Habitación 320
Hotel President
Praga, República Checa
23.00 horas
Stark abandonó el baño y se dirigió al dormitorio de la
lujosa suite presidencial. Con los músculos tensos, se detuvo delante de la
cama doble, observando la ropa que había elegido para salir a la calle: un
pantalón de camuflaje con bolsillos a la altura de los muslos, suéter de
algodón sintético, chaqueta de cuero, botas de combate de caña alta. Todos los
medios que la Schneider había puesto a su disposición —limusina, jet privado,
alojamiento en el Hotel President— le habían hecho olvidar sus inquietudes.
Aunque detestase admitirlo, le fascinaba la vida de lujo y
sofisticación propia de los agentes ejecutores. La suite gris claro, con
cortinas y alfombras color vino tinto, muebles blancos y ocres de madera
artificial, poseía una vista espectacular sobre el río Moldava y el Castillo de
Praga.
«Te has vuelto un esnob»,
reflexionó con sarcasmo. «No olvides el trabajo que te espera».
El viaje de dieciocho horas le resultó aburrido e
interminable. El departamento le había proporcionado una nueva documentación
que utilizó para franquear la aduana y registrarse en el establecimiento de
cinco estrellas. Era la primera vez que recurría a una falsa coartada y le
resultaba extraño haberse convertido en otra persona. Según el chip de
identidad, se llamaba Yuri Sergéevich Gólubev, nacido en San Petersburgo, hijo
de inmigrantes afincados en Los Ángeles, veinte años de edad, estudiante en la
UCLA, tendencias políticas de izquierdas. Curiosamente, el perfil encajaba con
el de los típicos jóvenes revolucionarios que solían asistir a las manifestaciones
y protestar contra el orden establecido. Esbozó una sonrisa torcida: sus
instructores se llevarían una buena sorpresa si pudieran verle en aquel
momento. Un escalofrío le recorrió la espina dorsal: se encontraba tan nervioso
como expectante. Stark ordenó en voz alta:
—Subir la temperatura cinco grados, por favor.
El sistema domótico replicó con voz metálica:
—Sí, señor.
Mientras se uniformaba, Stark rememoró la charla que
mantuvo una hora atrás con el enlace que habían enviado para asesorarle: el
teniente Barker Webb era uno de los oficiales inferiores más temibles y
respetados de la Orden de los Centinelas.
—Buenas tardes, Stark.
Al alemán no le gustó el aspecto gélido y huraño de Webb. Este
vestía traje azul, camisa blanca, zapatos de punta cuadrada, corbata negra y un
abrigo oscuro que le llegaba hasta las rodillas. Cabello cortado al estilo
militar, ojos flemáticos y taciturnos, rostro bronceado, nariz rota de
boxeador, mandíbulas cinceladas sobre la piel. Aunque fuera vestido como un
civil, sus galones e insignias podían percibirse a una milla de distancia;
apestaba a corrección por los cuatro costados.
—Buenas tardes, señor.
El teniente Webb no se anduvo por las ramas.
—No me agrada la idea de que usted se encargue de esta
misión, soldado.
Lleno de rabia, Stark apretó los dientes y reprimió las
ganas de enviar a su superior al infierno. Aquel imbécil se creía mejor que
nadie por llevar dos estrellas de oro sobre los hombros. Estaba harto de los
oficiales que disfrutaban haciendo la vida imposible a sus inferiores.
—Si esto significa algún problema puede llamar a los
Ángeles —respondió con acidez—. Estoy seguro de que el comandante Aries estará
encantado en atenderle.
Su superior puso mala cara.
—Ya lo he hecho. —La noticia no cambió la expresión del
alemán—. Todo debe seguir según el plan previsto. Aries confía mucho en sus
posibilidades a pesar de su juventud. ¿Tiene experiencia previa como agente
ejecutor?
—Ninguna.
—Ninguna, señor —lo
reprendió Webb.
—Ninguna, señor —repitió Stark, impasible.
