jueves, noviembre 06, 2025

FANFICTION — ROBOCOP: «DIRECTRICES PRIMARIAS», PUBLICADO EN PORTAL CIENCIA Y FICCIÓN

 1. Servir al público.

2. Proteger a los inocentes.

3. Defender la ley.

4. Clasificada.

Directrices Primarias OCP

 

1

TIEMPO DE NOTICIAS

 

Plató Tiempo de Noticias: 18:00 h

 

Tiempo de Noticias: «Denos tres minutos y nosotros le daremos el mundo».

Jess Perkins toma la palabra:

«Un total de 103 personas perdieron ayer la vida en un accidente aéreo ocurrido en Nueva York, mientras que siete supervivientes fueron trasladados al hospital, según informaron fuentes oficiales. Millones de ciudadanos lloran la pérdida de uno de los emblemas nacionales del país: la Estatua de la Libertad».

Una pantalla de vídeo muestra las imágenes de la tragedia: hierros retorcidos, cadáveres destrozados, rostros suplicantes y ambulancias retirando a las víctimas de la espantosa colisión.

«Fuentes de la aerolínea apuntaron el sábado, horas después de perder contacto con el avión, que el aparato podría haber sido secuestrado o desviado a otro país. Sin embargo, ayer todo parecía indicar que la causa del siniestro fue la fuerte tormenta eléctrica que azotó Manhattan durante varias horas».

Su compañera, Casey Wong, continúa hablando:

«Finalmente, después de un mes de trabajo, los Rangers han logrado extinguir el incendio que arrasó 2.250 acres en una reserva militar de Georgia. Desgraciadamente, el fuego en Okefenokee Swamp, que ya ha quemado 53.000 acres y destruido 18 casas —entre ellas, la del antiguo gobernador de California, Arnold Schwarzenegger—, todavía sigue ardiendo».

Nuevas imágenes: bosques devastados por las llamas, viviendas arrasadas, hombres sudorosos y camiones cisterna a pleno rendimiento soltando chorros de agua.

«Cientos de bomberos, entre los que se encuentran dotaciones de Wyoming e Idaho, tratan de extinguirlo, a pesar de su rápido avance. Afortunadamente, gracias al trabajo de los equipos, se ha evitado que el fuego se reavive y arda sin control, ya que los daños podrían haber sido mucho mayores».

Vuelta al presentador:

«Los dos sindicatos mayoritarios del Cuerpo Nacional de Policía de Detroit han convocado para hoy a los agentes destinados en el Distrito Oeste a una huelga camuflada, para exigir el plus de capitalidad: una ayuda de 1.000 dólares mensuales debido a la peligrosidad y el alto coste de vida de la zona».

Primer plano del vicepresidente de la OCP, Donald Johnson:

«Actualmente se desarrolla una mesa de negociación con el Departamento de Policía de Detroit orientada a la normalización de la situación y a la continuidad de las operaciones».

Fundido a negro.

 

2

PESADILLAS

 

Comisaría Distrito Oeste: 18:15 h

 

RoboCop recuperaba energías después de setenta y tres horas ininterrumpidas de patrulla por los peores barrios de la ciudad.

A su alrededor, monitores controlaban sus constantes vitales y parpadeaban en la penumbra del sofisticado laboratorio.

En una de las pantallas, una imagen chispeó durante unas milésimas de segundo: una mujer y un niño jugaban en un parque.

El escáner de reconocimiento situado a la derecha emitió un zumbido, y las palpitaciones cerebrales del cyborg ascendieron imperceptiblemente, mientras los recuerdos de su porcentaje humano regresaban y teñían de vetas negras y grises la consola de treinta pulgadas.

Inquieta, la doctora Marie Lazarus se levantó del asiento, abandonó el dossier en el que estaba trabajando y se aproximó a la figura metálica.

La mujer se detuvo junto a su protegido y acarició con dedos suaves la mandíbula enmarcada por el casco de titanio: el rostro de Alex J. Murphy era lo único que restaba de su antigua apariencia física; los neuroingenieros de la OCP habían reemplazado el resto por bioingeniería industrial.

—¿Murphy? —inquirió—. ¿Te encuentras bien?

