se tomaría
aquello como algo personal. Los hombres del Boss
peinarían la ciudad de cabo a rabo hasta encontrarlo. Como mínimo, le esperaba
una buena paliza con barras de hierro y después, cuando lo hubieran ablandado
lo suficiente, seis tiros en la barriga de propina. Un trabajo bien hecho al
estilo de la Mafia.
Tommy regresó al tema original:
—Tengo cosas que hacer, Alemán.
¿Aceptas el curro o no?
Me centré en los negocios.
—¿Cuánto vas a pagarme?
—Trescientos dólares.
Aquello sonaba como el culo: no llegaba a mi tarifa
habitual.
—Quinientos —acoté—. ¿No has hecho los deberes o qué?
—Es lo que me ha dicho Jerry —soltó—. O lo tomas o lo
dejas.
Estaba seguro de que quería hacerme la pirula para sacar
tajada. Sería algo muy propio de aquel mestizo. No iba a colar ni de coña.
—Que se ocupe Brown, entonces —repliqué secamente,
dispuesto a colgar el teléfono—. Adiós.
Brown estaba pasando una mala racha: demasiada farlopa,
priva, busconas y noches de juerga habían hecho que el Irlandés empezara a plantearse sacarlo de su nómina. Hasta había
bajado el precio, joder.
—¡Espera, coño! —exclamó—. Jerry ha insistido en que lo
hagas tú.
Puto inútil de mierda. Había llegado el momento de
finalizar la conversación.
—Quinientos pavos —gruñí—. Te espero a las diez en el
italiano de la esquina oeste de la 88.
A Tommy no le hizo la menor gracia que lo tratara como si
fuera el chico de los recados. Sin embargo, apareció a la hora que le había
dicho. Música jazz en el jukebox, un
camarero limpiaba la barra y el dueño cerraba la caja; nadie nos prestaba
atención. Ni siquiera se tomó la molestia de sentarse: puso cinco billetes de
cien encima de la mesa y me dio la dirección de la lavandería.
—¿Qué es lo que han hecho? —pregunté con una sonrisa
burlona en los labios. A pesar de lo jodido que estaba, no pude evitar mostrarme
sarcástico. Tommy iba vestido como un matón de tres al cuarto: gabardina
oscura, traje color pastel, zapatos de cocodrilo, sombrero de ala ancha.
Llevaba un palillo en la boca, gruesos anillos de plata y una cadena de oro con
una sencilla cruz en el cuello. Fijo que la Asociación de Jóvenes Cristianos lo
aceptaría como miembro al instante. Con aquella pinta de chulo de barrio, la
bofia podría pillarlo con facilidad en cualquier rueda de reconocimiento.
Este se mostró petulante:
—¿Acaso importa?
—No te pases de listo, colega —dije—, o los basureros
mañana tendrán trabajo extra.
Tommy conocía mi fama como cazador de cabezas mejor que
nadie; no sería la primera vez que le partía los brazos a un gilipollas con un
bate de aluminio. Palideció, turbado por la amenaza palpable que destilaban mis
palabras. Aquel imbécil estaba demasiado embebido de su propia posición dentro
de la banda del Boss para actuar con
profesionalidad. Le vendría bien que le bajaran los humos.
—Se han negado a pagar su cuota mensual de “protección”—explicó bajando la voz—. El Irlandés no quiere que cunda el ejemplo entre los demás tenderos de
la zona. Sería malo para el negocio, ¿entiendes?
Aquello me sorprendió. Smith solo derramaba sangre si no le
quedaba más remedio. Existían formas más simples (y dolorosas) de hacer entrar
en razón a los orientales. Estaba seguro de que, después de barajar todas las
opciones posibles, se había visto obligado a recurrir a mis servicios. Puede
que pertenecieran a alguna pandilla como los Ghost Shadows; a la gente dura de mollera es difícil convencerla de
que actúe correctamente solo con palabras. La cortesía no funcionaba en ciertos
ambientes.
—Comprendido. —Lo miré a los ojos—. ¿Cuántos tipos habrá
dentro?
—Ni idea —confesó—. Los domingos organizan una timba de
cartas. Puede que tengas que apiolar a algunos amarillos de más.
Me encogí de hombros: en mi oficio siempre había que estar
listo para lo inesperado.
—De acuerdo.
Molesto, Tommy desapareció por donde había venido. Tendría
que andarme con ojo si no quería acabar con una puñalada en los riñones. Aquel
mestizo era famoso por utilizar el arma blanca y el alambre estrangulador,
detalle que, junto al revólver que llevaba oculto en la pantorrilla, había que
tener presente en todo momento. De todas maneras, a pesar de haberlo humillado,
dudaba que tuviera suficientes agallas para vengarse de mí. Yo era uno de los
mejores sicarios del Irlandés; su
jefe le arrancaría la piel a tiras si se atrevía a tocarme un pelo.
