«Tan
solo un Pierrot se da la vuelta, me mira con actitud reflexiva y
regresa. Se planta ante mí y mira en mi rostro como si fuera un espejo».
Gustav
Meyrink
I
METRÓPOLI
Al
llegar a la habitación, me despojé del abrigo empapado y me arranqué la corbata
del cuello; la impotencia invadía mis miembros como una lacra. Con ojos
tristes, observé la estancia: cama desecha, mesa de madera, taburete de tres
patas y una palangana sucia, todo encuadrado por paredes desconchadas cubiertas
de humedad.
En
el exterior, las calles eran una mezcolanza de patios a oscuras, bóvedas
semiderruidas, pasadizos retorcidos y viviendas edificadas de forma caótica. La
lluvia torrencial golpeaba la ventana, se deslizaba por los tejados, canalones,
fachadas y aceras, cubriendo París con su masa nauseabunda: parecía que el Día
del Juicio había llegado.
Ignoré
el frío aterrador, encendí una lámpara de aceite y solté el maletín de cuero
—herencia de mi difunto padre— sobre el suelo sin barrer. La luz mortecina
alumbró un segmento de la pared, proporcionando una impresión fantasmagórica al
cuarto. Deprimido, me detuve frente a la ventana, limpié el vaho con la manga
de la camisa y estudié la avenida solitaria.
Dos
caballos sarmentosos que tiraban de un carruaje hicieron resonar el empedrado
con sus cascos. En la distancia, sobre los edificios aglomerados, destacaban
las monstruosas líneas de hierro de la Torre Eiffel. La construcción me recordó
a un inmenso caligrama de letras amorfas, dispuestas al azar, sin orden ni concierto
alguno, por la mano de algún arquitecto demente.
Tuve
la desagradable impresión de que rostros espectrales oscilaban en la niebla,
sonriendo con facciones descarnadas, fantasmas incapaces de alcanzar la paz de
la muerte. Me alejé de la ventana, derrotado por un terror avasallador: tantas
horas despierto comenzaban a pasar factura a mi imaginación.
Una
voz quejumbrosa quebró el aguacero. Rebotó en los callejones sucios y me
perforó los tímpanos. El corazón me latía con fuerza. Me obligué a pensar que
solo era algún loco escapado del manicomio, vagando sin rumbo por el barrio
Estuve
a punto de maldecir, pero me contuve: en los cristales sucios se dibujó un
rostro a la vez familiar y extraño. Cabellos ralos, frente estrecha, tez
cetrina, perilla entrecana, labios finos casi borrados.
Como
siempre, me resultó difícil reconocer a quien tenía delante; la imagen del
reflejo era un enigma. ¿De verdad era yo, o un desconocido? El viento golpeó
los postigos, abrió la ventana y me arrancó una exclamación.
La
miseria de las calles se mostró en todo su siniestro esplendor: pordioseros,
prostitutas, borrachos, chulos y ladrones constituían la fauna perversa que
moraba en la zona, amén de los tenderos corruptos, comerciantes de baja estofa
y buhoneros depravados; farsantes que engañaban a su escasa clientela y que
venderían al Redentor igual que Judas.
Aquella
era la humanidad con la que estaba obligado a convivir: seres despreciables, de
una vileza e ignorancia inconcebibles. Jamás llegaría a ser uno de ellos.
Una
ráfaga helada me golpeó el rostro y sacudió la ropa en el instante en que
estaba por cerrar el único nexo con la realidad. El resplandor de las farolas
formaba sombras preñadas de futuros crímenes sobre las aceras.
Temblando,
agarré los postigos y cerré las contrapuertas: era consciente de que mi alma
estaba colmada de tinieblas, de tormentos inenarrables, de pecados que jamás
podría aceptar. Esa era la maldición de pertenecer a una estirpe de soldados,
mercenarios y asesinos: los Stark. No había redención posible.
II
EL HADA VERDE
Después
de cambiarme, encendí una vela, me senté ante la mesa y preparé los utensilios:
vaso de cristal, cuchara con cazoleta perforada y terrón de azúcar,
ritualizando el proceso con ojos férvidos.
A
la izquierda de la jarra de agua fría descansaba una diminuta botella —absenta
de dudosa calidad— conseguida aquella misma tarde. Hundí la nariz en la boca
del envase y disfruté con el olor del alcohol: artemisa, hinojo y anís; la
Santísima Trinidad.
Otros
aromas regresaron a mi mente: hisopo, angélica, cálamo, cilantro, verónica,
enebro y nuez moscada, variantes que podían conjugar con el Hada Verde que
estaba a punto de consumir.