El cyborg no pudo responder: continuaba inconsciente, inmerso en un profundo sueño artificial.

Un auxiliar en prácticas, vestido con una bata blanca, se acercó a ambos.

—¿Qué demonios pasa?

—No lo sé. —La joven se pasó la mano por los cabellos negros—. Creo que está sufriendo otra pesadilla.

La máquina se contorsionó; su cuerpo laminado en kevlar ascendió unos centímetros, impulsado por un reflejo involuntario. El técnico señaló la pantalla con el índice:

—¿Qué es eso?

En el monitor apareció una cara familiar para la doctora Lazarus: facciones sádicas, gafas de concha negra, ojos burlones y sonrisa maníaca, empuñando una pistola de gran calibre: Clarence Boddicker.

—Deberíamos llamar a la compañía —propuso el auxiliar de inmediato—. ¡Esta cosa ha perdido la cabeza!

Marie lo atravesó con la mirada.

—¡Cierra la boca! —exclamó—. Nadie debe saber nada, ¿entendido?

El ayudante se miró los pies con nerviosismo.

—Como usted diga —balbució.

Lentamente, el criminal fue reemplazado por el traficante de drogas Caín, dios del Nuke, muerto hacía unos meses dentro del prototipo —diseñado y creado por la OCP— de RoboCop 2.

—¡Caín! —susurró la mujer—. ¿Por qué sueñas todo esto, Murphy?

No podía evitarlo: siempre recurría al lado humano del policía, a la parte que los directivos del departamento habían sido incapaces de aniquilar.

El cyborg rechinó los dientes; sus dedos se crisparon y aplastaron los bordes del asiento con una potencia inconmensurable.

El auxiliar reculó, espantado, y se refugió detrás de una consola.

—¡Está loco! —gritó—. ¡Debemos desconectarlo!

Lazarus le propinó una seca bofetada.

—¡Lárgate! —ordenó—. ¡Tómate el día libre!

Cuando el joven desapareció, apretó el hombro de la máquina: la frialdad de su anatomía la estremeció.

—¡Despierta! —vociferó—. ¡Abre los ojos!

Por último, las imágenes del principio regresaron: Ellen y Jimmy Murphy, la familia que había perdido años atrás, después de ser sádicamente acribillado por Clarence Boddicker y su banda.

La mujer sintió cómo se le humedecían los ojos: aquel hombre, encerrado bajo una construcción de acero, había sufrido el peor de los destinos posibles.

Lazarus se frotó los párpados.

—Despierta, Murphy —suplicó—. Por favor.

Inesperadamente, RoboCop cesó de sacudirse; sus miembros recuperaron la firmeza habitual y su cabeza giró mecánicamente.

Marie sabía que sus ojos la estudiaban bajo el visor.

—Buenas tardes, doctora Lazarus.

La mujer suspiró, aliviada, aunque detestaba la manera gélida e impersonal con la que se dirigía a ella.

—¿Te encuentras bien?

La voz metálica no mostró emoción alguna:

—Perfectamente —replicó con sequedad—. Gracias por tu interés.

El cyborg se incorporó; sus pasos, pesados y precisos, retumbaron en la estancia mientras se dirigía a la salida, sin mirar atrás.

Marie no intentó detenerlo. No era la primera vez que pasaba por aquella experiencia: sabía que la única manera que él tenía de relajarse era cumpliendo con su deber.

La joven se mordió el labio inferior, vencida por una sensación de fracaso: poco podía hacer por auxiliarlo.

—De nada, Murphy.

 

3

EL VIEJO

 

Sede Central de la OCP: 18:30 h

 

La puerta se cerró tras Johnson al entrar en el despacho.

Tenso, el vicepresidente de la OCP tragó saliva, ajustó el nudo Windsor de su corbata y observó instintivamente su reflejo en el suelo pulimentado: los rumores le habían puesto la carne de gallina.

Sus pasos levantaron ecos mientras avanzaba hacia el ventanal del fondo. A su derecha, una enorme reproducción de Franz Kline ocupaba parte de la pared; a su izquierda, una maqueta representaba el sueño más preciado del presidente de la compañía: Ciudad Delta.

