En la actualidad la tecnología ocupa un lugar fundamental en nuestras vidas y la escritura de cartas ha pasado a convertirse en un arte olvidado. Abrir el buzón de correos y encontrar una misiva de un ser querido, fue una experiencia común antes de que el teléfono, el correo electrónico, las redes sociales y los móviles se convirtieran en las principales herramientas de comunicación. Gracias a la editorial Anagrama tenemos la oportunidad de conocer la correspondencia de dos los mejores autores americanos del siglo XX: Jack Kerouac y Allen Ginsberg,
De 1944 a 1963
ambos artistas se cartearon profusamente, manteniendo viva la llama de una sólida,
honesta y profunda amistad. Apasionados, en sus
cartas encontramos consejos literarios, humor, influencias estilísticas, drogas,
charlas sobre amigos comunes, música, religión, anécdotas personales, viajes, sexo, espiritualidad, procesos creativos,
poesía y futuras visitas. La correspondencia arranca mientras Kerouac se encuentra
internado en prisión debido al asesinato de David Kammerer a manos de su amigo
Lucien Carr (las autoridades lo consideraban cómplice) y termina en los sesenta,
cuando ambos eran escritores famosos y (por desgracia) habían tomado caminos
distintos.
Las largas
misivas de Kerouac, escritas con el estilo exaltado y espontáneo que le caracterizaba, revelan a un individuo anárquico, visceral y eternamente insatisfecho
que busca darle sentido a su existencia. Después de experimentar una juventud que
serviría como columna vertebral de su obra, el resto de su vida fue aislamiento,
escribir en casa de su madre, recordar tiempos mejores y beber hasta caer
inconsciente. Católico, con un profundo sentido de la culpabilidad arraigado en
su interior, apenas menciona la adicción al alcohol que terminó conduciéndolo a
un gran declive físico y a la autodestrucción. Aunque intentó encontrar la estabilidad personal y espiritual a través del budismo (experiencias reflejadas en Los vagabundos del Dharma) y el exilio en una cabaña alejada de la civilización (narrada en su libro Big Sur), no pudo conseguirlo. Por otra parte, Ginsberg revela
ser un poeta profundamente romántico, inocente, fiel a sus amigos, generoso, lleno de
sueños y ambiciones, anhelante por exprimir la vida hasta sus últimas consecuencias y con ansias perennes de iluminación. Todo esto lo encontramos en obras como Kaddish y otros poemas, Sándwiches de realidad y La caída de América: poemas de otros estados. Curiosamente, dos personalidades tan dispares entre sí encontraban sustento con palabras de apoyo, admiración, celos, peleas y críticas
constructivas.
A través de su correspondencia,
resulta evidente cómo ambos influyeron de forma notoria en la personalidad y escritura
del otro. Siendo autores nóveles, sin reputación ni contactos, tardaron mucho
tiempo en triunfar a nivel masivo. En sus cartas
nos encontramos con figuras conocidas como William Burroughs, Neal Cassady, Lucien
Carr, Gregory Corso, Gary Snyder, John Cellon Holmes, Herbert Huncke y Michael
McClure, entre muchos otros. Todos forman parte de la Generación Beat —innovador movimiento
literario del que fueron progenitores— que hizo temblar las estrechas y
arcaicas letras americanas de mediados de los años cincuenta. Pese a
sus diferencias, se prestaban apoyo financiero, compartían editores y contactos literarios, y se reseñaban en revistas para ganar notoriedad. ¿Cuántos colegas
de oficio serían capaces de hacer algo similar en un mundo de egos,
envidias, estupidez y ambición desmesurada?
En el camino (de Kerouac), Aullido (de Ginsberg) y El almuerzo desnudo (de Burroughs)
fueron bombas de relojería que detonaron las antiguas fórmulas que
dominaban las listas de ventas. Los jóvenes encontraron modelos a seguir que,
tal como era de esperar, no fueron del agrado de la sociedad conservadora y las
almas bienpensantes americanas. Puede que por ello recibieran (y aún continúan recibiendo)
críticas virulentas de los medios, tachándolos de pésimos autores que no tenían
nada que aportar con sus escritos. Cuando lograron la fama que había estado esquivándolos
durante años, ambos reaccionaron acorde a sus personalidades. Kerouac no pudo
soportar el peso de la misma, se negó a realizar entrevistas y lecturas
literarias, y se recluyó en el ostracismo, el alcohol y la depresión. Ginsberg,
en cambio, disfrutaba efectuando recitales de poesía, conferencias y
apariciones televisivas, convirtiéndose en un icono de la contracultura hippie.
Lentamente,
conforme pasaban los años, la relación entre ambos fue deteriorándose
debido al alcoholismo de Kerouac y el ascenso de Ginsberg en los círculos
intelectuales. A pesar de ello, nunca llegaron a romper el contacto. La
prematura muerte de Kerouac (a los cuarenta y siete años) debido a una
hemorragia interna causada por la cirrosis, truncó una amistad que se hubiera prolongado durante mucho tiempo. Por fortuna para el disfrute
de los lectores, ambos tuvieron en cuenta la posteridad y conservaron las
misivas que habían intercambiado durante décadas.
Citando las (proféticas) palabras del autor de Visiones de Cody: «La fama acaba con
todo. Llegará el día en que las Cartas de
Allen Ginsberg a Jack Kerouac hagan llorar a América».