La
música como refugio, la banda como familia: Bruce Springsteen y el latido
humano detrás del mito.
IV.
Años noventa: Cambios y regeneración.
Durante
los noventa, Bruce disolvió temporalmente la E Street Band y
buscó nuevos horizontes creativos, decidido a reinventarse lejos del sonido que
lo había consagrado.
Con
Human Touch y Lucky Town (1992) intentó mostrar dos caras de una
misma moneda: la del músico que se debatía entre el amor doméstico y la
necesidad de seguir expresando su fuego interior. Ambos discos nacieron en
plena transición emocional, cuando Springsteen intentaba conciliar su
vida familiar con su identidad como artista. Aun así, volvió a hacer lo que
mejor sabe: salir a la carretera. La gira posterior, acompañado por una nueva
banda, lo reconectó con el público, demostrando que su magnetismo en vivo
seguía intacto.
En
lo personal, vivía un momento de madurez. Su matrimonio con Patti Scialfa
se consolidaba, y la paternidad lo transformó profundamente. Después de una
juventud marcada por la distancia emocional con su propio padre, Bruce
aprendió a mirar la vida desde otra perspectiva: la de un hombre que, al fin,
comprendía el peso y la belleza de la familia.
En
1994, su canción «Streets of Philadelphia», escrita para la película del mismo
nombre, le valió un Óscar y el reconocimiento de una nueva generación de
oyentes. La voz grave y melancólica del tema reflejaba una empatía universal
por los marginados y los enfermos, algo que siempre había estado en el corazón
de su obra.
Pero
el verdadero renacer llegó con The Ghost of Tom Joad (1995), heredero
espiritual de Nebraska. Con un tono austero y folk, el disco retrataba
las vidas invisibles de la América profunda: inmigrantes, obreros, vagabundos,
hombres y mujeres que luchaban por sobrevivir en los márgenes del sueño
americano. Inspirado por Las uvas de la ira y por su propia madurez
artística, Springsteen ofreció un álbum sobrio que lo
devolvía a su esencia: contar historias de los que no tienen voz.
La
gira acústica que siguió fue una experiencia casi mística: el Boss, su
guitarra y el silencio del público. No había espectáculo ni artificio. En esos
conciertos, el músico recuperó su conexión más íntima con la audiencia,
recordando sus días de los clubes de Asbury Park.
Por
entonces, su padre, Douglas, fue diagnosticado con trastorno bipolar. La
enfermedad marcó los últimos años de su vida, pero también permitió un
acercamiento tardío entre ambos. Bruce lo acompañó en su declive, como
si finalmente hubiera entendido a aquel hombre que tanto lo había confundido de
niño. Cuando Douglas falleció en 1998, el hijo que alguna vez huyó del
hogar cerró el círculo: ya no había rencor, solo gratitud.
Ese
mismo año, después de un concierto junto a Bob Dylan, Springsteen
comprendió que era momento de regresar a casa y reunir a la E Street Band.
V. El regreso y la madurez
En 1999, el Boss tuvo su merecido ingreso en el Rock and Roll Hall of Fame. Era la consagración de una vida dedicada al oficio y la confirmación de que aquel chico de Freehold había llegado a lo más alto sin renunciar a su esencia. Ese mismo año, decidió recorrer el mundo con la E Street Band en una gira monumental: The Reunion Tour, 133 conciertos que culminaron en un apoteósico final en el Madison Square Garden de Nueva York.
Entre
los nuevos temas surgidos de esa etapa destacó «American Skin (41 Shots)», una
canción que abordaba con valentía la violencia policial y el racismo en Estados
Unidos. Las fuerzas del orden y parte de la prensa reaccionaron con hostilidad,
pero Bruce se mantuvo firme. Como siempre, no buscaba agradar, sino
decir la verdad. Era, en definitiva, una canción nacida del mismo impulso moral
que había guiado toda su carrera: ponerse del lado de los olvidados.
Las
primeras grabaciones de The Rising (2002) no lo convencieron, pero el
atentado del 11 de septiembre cambió todo. Las imágenes de la tragedia, las
pérdidas y el miedo colectivo lo empujaron a escribir con una urgencia nueva.
El álbum se transformó en un homenaje a las víctimas, a los bomberos, a los
héroes anónimos y a quienes resistieron entre las ruinas. Fue su renacimiento
artístico y espiritual. Canciones como «Lonesome Day» o «My City of Ruins» hablaron
de la esperanza que resurge del dolor. El disco alcanzó el número uno en
Estados Unidos y lo devolvió al lugar que siempre le perteneció: el corazón de
su pueblo.
Con
Devils & Dust (2005), Bruce regresó al formato acústico,
íntimo y confesional, para explorar los miedos del individuo frente a la fe, la
culpa y la violencia. Un año más tarde, con We Shall Overcome: The Seeger
Sessions (2006), rindió tributo al folclore estadounidense reinterpretando
clásicos recopilados por Pete Seeger. Aquella gira fue una fiesta
popular: un canto colectivo a la dignidad de los trabajadores y a la fuerza de
la música como refugio. El concierto de Nueva Orleans, tras el huracán Katrina,
destacó por su emotividad: una celebración de la resistencia ante el
infortunio.
Magic
(2007)
continuó con un tono político y combativo, denunciando la guerra de Irak y la
hipocresía del poder. Fue el último álbum en el que participó el teclista Dan
Federici, fallecido de cáncer en 2008. Su pérdida fue un golpe duro para la
banda. Aun así, el espectáculo debía continuar. Un año después, Bruce y
la E Street Band protagonizaron una de las actuaciones más memorables de
la historia del rock: la Super Bowl de 2009, vista por más de 150 millones de
personas. Aquel concierto, breve pero explosivo, confirmó que la llama seguía
viva.
Con
Working on a Dream (2009) volvió a alcanzar el número uno en las listas.
La máquina seguía imparable: actuación en el Rock and Roll Hall of Fame junto a
U2 y Patti Smith. Jay Weinberg asumió como nuevo
baterista, mientras la salud del viejo Clarence comenzaba a
deteriorarse. Wrecking Ball (2012) reafirmó su compromiso social: un
álbum que arremetía contra las corporaciones y el capitalismo deshumanizado que
había devastado a la clase media estadounidense. Era una oda a la resistencia
de los humildes, una súplica por justicia, una llamada a no rendirse.
La
muerte de Clarence “Big Man” Clemons poco después dejó un vacío
irreparable. Su último solo de saxo en «Land of Hope and Dreams» se convirtió
en una despedida eterna. Para Bruce, no era solo la pérdida de un compañero:
era la de su hermano espiritual, el alma de la E Street Band.
Con
los años, el cuerpo y la mente del Boss comenzaron a pasar factura. Las
giras interminables, las noches sin descanso y los excesos de energía cobraron
su precio. Springsteen habló abiertamente de sus depresiones, de los
periodos de oscuridad que lo acompañaban desde joven y de cómo la medicación y
la terapia se habían convertido en aliadas para mantener el equilibrio. Su
honestidad desarmó prejuicios: un ícono del rock confesando su fragilidad con
la misma naturalidad con la que empuñaba su guitarra.
Esa sinceridad lo transformó en un faro para toda una generación. A sus más de setenta años, Bruce Springsteen sigue siendo mucho más que un músico: es un símbolo de integridad, trabajo y resistencia. Porque, como canta en una de sus últimas canciones: «Hey pretty darling, don't wait up for me, gonna be a long walk home».