Conforme caminaba, trató de controlar los latidos de su corazón. No podía creer que el Viejo realmente pensara retirarse después de décadas al mando.

Al llegar ante la mesa de nogal, saludó a su superior con voz ronca:

—Buenas tardes, señor —dijo—. ¿Qué desea?

El anciano levantó la cabeza. Sus ojos brillaban, desesperados, en un rostro huesudo y apergaminado.

—¿Qué es lo que hemos hecho mal, Johnson?

Aquella pregunta lo tomó por sorpresa.

—¿A qué se refiere, señor?

El viejo soltó un bufido.

—La compañía está en quiebra —dijo con amargura—. Necesitamos un aliado en estos tiempos de crisis. ¿A quién propondría usted?

Johnson sintió las palmas de las manos húmedas.

—Hemos recibido varias ofertas, señor.

El presidente fue tajante:

—¡Vaya al grano! —ordenó—. ¡No se ande por las ramas!

El vicepresidente se apresuró a responder.

—Una zaibatsu japonesa nos ha...

El anciano lo interrumpió en seco.

—¿Qué ha dicho? —bramó—. ¿Está bromeando?

Johnson mantuvo la compostura. Si la OCP se hundía, él se hundiría con ella.

—La Corporación Kanemitsu desea adquirir parte de nuestras acciones, señor.

El Viejo estrelló el puño sobre la mesa de madera.

—¡Nunca! —vociferó—. ¡Prefiero que mi compañía entre en bancarrota!

El vicepresidente se mantuvo pragmático.

—Doscientos millones de dólares por una participación dominante, señor.

El anciano cambió de expresión: en sus ojos asomó un destello de codicia.

—¿Qué porcentaje, Johnson?

Su subordinado esbozó una sonrisa cómplice.

—Un cincuenta por ciento.

El presidente arqueó las cejas blancas.

—¿Tan poco?

El gesto de Johnson se amplió.

—Efectivamente, señor.

El anciano se llevó las manos a la cabeza.

—¿Y qué es lo que piden, Johnson? —musitó—. Seguro que querrán algo a cambio...

El vicepresidente asintió.

—La patente de Ciudad Delta.

Las palabras del Viejo destilaron veneno.

—¿Y dónde demonios piensan construirla?

Johnson encogió los hombros bajo la chaqueta Armani. Por primera vez, no se sentía amedrentado por su superior. Hacía tiempo que aquel hombre debería haberse jubilado.

—En la zona antigua de Detroit, señor.

El presidente unió las yemas de los dedos.

—¿Y qué pasará con la gente que vive allí?

Los labios de Johnson dibujaron una mueca cínica.

—Tendremos que proporcionarles un nuevo hogar.

El anciano le sostuvo la mirada unos segundos y, finalmente, preguntó con voz quebrada:

—¿Cuál es el número de Kanemitsu, Johnson?

 

4

LEWIS

 

Avenida Monroe: 18:45 h

 

Anne Lewis cogió el café, salió de la gasolinera y se dirigió a su coche patrulla.

De camino al vehículo, una motocicleta pasó rugiendo por la carretera, rompiendo todas las normas de tráfico: la velocidad máxima en la Avenida Monroe era de treinta kilómetros por hora; el conductor iba, como mínimo, a setenta.

La mujer estalló una pompa de chicle e ignoró el incidente: no iba a desperdiciar un capuchino por detener a aquel imbécil.

Al llegar al Ford Taurus, arrojó el casco sobre el asiento del copiloto, subió el volumen de la radio y escuchó las noticias del departamento:

—A todas las unidades situadas en el Sector Sur: aviso de bomba en el Museo Henry Ford. Repito: todas las unidades cercanas al Museo Henry Ford deben acudir de inmediato. Es una orden prioritaria...

Anne se recostó en el asiento, vislumbró las primeras luces eléctricas de la metrópoli y sostuvo con ambas manos la taza de plástico: el café estaba delicioso.

Después de beberlo, arrojó el envase a una papelera y comprobó el tambor de su pistola: todo estaba en orden.

 

Cansada, estiró su cuerpo bien formado: botas de caña alta, pantalones tácticos, camisa de asas, casaca y chaleco antibalas —el uniforme de cualquier buen policía.