Toda la vieja guardia del crimen organizado de Nueva York
había pasado a la historia: Giuseppe Battista Balsamo, Frank Scalice, Lucky
Luciano, Meyer Lansky, Albert Anastasia y Buggy Siegel. El Boss era uno de los pocos capos de la Mafia que había logrado
sobrevivir a la quema. Este era un líder nato, metódico e inteligente, capaz de
ganarse la amistad y la confianza de sus hombres. En un principio, durante la
Gran Depresión de los años treinta, había prosperado gracias al contrabando de
alcohol, apuestas ilegales, atracos a mano armada, trata de blancas,
infracciones sindicales, tráfico de armas, sobornos pugilísticos y fraudes
fiscales. Aparte de ello, contaba con negocios limpios como casinos, casas de
apuestas, sindicatos laborales, negocios de importación y exportación, hipódromos,
recogida de basura, compañías inmobiliarias y empresas constructoras. A
diferencia de sus coetáneos, el Irlandés
supo ampliar sus horizontes comerciales después del cese de la Ley Seca; no se
limitó a vivir de la venta de estupefacientes como tantos otros. Por suerte,
nunca había llegado a la altura de otros jefes del hampa. Prefería pequeños
bocados que atragantarse con pasteles grandes, tal como le pasaba a la
competencia, que se perdía por ser demasiado avariciosa. Smith había
participado en las guerras de bandas de Frank Costello y Vito Genovese a
mediados de los cuarenta, poniéndose siempre del lado del más fuerte, cambiando
de bando según su conveniencia. Corría el rumor de que contaba con poderosos
contactos en las altas esferas: funcionarios estatales, políticos y jefes de
policía. Puede que por ello nunca hubiera sido procesado por la pasma; sus
actividades delictivas siempre quedaban lejos de las portadas de la prensa.
Trabajaba para el Boss por un simple
motivo: de haberlo hecho por mi cuenta, no hubiera durado en la calle ni un
mes. Los bajos fondos eran un mundo implacable, lleno de individuos dispuestos
a apretar el gatillo ante la menor oportunidad. Necesitabas un protector, te
gustara o no, para continuar con la cabeza sobre los hombros. Contaba con unos
ingresos estables y un jefe que daría la cara por mí en los tribunales en el
caso de que me trincaran. El Irlandés pagaba
al contado y siempre cumplía sus promesas; no todos los capos de la Mafia
actuaban de aquel modo. Aunque no perteneciera a ninguna de las Cinco Familias,
era tan poderoso como cualquiera de ellas.
Un espasmo me retorció las entrañas, arrebatándome el
aliento. Con la boca seca, tuve que apoyarme en la pared para no caer de bruces
al suelo. Después de una larga semana sin pincharme, el síndrome de abstinencia
era terrible. Lamentablemente, había agotado el Valium que estaba ingiriendo
para controlar mis maltratados nervios. La heroína que me convertía en una
barra de acero había desaparecido de mi torrente sanguíneo. Volvía a ser un
tipo normal, con dudas y flaquezas, cosa que no me gustaba en absoluto. Ignoré
las punzadas que me retorcían las tripas y limpié la transpiración que me
descendía por la frente. ¿Por qué deseaba desengancharme? Por mucho que me lo
planteara, no conseguía una respuesta. Puede que estuviera cansado de depender
de la maldita droga que había hecho de mi existencia un infierno. Tiritando,
apreté los puños hasta que me punzaron los dedos. El malestar aumentaba por
segundos: tenía que actuar lo antes posible o dentro de unos minutos el mono me impediría ponerme en
movimiento. Con las mandíbulas chirriando, avancé hacia la lavandería. El
tiempo estaba suspendido en un instante tan interminable como perturbador. Todo
parecía gris, nebuloso, desenfocado, amenazante. La carencia de caballo convertía mi cuerpo en una
madeja de huesos quebradizos, de carne hambrienta por el contacto de la aguja,
de células ávidas de sensaciones. Escupí al suelo, intentando librarme del
sabor metálico adherido a mis papilas gustativas. Por mucho que quisiera, el
azufre que me quemaba las entrañas no desaparecería fácilmente. Partir a Harlem
para pillar una papelina a mi camello se había convertido en una obsesión
inquebrantable. Durante los últimos días, mientras las horas muertas transcurrían
en una espiral angustiosa, luché como un demonio para no ponerla en práctica.