De
un cajón inferior saqué un puñado de láudano y lo coloqué junto a la botella:
aquel sofisticado placer era el único que podía permitirme con mi parca
economía.
Metódico,
preparé ambas cosas en el fondo del vaso, añadí un chorro de agua a través del
terrón de azúcar y vislumbré cómo la mezcla se tornaba de un color opalescente:
no tardaría mucho en franquear las puertas del Paraíso y del Infierno.
El
primer trago fue amargo; mis papilas gustativas protestaron, pero ignoré
cualquier muestra de aprensión: era el precio que tenía que pagar por el
éxtasis de los sentidos.
Poco
a poco, durante minutos imprecisos —que más tarde resultarían ser horas— apuré
la bebida, copa tras copa, hasta vaciar la jarra.
Extático,
me levanté a trompicones, recorrí la habitación sumida en la penumbra y me
desplomé sobre las sábanas revueltas. Durante un momento, los remordimientos de
conciencia habían desaparecido: tenía una segunda oportunidad para
reconciliarme con el pasado.
III
DELIRIO
Lentamente,
mi entorno adquirió un aspecto tenebroso, colmado de malos presagios. El paso
del tiempo se distendió, giró sobre su propio eje en una marejada de aristas
cortantes.
Mi
cuerpo estaba frío, rígido, como un témpano de hielo. El elixir había hecho
efecto; tenía la boca seca, mi lengua se negaba a moverse.
Una
sed devoradora llenó mis fibras, mermando el disfrute que la absenta me
ofrecía: las barreras de la carne eran más fuertes de lo que podía imaginar.
Cálidos
olores llenaron mi subconsciente: vino blanco, azafrán, canela, clavo y opio.
Nervioso, me retorcí sobre mi propia figura, a punto de reventar.
El
sudor corría en gruesas líneas por la frente; quizá el alcohol había superado
los límites del cuerpo. Traté de alzarme, de recuperar la lucidez, pero fuerzas
invisibles me sujetaban al lecho.
De
repente, sin previo aviso, junto a la puerta aparecieron dos brillantes puntos
carmesíes. Un doloroso escalofrío me recorrió la columna vertebral y sentí cómo
mi garganta enmudecía.
Asustado,
la sangre nubló mi mente y me aplasté contra la pared. ¿Qué demonios era
aquello?
Paulatinamente,
una imagen fue tomando sustancia; su sombra imponente traspasó el cuarto y se
detuvo a pocos pasos de mi persona. Con la mirada borrosa, distinguí sus contornos
esqueléticos, indistintos en las tinieblas que crecían por segundos: era un
caballo blanco, de crines cerdosas, en cuyas órbitas ardían tizones
enrojecidos.
Un
grito de pavor pugnó por escapar de mi garganta estrangulada. Intenté
retroceder, huir del contacto del animal, sin éxito.
La
espantosa aparición inclinó la cabeza; sus ollares formaron una diminuta
cortina de vaho, similar al azufre que debía emanar de los pozos del Infierno. Los
pulmones, inflamados, protestaban por la falta de oxígeno; apenas me quedaba un
instante antes de perder el conocimiento.
De
la bestia emanaba una malevolencia sin límites, un tormento que se extendía por
toda la eternidad, idéntico a la condena que acarreaba sobre mis hombros.
Aterrado,
temí por mi sensatez; poco faltaba para que el límite entre la razón y la
locura se desvaneciera. Palabras inconexas se agolparon en mi paladar y
chocaron contra mis dientes encajados.
Aflojé
las mandíbulas, cerca de proferir “¡Vade retro, Satanás!”, cosa del todo
imposible: el Hada Verde había cauterizado las sílabas en mi interior.
El
don del habla, de expresar mis pensamientos, de utilizar vocales para construir
una simple frase, me estaba siendo negado.
Mi
memoria se vio inundada por el discernimiento: fui consciente del fenómeno sobrenatural
que contemplaba. Mi lengua de origen formuló la palabra Nachtmahr: aquel
era el nombre del caballo de Lucifer, tal como lo denominaban mis antepasados
arios.
Vencido
por el miedo, cerré los párpados: era incapaz de soportar la macabra visión que
estaba dispuesta a conducirme al Abismo.
El
silencio, roto por la pesada respiración de la criatura, se transformó en una
agonía insoportable. La falta de aire me quemaba las costillas.
Exhorté
en silencio, imploré clemencia divina, oré por la salvación de mi alma: el
Todopoderoso no escuchó mis súplicas.
A
oscuras, sentí cómo la presencia retrocedía; el sonido de sus cascos retumbó
contra las planchas del suelo y se desvaneció en la atmósfera enrarecida de la
habitación: volvía a estar solo.