Llevaba de servicio desde el día anterior; aquel era su primer momento de respiro en casi veinticuatro horas, y pensaba aprovecharlo al máximo.

Sin apenas darse cuenta, recordó las últimas misiones realizadas: la detención de un exhibicionista en el Parque Grand Circus, el traslado de un testigo a la comisaría del Distrito Oeste, la frustración de un atraco a una licorería en el Boulevard Washington, junto a los chicos de la Unidad 315, y, por último, un ratero hospitalizado con un proyectil en el hombro.

Por suerte, la jornada se acercaba a su fin. En dos horas estaría en su apartamento; un baño caliente, una pizza de pepperoni y un partido de béisbol por cable le borrarían el mal sabor del servicio.

Dentro de lo que cabía, podía considerarse afortunada. Según le había contado Estévez aquella mañana, Grant, uno de sus compañeros, había muerto en acto de servicio: tiroteado en el Sector Norte por dos prostitutas armadas con pistolas de 9 mm.

Lewis suspiró, desalentada.

La OCP seguía empeñada en reducir costes; necesitaban más agentes para controlar el crimen que asolaba la ciudad. Con las fuerzas actuales no alcanzaban a contener los niveles de delincuencia.

Durante un segundo envidió a RoboCop: su compañero era inmune al cansancio, a las balas y a la desazón que la carcomía día tras día.

En una sociedad dura, insensible y deshumanizada, el cyborg se había convertido en la única alternativa para controlar el caos.

Con una sonrisa, Anne recordó su primera patrulla con Murphy: aquel hombre se empeñaba en imitar a T. J. Lazer, el héroe de los programas infantiles de la mañana, desenfundando su arma reglamentaria como un pistolero del Viejo Oeste para impresionar a su hijo.

De pronto, el gesto se borró de su rostro: fue la primera y última vez que lo vio en carne y hueso.

Después, solo quedó una figura metálica en su lugar —la misma que la había protegido desde entonces con su fría e implacable programación.

La emisora tronó, arrancándola de sus negras reflexiones:

—A todas las unidades situadas en el Sector Norte: se está efectuando un atraco en el Banco de América de la Avenida Jefferson.

Anne bufó, hastiada: acababan de arruinarle el final del turno. El recinto quedaba a escasas manzanas de su posición.

—Unidad 447 a Central —comunicó—. Estoy en camino.

 

5

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Pausa en Tiempo de Noticias: 19:00 h

 

Una mujer de unos sesenta años mira a la pantalla con una expresión de éxtasis: facciones robóticas, hiperestiradas, enmarcadas por una brillante cabellera rubio platino impropia de su edad.

—Siempre deseé volver a ser joven. Mis cuatro exmaridos no cesaban de recordarme que nunca volvería a tener veinte años. E incluso mis quince hijos —seis de ellos adoptados— opinaban exactamente lo mismo. Pero todos se equivocaban. Gracias a Estética con Estilo, he logrado cumplir mi sueño.

Corte a un primer plano de una clínica, acompañado por la voz de Louis Armstrong interpretando What a Wonderful World.

—Ahora, gracias a Estética con Estilo, cualquier operación está al alcance de su bolsillo: aumento de pecho, liposucción, rinoplastia, reducción de abdomen, lifting facial y otoplastia de primera calidad.

Plano del médico inclinándose sobre la protagonista, bisturí en mano. La camilla está manchada de sangre.

—Yo he confiado en Estética con Estilo... ¿Y tú?

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Fundido a negro.

 

6

RECUERDOS

 

Avenida Mack: 19:15 h

 

RoboCop apretó el acelerador tras cambiar a tercera: el vehículo policial rugió mientras recorría la avenida a ochenta kilómetros por hora.

A su alrededor, las calles cancerosas destilaban corrupción: mendigos junto a bidones ardientes, paredes cubiertas de grafitis, fulanas vigiladas por sus chulos, coches desmantelados, bolsas de basura desperdigadas por los suelos y escaparates destrozados.

Impertérrito, el cyborg no prestó atención a su entorno; estaba demasiado alterado para hacerlo. La amarga pesadilla aún pesaba sobre su conciencia.