Odiaba pasar por el síndrome de abstinencia; antes preferiría que me arrancaran
los dientes con unos alicates. La ventanilla de un Buick me devolvió mi
reflejo: cabello rubio cortado a cepillo, barba de una semana, ojos enrojecidos
por la falta de sueño, pómulos marcados, boca convertida en una línea cortante.
Poco me faltó para vomitar; tenía la misma pinta que los yonquis que paraban
por el Bronx. ¿Dónde estaba mi carácter? Siempre me había considerado un tipo
duro, con los pies en la tierra, sin miedo a nada. Ahora, en cambio, me había
transformado en una piltrafa que hubiera vendido a su madre por una dosis. La
droga crea una dependencia espantosa. Físicamente, sin ella, ni siquiera serías
capaz de levantarte de la cama. A nivel emocional, cuando careces de su
presencia, los sentimientos estrangulados por la adicción emergen a la luz,
transformándote en una escoria con apariencia humana. Todo queda condicionado
por el número de chutes que te metes entre pecho y espalda a diario. Aquella
era la realidad, ni más ni menos. Cuando leía los panfletos antidroga que
distribuían los de la Oficina de Narcóticos me daban ganas de descojonarme: los
capullos que los habían escrito no sabían una mierda sobre el tema.
Aparté mis sombrías elucubraciones y me dispuse a entrar en
acción cuanto antes. Al llegar a la puerta de la lavandería, eché un vistazo a
través del cristal que conectaba con la avenida. Vislumbré una caja registradora
sobre el mostrador a oscuras, anaqueles llenos de ropa y una planchadora de
gran tamaño. Al fondo de la estancia, a través de una cortina, descubrí una
luz. Agucé los oídos: el local estaba en silencio. Las manos me temblaban por
el mono pero, con un gran esfuerzo de
voluntad, pude reprimir las sacudidas. Eché una mirada a ambos lados de la
calle: todo continuaba en orden. Rápidamente, saqué un estuche del bolsillo de
la trinchera y elegí una ganzúa con forma de arpón para forzar la cerradura. En
menos de un minuto, tenía el camino libre. Con el dedo en el gatillo del arma,
cerré la puerta detrás de mi espalda. Tal como esperaba, no se habían molestado
en instalar una alarma. Aquel barrio era una zona poco problemática: nadie
trapicheaba por los alrededores, las furcias hacían la calle a unas treinta
manzanas de distancia, apenas quedaban salones de opio y los night-clubs brillaban por su ausencia. A diferencia del Bronx, Harlem o Brownsville, Chinatown era un edén de paz.
Aunque no me gustara admitirlo, tenía que reconocer que los amarillos se lo
habían montado de puta madre.
A pesar del síndrome de
abstinencia, sin ser consciente de ello, el viejo Möhler Stark tomó las riendas
de la situación. Estaba en mi elemento: había nacido para quitar vidas.
Impasible, coloqué el silenciador en el cañón de la pistola. Unas voces
ininteligibles llegaron a mis oídos. ¿Hablaban en chino o en americano? En
realidad poco importaba; a San Pedro le daría igual la nacionalidad de los
turistas que le harían una visita en breve. Con cautela, alcancé el pasillo
situado detrás del mostrador. La noche era mi aliada; ninguno esperaría un
ataque sorpresa a aquellas horas. Tenso, aparté la cortina y recorrí un
estrecho corredor bordeado por cuadros con pinturas exóticas. Me detuve antes
de llegar al final, dispuesto a quitar de en medio al primer adversario que se
me pusiera por delante. Tuve suerte: un espejo colgado en la pared mostraba el
interior de la habitación. Aquellos cretinos, sin saberlo, me lo habían puesto
a huevo. En un instante, tuve una panorámica de la estancia. Tres mendas
jugaban al póker alrededor de una mesa cubierta con un mantel a cuadros. Uno,
situado a espaldas del pasillo; los otros dos, frente al espejo. A la derecha,
apoltronado en una silla metálica, un chaval pelaba una naranja. La mesa estaba
cubierta de billetes, ceniceros llenos de colillas, vasos y una botella de
Southern Comfort a medias. Al fondo, lavadoras con los tambores cerrados, cajas
de cartón y cestos llenos de sábanas. Absortos, los jugadores solo prestaban
atención a los naipes; les faltaba poco para terminar aquella mano. Conocía el
percal de memoria; fijo que no habían tomado la molestia en aprender
estadounidense como Dios mandaba. Estudié sus caretos; ninguno parecía llevar
una pipa encima.
«Verschwende keine
Zeit und töte sie[1]», pensé.
