Hasta
la llegada de Expectativas (Warner Music, 2017), la carrera de Bunbury había
sido tan variada y prolífica como tenía acostumbrados a sus seguidores. En
aquellos años publicó tres álbumes de estudio: Las consecuencias (2010),
Licenciado Cantinas (2011) y Palosanto (2013); además de los
directos Gran Rex (2011), Madrid, Área 51 (2014), Hijos del
pueblo (2015) —en colaboración con Andrés Calamaro— y MTV Unplugged: El
libro de las mutaciones (2015), junto con el documental El camino más
largo (2016).
Independientemente de la consistencia de cada
giro estilístico de su trayectoria, nadie podía negar al maño su amor por la
música, su afán por experimentar nuevas texturas y su disposición a arrojarse
al vacío. Ese espíritu mutable había descolocado al público desde Radical
Sonora (1997), donde abrazaba la electrónica, las cajas de ritmos y la
música árabe. Entre lo sublime (Lady Blue) y lo dudoso (Hay muy poca
gente), la sombra de Héroes del Silencio seguía proyectándose incluso en la
actualidad.
Al
igual que Loquillo, Santiago Auserón, Jaime Urrutia o Calamaro, Bunbury
demuestra ser un músico ajeno a los dictados del mercado, a las radiofórmulas y
a las exigencias de las discográficas. Su meta es la superación y la
autenticidad, no la venta masiva de discos ni el llenado de recintos. Quizá por
eso orienta su carrera hacia el mercado latino, donde siempre ha sido mejor valorado
que en España.
Junto
a Los Santos Inocentes, la formación que lo había acompañado durante los
últimos años tanto en estudio como en la carretera, Expectativas se
presentó como un trabajo que se desmarcaba de sus recientes incursiones latinas
para abrazar un espíritu glam que evocaba a Bowie —una de sus mayores
influencias—. Lo hacía a través de canciones cargadas de contenido social,
compromiso, pesimismo y actitud combativa. Era la extensión lógica de temas que
ya había explorado anteriormente en elepés como Avalancha (1995), El
viaje a ninguna parte (2004) o el mesiánico Palosanto.
Lanzados
como sencillos, «La actitud correcta» —ácido ataque al postureo y a los aires
de estrella de algunos compañeros de profesión, plenamente aplicable a la
escena indie patria— y «Parecemos tontos» —un medio tiempo dylaniano
con letra reivindicativa— definían perfectamente el núcleo lírico del disco.
«La ceremonia de la confusión», la bailable «En bandeja de plata» y «Lugares
comunes, frases hechas» podían considerarse los temas más críticos del álbum.
En cambio, «Cuna de Caín» —que los medios se empeñaron en asociar con el
conflicto catalán, algo que el zaragozano desmintió repetidamente—, «Supongo»
—amarga y esperanzada a la vez— y «La constante» —una balada romántica dedicada
a su esposa Jose Girl— mostraban su faceta más sensible y reflexiva. Por primera
vez en mucho tiempo sobraron las estridencias vocales: el tono se ajustó a las
necesidades de cada tema. Bunbury no sintió la necesidad de sobresalir por
encima de sus músicos.
Llegados
a este punto, hubo que destacar también el gran trabajo de Santiago del Campo:
su saxo apareció prácticamente en todas las canciones, enriqueciendo un disco
que contó con una producción excelente, variada y madura, sin altibajos y, a
diferencia de anteriores elepés, nunca monótona. «Bartleby (mis dominios)», «
Al
filo de un cuchillo» —la pieza más oscura del álbum, marcada por la tensión
entre culpabilidad, dolor y placer— y la nihilista «Libertad» mostraron el lado
más rebelde e inconformista del músico.
Para
entonces habían pasado veinte años de constante reinvención desde su primer
disco en solitario. Bunbury entregó con Expectativas su mejor trabajo
desde Las consecuencias y, por extensión, uno de los más sólidos de su
dilatada trayectoria discográfica. Un verso quedó para el recuerdo: «La calle
va por dentro y no tienes ni puta idea de rock and roll». ¿Alguien se atrevió a
llevarle la contraria?