Hacía exactamente una hora que había despertado. No le quedaba otra opción que abandonar la comisaría: entre aquellas paredes habría terminado enloqueciendo.

Al descender al garaje en busca de su coche, tropezó con el sargento Warren Reed, jefe de policía del sector de Detroit.

—Hola, Murphy —dijo con su aspereza habitual—. ¿No deberías estar descansando?

La máquina no se molestó en detener su avance.

—Ya lo he hecho, sargento —replicó.

Su superior negó con la cabeza.

—Procura no reventar ningún edificio —advirtió mientras lo perdía de vista—. ¡Ya llevamos trece denuncias en lo que va de mes!

RoboCop se detuvo y se volvió con un movimiento preciso.

—Lo tendré en cuenta, señor.

El sargento restalló como un látigo:

—¡Llámame Warren! —chilló—. ¡Maldita sea!

Algo parecido a una sonrisa se dibujó en los labios del cyborg.

—Como quieras, Warren.

Mientras descendía por la avenida, su familia regresó a su mente. ¿Qué estarían haciendo en aquel momento?

Apretó los labios: no había sido programado para tener sentimientos, pero no podía evitar una tristeza desgarradora cada vez que pensaba en ellos.

Su humanidad era el único vínculo que lo ataba al pasado; el resto había muerto en la mesa de operaciones al ser reconstruido.

Despertar dentro de aquel cuerpo biónico había sido un paso traumático. La venganza y la responsabilidad lo habían mantenido con vida; de lo contrario, se habría suicidado.

A veces temía perder el alma, que sus superiores decidieran reemplazarla por un microneurofiltro y lo convirtieran en un instrumento sin voluntad propia.

El cyborg se encontraba en la cuerda floja: a un lado, su pasado —la antigua personalidad que anhelaba recuperar todo lo que había perdido—; al otro, el futuro: una amalgama de dolor, muerte y desesperación, matizada por la Ley y el Orden, los únicos estandartes que daban sentido a su existencia.

¿Por qué continuaba empeñado en mantener vivo su espíritu?

¿Acaso no sería mejor ceder y aceptar su parte metálica para no sufrir en vano?

Un estremecimiento involuntario recorrió su fisonomía: aquellas preguntas jamás tendrían respuesta.

En ese instante, la radio emitió un mensaje.

El sargento Reed estaba al habla:

—Murphy, necesitamos refuerzos en la Avenida Jefferson. Una banda fuertemente armada se ha atrincherado en el Banco de América.

RoboCop respondió con su voz metálica, sin emoción alguna:

—Comprendido, Warren.

De un volantazo, encendió la sirena, giró por la Chene Street y adelantó a un camión cisterna.

Con exactitud matemática, sorteó el tráfico intimidante y avanzó en dirección sur: tenía que llegar a su objetivo lo antes posible.

Un atisbo de satisfacción lo recorrió. Apartó sus dilemas y calmó las dudas que lo asediaban: combatir el crimen daba sentido a su existencia.

Como una exhalación, el Ford Taurus enfiló una recta y dejó atrás los árboles, cruces y lápidas del cementerio Elmwood.

Morboso, se preguntó dónde estaría ubicada la tumba de Alex J. Murphy: era lo mínimo que merecía saber.


7

McDAGGETT

 

Sede Central de la OCP: 19:30 h

 

De mal humor, el Viejo apagó la consola: la conversación con el presidente de la zaibatsu japonesa lo había dejado exhausto.

Johnson se apresuró a tenderle un Isabella’s Islay con hielo.

—Creo que tenemos muchas posibilidades, señor.

Su superior apuró la bebida con manos trémulas.

—¿Eso cree?

—Debemos ser positivos.

El anciano fue irónico:

—Su mentalidad es envidiable, Johnson.

El vicepresidente no captó el sarcasmo.

—Gracias, señor.

El Viejo habló con cierta melancolía:

—Hace unos meses éramos los dueños de Detroit —comentó—. La metrópoli nos pertenecía. Estábamos a punto de comenzar la construcción de Ciudad Delta...

Johnson no tenía paciencia para el sentimentalismo de su superior.

—Señor...

El anciano no pareció escucharlo.