El teniente Webb no se molestó en ocultar su desprecio.
—¿Cuánto tiempo hace que fue promocionado?
—Un mes y medio, señor.
—Por lo que puedo comprobar, en Berlín son muy generosos
con los ascensos a soldados de primera clase.
La voz del alemán fue tan áspera como papel de lija:
—Eso parece, señor.
El humor de Webb empeoraba por momentos.
—Tengo la impresión de que es usted un gallito que se cree
un hombre porque ha tenido la suerte de viajar en primera clase —escupió—. Voy
a ser lo más conciso que pueda para que no haya malentendidos entre nosotros,
Stark. Primero: procure mostrar un poco más de respeto a un superior. Segundo:
cumplirá mis órdenes, sean cuales sean, sin rechistar. No quiero preguntas ni
protestas de ningún tipo. Tercero: en el caso de que falle la misión, si aún
continúa vivo, me encargaré de que sea sometido a un Consejo de Guerra. ¿Le ha
quedado todo claro o tengo que proveerle un parte por escrito?
El rostro de Stark era una máscara de piedra.
—Lo he entendido todo, señor.
Su superior sacó del interior de la chaqueta un Apple de pantalla de cinco pulgadas y
teclado táctil y lo colocó sobre la mesa. Un mapa tridimensional de líneas
verdes flotó sobre sus cabezas.
—Su objetivo abandonará el Castillo de Praga cuando termine
la cena —explicó a la vez que señalaba un punto en el holograma—. Usted debe
seguirlo de cerca, como si fuera su propia sombra, sin que la comitiva de
seguridad se percate de su presencia. El plan es el siguiente: acabará con él
cuando salga del casino donde piensa asistir para celebrar el éxito de la
recaudación.
Stark asintió.
—Como cliente VIP, entrará y saldrá por la parte trasera
—puntualizó—. Me encargaré de que el callejón esté vacío al amanecer para
evitar testigos engorrosos que puedan causarle problemas. Le recomiendo que
ataque a los guardaespaldas antes de ocuparse de Weyland. Aunque nuestros
Técnicos de Información no han encontrado sus fichas, sabemos que son soldados
profesionales con una amplia experiencia en tareas de esta clase. Supongo que
es consciente de que no se lo pondrán fácil, Stark.
—Lo sé, señor.
—En total serán cuatro objetivos: Weyland, su intérprete
privado, y la comitiva de seguridad compuesta por dos hombres. Hemos
investigado al traductor y podemos afirmar que no le dará problemas. Trabaja
para la UNESCO y no tiene ningún tipo de formación militar.
—¿Es necesario matarle, señor? —preguntó—. Al fin y al cabo
solo se trata de un paisano desarmado.
El teniente esbozó una mueca que con mucha imaginación
podría pasar por una sonrisa.
—Por supuesto —acotó—. En la Orden de los Centinelas no
tenemos remilgos a la hora de disparar. Si le sirve de consuelo, piense que se
encontraba en el momento inoportuno en el lugar inadecuado. Me da igual que sea
un sacerdote, un miembro del Ejército de Salvación, o un familiar íntimo y
querido por usted. Liquídelo sin contemplaciones.
El cinismo y la brutalidad de Webb estuvieron a punto de
causarle una arcada.
—¿Y la seguridad del club?
Su superior cambió el ángulo visual del mapa, enfocando la
avenida exterior de la discoteca.
—A esa hora estarán en la entrada echando a los últimos
clientes —dijo—. La calle será un caos de vehículos y borrachos. No se darán
cuenta de lo sucedido hasta que sea demasiado tarde.
Stark asintió por segunda vez.
—De acuerdo, señor.
El móvil desapareció dentro del abrigo.
—Cuando haya concluido el trabajo debe vaciar los bolsillos
de sus objetivos —ordenó—. Este incidente será un escándalo a nivel
internacional y queremos que los medios piensen que se ha tratado de un simple
y vulgar robo. El índice de delincuencia de la República Checa es uno de los
más altos de Europa. La mafia rusa campa a sus anchas por el país. No será muy
difícil hacer creer a las cadenas de televisión que ellos han sido los
causantes de este cuádruple asesinato.