IV
TELARAÑAS
Los
segundos se condensaron en un lamento: estaba atrapado entre las contriciones
que tejían una madeja sobre mi anatomía.
Al
otro extremo de la estancia, la negrura adquirió rasgos monstruosos: ojos
preternaturales, boca supurante, colmillos afilados, sonrisa diabólica...
Anhelé
escapar, salir del cuarto, evadirme de los fantasmas que se materializaban a
los pies de la cama. No podía pedir auxilio; el pánico me atenazaba las cuerdas
vocales, ahogándome con su zarpa angustiosa.
Sin
transición, me encontré cubierto por telarañas: hebras grisáceas se adherían a
mi piel, arrebatándome el calor que podía albergar. El frío me hacía temblar;
los demonios avanzaban, cubriendo con sus sombras los confines más hondos del
alma.
No
me quedó otro remedio que resignarme, aceptar mi funesto sino. Quizá fuera
mejor que todo terminara lo antes posible: morir significaría un alivio
inconmensurable...
Sobresaltado,
regresé a la realidad, golpeándome la cabeza contra la pared. Me froté el
cráneo mientras luchaba por controlar las náuseas: la avidez por vomitar
abrasaba mi interior.
Tenía
el pijama cubierto de sudor, el pulso descontrolado y la respiración agitada:
el Hada Verde había intensificado mis pesadillas hasta un límite grotesco.
Encendí
la pipa y dejé que el humo acariciara los pulmones; apenas un consuelo para el
tumulto del cuerpo y del alma.
Al
cabo de unos minutos, recobré el ánimo depresivo que me caracterizaba: volvía a
ser dueño de mis acciones. Los sueños continuaban frescos; no podía borrarlos,
los detalles eran demasiado recientes.
Con
una toalla deshilachada, sequé el sudor que perlaba el torso; me repugnaba el
contacto con mis propios fluidos.
Estaba
seguro de que aquella vez no conseguiría vencer a los súcubos, pero había
tenido suerte: aún no había llegado mi hora.
¿Y
si hubiera perecido? Suspiré, consternado, maldije el hecho de permanecer
despierto: no era digno de respirar el mismo aire que mis semejantes.
La
lámpara se apagó. Tardé unos segundos en acostumbrarme a la negrura; no podía
ver nada, como si las tinieblas de mi conciencia cubrieran el interior de la
estancia.
Por
primera vez en meses, me sentí tranquilo, racionalmente distante de los
conflictos que me asediaban: la oscuridad tenía el don de calmarme.
Con
la mente en blanco, enumeré los sonidos de la noche tardía: el golpeteo del
viento, los motores de los vehículos, la agitación de los postigos, la lluvia
torrencial y las campanadas de la iglesia.
Las
voces humanas no tardarían en aparecer: dentro de poco los vecinos del tercero
se levantarían, el dueño de la tienda de enfrente abriría su local, las viejas
arpías del segundo saldrían a comprar, la gente iría a sus mezquinos trabajos.
El
mundo continuaba adelante; las ruedas del sistema no se detendrían, la balanza
se inclinaría arbitrariamente. Nadie se preocuparía por mi suerte o bienestar.
Era
un anacronismo: sin amigos, familiares, conocidos o amantes, reflexionaba a
solas, esperando que llegara su final.
Aquel
era un buen resumen de mi existencia. Me costaba aceptar que cincuenta y siete
años de vida se pudieran condensar en unas cuantas frases.
De
nada serviría negar la verdad: era un perdedor. Inquieto, jugueteé con la pipa
sin animarme a encender otra.
No
tenía hambre; llevaba toda la jornada sin comer. El alcohol, el tabaco y la
absenta reemplazaban la necesidad de alimentos.
Evidentemente,
sabía que con aquella actitud no llegaría lejos, pero no era capaz de
sobreponerme, de superar el círculo angustioso donde me debatía.
Me
limitaba a hundirme, tocando el fondo, sin saber si podría regresar a la
superficie alguna vez.
La
idea de suicidarme regresó con renovadas fuerzas: despreciaba ser como era,
soportar aquel caos. Apenas podía recordar otra cosa desde que tenía uso de
razón.
Estuve
tentado de autoflagelarme, actuar como lo haría un penitente para expiar sus
pecados, pero no pensaba darme aquel placer: quedaban demasiadas horas por
delante hasta que amaneciera.
Con
un esfuerzo nacido de la desesperación, agarré la corbata y me dispuse a atarla
a una de las vigas del techo.
Con fortuna, me rompería el pescuezo al ahorcarme: la fotografía de mi cuerpo saldría en la portada de Le Petit Parisien...
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