—Nunca debí haber autorizado el Proyecto RoboCop 2 —reconoció—. Perdimos noventa millones de dólares. Y lo peor de todo fue que nuestra imagen pública quedó manchada para siempre.

El vicepresidente lamentó haberle ofrecido aquella copa.

—Usted no tuvo la culpa, señor.

Su comentario se perdió en la inmensidad del despacho.

—He deshonrado a la compañía —admitió, con pesar—. Un déficit de trescientos cincuenta millones de dólares no es cosa de broma.

Johnson se mantuvo pragmático:

—Podemos superar este bache —argumentó—. Con la inversión de Kanemitsu, recuperaríamos las acciones que hemos vendido a la ciudad.

El Viejo señaló el vaso vacío.

—Póngame otra, Johnson.

Su subordinado no tardó en complacerlo.

—¿Qué piensa del presidente de la Kanemitsu, señor?

El anciano masculló, irritado:

—Es un hijo de puta —gruñó—. Un enano prepotente y estúpido.

Johnson colocó otra copa frente a su superior y cambió de tema.

—¿Y cómo piensa desalojar las viviendas del viejo Detroit? —inquirió—. Los civiles que viven en la zona exigirán grandes indemnizaciones por ser reubicados.

El presidente apuró medio whisky de un trago.

—Conozco a un hombre cualificado para ello, Johnson.

Su subordinado no pudo ocultar la curiosidad.

—¿Quién, señor?

—Se llama Paul McDaggett. ¿Lo conoce?

La voz de Johnson tembló.

—He oído hablar de él.

Paul McDaggett: comandante de los escuadrones que combatían contra los ejércitos rebeldes en el Amazonas; un individuo flemático y despiadado, acusado de los peores crímenes de guerra. Los noticiarios no cesaban de relatar sus actos a todas horas.

Su superior cambió de tema.

—Llevo meses pensándolo, Johnson.

El vicepresidente se obligó a regresar a la realidad.

—¿El qué, señor?

—Voy a abandonar mi cargo —explicó—. Llevo demasiado tiempo al frente de esta compañía.

Johnson corroboró los rumores que había escuchado en el departamento.

—¿Habla en serio?

—Evidentemente —afirmó el Viejo—. Ya es hora de que la directiva de la OCP se renueve con sangre joven.

El vicepresidente no creyó una sola palabra. El anciano se retiraba antes de que estallara la tormenta; su fortuna seguiría intacta, y los idiotas que permanecieran en la empresa pagarían las consecuencias de su ineptitud.

Lo más probable es que eligiera como sucesor a algún incompetente, un pelele sin agallas que llevaría la compañía a la ruina absoluta.

Johnson no dejó traslucir sus pensamientos.

—¿En quién ha pensado para reemplazarle, señor?

La sonrisa del Viejo fue una mueca macabra.

—En usted, Johnson.

 

8

CARNE Y ACERO

 

Banco de América: 20:00 h

 

De una rápida carrera, Lewis subió los escalones del banco de dos en dos, esquivó las balas que zumbaban a su alrededor y se refugió tras una pared: una detonación le había rozado la pantorrilla.

—¡Estévez! —inquirió—. ¿Te encuentras bien?

Su compañera yacía en el suelo, tumbada sobre el costado izquierdo, con una profunda herida en el muslo.

—¡Sal de aquí, Lewis! —exhortó—. ¡Olvídate de mí!

La mujer ignoró sus gritos.

—¡Cubridme! —chilló a sus compañeros—. ¡Voy a sacarla de ahí!

De inmediato, las fuerzas apostadas frente al edificio descargaron sus armas automáticas: un torbellino de cristales rotos y trozos de ladrillo cayó sobre la acera salpicada de sangre.

Anne aprovechó la oportunidad, corrió hacia su compañera, se inclinó ante ella y la arrastró hacia los vehículos policiales. A mitad de camino, una ráfaga enemiga impactó en su chaleco antibalas: el dolor la obligó a lanzar un respingo.

Se desplomó como un saco, vencida por una negrura abrasadora: tres hierros al rojo vivo le ardían en la espalda.

Medio inconsciente, sintió cómo alguien la agarraba por los brazos, brutalmente, conduciéndola a un lugar seguro.