Entumecido, di un paso adelante
mientras abría fuego. El primer impacto atravesó la cabeza del chino situado de
espaldas al corredor. Sus sesos saltaron por los aires, salpicando las caras de
sus compañeros. El segundo disparo acertó en el corazón del jugador de la
izquierda. Este brincó hacia atrás y se desplomó en el suelo con los brazos en
cruz. Atónito, el chico se quedó con los ojos como platos, con un pedazo de
naranja de camino a la boca. Aquello fue lo último que hizo: astillas de hueso
y fragmentos de tejido cerebral rociaron la pared. Borrosamente, el último
asiático levantó una pistola con el rostro desfigurado por una expresión de
rabia. Durante un momento, la visión del arma me dejó de piedra. Por fortuna,
mi cuerpo tomó las riendas y salté a un lado. La detonación resonó en la
quietud de la madrugada como una carga de dinamita, destrozando el espejo en
mil pedazos. Colérico, no le di la ocasión de volver a apretar el gatillo. Le
vacié la Smith & Wesson encima, convirtiéndolo en un colador. Hecho
un guiñapo, mientras expiraba con un gemido quejumbroso, el revólver que
llevaba en la mano rebotó sobre el suelo teñido de rojo.
—¡Maldito hijoputa! —mascullé—. ¡Un poco más y no lo
cuento!
Me sentía tan furioso conmigo
mismo por haber permitido que un trabajo fácil se convirtiera en algo
complicado, que olvidé vaciar los bolsillos a los cadáveres. El puto disparo
tenía que haberse oído hasta el final de la manzana. Cuanto antes me abriera,
mejor. No me hacía demasiadas ilusiones de lo que podría pasarme si la pasma me
encontraba en la lavandería. Ni el Irlandés, por muchas influencias que
tuviera, podría salvarme de una buena temporada a la sombra, o en su defecto,
la jodida silla eléctrica. La había cagado a base de bien; hora de una retirada
discreta.
Nervioso, salí a la calle.
Aunque no pudiera creerlo, nadie había escuchado el tiro. Rápidamente, recorrí
el camino a la inversa, con la intención de llegar a mi buga lo antes posible.
El mono había sido reemplazado por una ponzoñosa emoción de
autoaborrecimiento; era un gilipollas por haberme metido en aquel jaleo.
Debería tomar un descanso, dejar el oficio hasta que me recuperara, o alguien
me enviaría al otro barrio. Tal como temía, el edificio donde estaba situado el
local entró en erupción. Luces encendieron las ventanas y gritos de alarma se
alzaron en el silencio de la noche. Apreté el paso; con suerte, nadie me vería
abandonar la escena del crimen. Pasé junto al vagabundo; aún continuaba durmiendo
a pierna suelta. Cinco minutos más tarde entré en el Mustang. Temblando, metí
la llave en el contacto y, con un rechinar de neumáticos, di un giro de noventa
grados para salir en dirección contraria. Lleno de odio, pisé el acelerador a
fondo. No me encontraba de humor para comunicarle a Jerry que el trabajo estaba
hecho; lo dejaría para la mañana siguiente.
Mientras abandonaba Chinatown,
preso de un impulso irracional, rompí el dinero en mil pedazos y lo arrojé por
la ventana. ¡Era un estúpido de mierda! No merecía aquella pasta; ello me
serviría para aprender de mis errores. Tiempo indeterminado después, alcancé
Little Italy. El sabor acre de la nicotina arrastraba una impresión de fracaso.
Los tugurios de la calle Mulberry, entre Broome y Canal, ardían en pleno
apogeo: cines porno, música, luces de neón, bares de topless, peep
shows, billares, salones de masaje, after-hours, fulanas por
doquier; que nadie se atreviera a decir que el barrio se encontraba en
decadencia. La agitación de la zona, en vez de animarme, me deprimió
profundamente. Para mi pesar, la vida nocturna ya no presentaba ningún
atractivo. El Filmore East, el Scene, el Electric Circus, el Café Bizarre, el
Birland, el Max’s Kansas City, el Mercer Arts Center, el Dom, el Five Spot, el
Gymnasium, el Club 82, el Conventry, el Bitter End… Jamás podría encajar en la
sociedad; demasiados años enganchado al caballo para volver a actuar
como un individuo normal. Aquel era el problema de descolgarme; me convertía en
un blandengue llorón.
Aunque hubiera estado allí hacía
unas pocas semanas, durante las fiestas de San Genaro, tenía la sensación de
que habían transcurrido décadas. Todo estaba cubierto por una especie de niebla
deforme; los recuerdos resultaban confusos e irreales. De nada me servía lamentarme;
lo hecho, hecho estaba. Finalmente, me dirigí a mi apartamento. Las sombras se
abalanzaban sobre mis venas. Más allá del habitáculo del vehículo me esperaba
el abismo de una espantosa noche de insomnio; sabía que la necesidad de droga
me impediría descansar.