Lewis abrió los ojos: estaba en el interior del banco. Había sido capturada por sus oponentes.

Un punk vestido con una trinchera de plástico, pantalones de cuero y botas embarradas exclamó:

—¡No necesitamos a esta zorra! —dijo con desdén—. ¡Pégale un tiro y a la mierda con ella!

Otro lo increpó:

—La usaremos como rehén, capullo. Los polis nos dejarán marchar si la llevamos con nosotros.

Anne le escupió a la cara, el odio desplazando al miedo.

—¡Vete al infierno!

El punk se limpió el salivazo y sonrió. Sus dientes quebrados por el Nuke destellaron en la oscuridad del recinto.

Su puño lanzó la cabeza de la mujer hacia atrás.

—¡Luego me ocuparé de ti! —prometió—. ¡Lamentarás haber nacido!

El hombre que la sujetaba graznó una carcajada malévola.

—¡Esta puta tiene cojones!

Desafiante, Lewis levantó la barbilla, con una mirada colérica. Un hilo carmesí se deslizó por su labio partido.

Un individuo armado con un lanzacohetes se aproximó a la ventana.

—¡Tenemos a vuestra compañera! —vociferó—. ¡Largaos o le meteré una granada por el culo!

Anne se agitó, indefensa; las esposas se clavaban en sus muñecas. Estaba atrapada.

—¡De acuerdo! —dijo una voz por el megáfono desde el exterior—. ¡No queremos que le pase nada!

Un bulto retorcido descansaba en la entrada del edificio.

Lewis sintió cómo la bilis se agolpaba en su garganta: había reconocido el cadáver desangrado de Estévez.

El revientacalles lanzó una risilla idiota, se echó al hombro su FIM-92 Stinger y apuntó hacia la avenida; sus ojos enrojecidos brillaron con cruel expectación.

—¡Hacedme caso y no le haremos daño! —aulló—. ¡Idos a tomar por...!

De improviso, el rugido de un motor resonó afuera.

La pared estalló en un millón de pedazos y el hombre murió aplastado bajo el Ford Taurus.

El vehículo recorrió unos metros, soltando una lluvia de cascotes sobre las baldosas de mármol, y se detuvo en el centro del banco.

Aturdidos, los punks bajaron las armas. No esperaban aquella acción temeraria por parte de la policía.

La puerta se abrió: un pesado pie metálico tomó tierra y la figura de RoboCop emergió del interior del coche.

—Agente del Orden —anunció—. Quedan todos detenidos.

Una salva de disparos rebotó contra su anatomía de titanio.

El cyborg alzó la Beretta 93R.

La primera ráfaga reventó la mandíbula del revientacalles que sujetaba a Lewis: astillas de hueso mancharon los hombros de la mujer.

La máquina giró el brazo mecánico; una nueva detonación atravesó el pecho de otro enemigo en tres partes distintas.

Una granada rozó la cabeza de RoboCop.

A su espalda, la pared explotó: fragmentos de piedra rebotaron contra su armadura sin producirle el menor daño.

La pistola apuntó al siguiente adversario; su andanada penetró por el cañón del M203 de 40 mm acoplado a una M16, perforó el vientre de un punk y le destrozó la columna vertebral al salir por detrás.

RoboCop avanzó implacable, los balazos repiqueteando sobre su cuerpo blindado, inmune a cualquier dolor o sufrimiento.

La Beretta 93R retumbó. Dos enemigos cayeron con los corazones agujereados de parte a parte.

Metódico, el cyborg comprobó el estado de los cuerpos: no quedaba ningún superviviente.

Giró el arma y la enfundó en la pistolera retráctil de su muslo derecho.

Acto seguido, alcanzó a su compañera y le arrancó las esposas.

Anne se frotó las muñecas, estupefacta ante su poder destructivo: apenas había transcurrido un minuto desde su aparición.

—Gracias, Murphy. —Sonrió, agradecida—. Te debo una.

En la entrada, una docena de policías comenzaba a penetrar en el edificio, complacidos y temerosos a la vez: la carnicería bastaba para revolverle el estómago a cualquiera.

RoboCop respondió:

—De nada, Anne. Ha sido un placer.