El alemán se permitió una nota de sarcasmo: por fin alguien
había tenido el valor de llamar las cosas por su nombre.
—¿Tan fácil?
—Ni se lo imagina. —Webb lo contempló de la cabeza a los
pies con frialdad—. Independientemente de su falta de experiencia, voy a darle
un voto de confianza, Stark. El comandante Aries jamás se ha equivocado a la
hora de elegir a un agente ejecutor y espero que usted no sea el primero de la
lista. Por cierto, puede meterse su sentido del humor donde le quepa. Mi
paciencia para aguantar estupideces tiene un límite.
Stark reprimió un gesto irónico.
—Lo haré, señor.
Su superior se puso en pie.
—Nos mantendremos en contacto por sistema de audiorecepción
—dijo—. ¿Me permite un consejo de última hora?
—Por supuesto, señor.
Inesperadamente, Webb mostró un resquicio de afabilidad que
lo dejó boquiabierto.
—Procure mantener la cabeza baja y no intente hacerse el
héroe —repuso—. Sé que está aquí en contra de su voluntad y no le queda más
remedio que obedecer las órdenes. No soy tan mezquino como aparento. Si
consigue salir de una pieza me quitaré el sombrero ante usted.
Stark añadió:
—Tengo una pregunta, señor.
El teniente se detuvo en la salida.
—¿Por qué ha cambiado de parecer?
Su superior no se molestó en darse la vuelta.
—Porque me recuerda a mí cuando yo tenía su edad, soldado.
Al alemán aún le sorprendía que el teniente Webb pudiera
actuar como un ser humano: pocos oficiales de enlace se mostrarían tan sinceros
con un subordinado. De hecho, detrás de su apariencia malhumorada y repugnante,
se ocultaba un veterano de guerra que las había visto de todos los colores.
Stark salió a la terraza con un cigarrillo prendido de las comisuras de los
labios. Enfrente, a través de la atmósfera sobrecargada de polución y estática,
distinguió las líneas del Castillo de Praga. La gélida temperatura del exterior
lo obligó a meter las manos dentro de los bolsillos de la chaqueta. Tiritando,
observó como un barco se esfumaba entre la niebla pastosa que cubría el
Moldava. Después de varias semanas soportando el calor y la humedad propia de
Los Ángeles, le resultaba difícil adaptarse al clima de Praga. El cielo
cubierto de negras nubes le pareció amenazante y perturbador. Desde el nivel de
la calle, ochenta pisos más abajo, le llegó el sonido de los deslizadores
urbanos. Una inesperada impresión de inutilidad le invadió el alma: odiaba
sentirse de aquel modo, presionado e insatisfecho, en un momento clave de su
carrera. Todo dependía de lo que pasara durante las próximas doce horas. Morir
era el menor de sus problemas: no deseaba decepcionar a nadie ni compadecer
ante un Tribunal de Honor.
«Todo saldrá bien», pensó. «Mantén la cabeza fría y no
dejes que el pesimismo y la inseguridad te dominen».
Stark arrojó la colilla a la calle y regresó a la suite.
Aunque lo intentara con todas sus fuerzas, no podía vencer la animadversión y
la culpabilidad que embargaban su conciencia. Revisó el arma que
Webb le había facilitado: una Makarov último modelo, doble acción y recarga
accionada por retroceso, de quince cartuchos de punta endurecida. Stark hubiera
preferido un arma de mayor calibre, pero por desgracia, su superior se mostró
inflexible al respecto; una ametralladora ligera o una escopeta de cañones
recortados hubiese sido lo ideal. Durante un momento, se preguntó cómo el
teniente lograba mantener la compostura después de décadas sirviendo a la
Schneider. Nunca había tenido en cuenta lo mucho que desgastaba aquella
profesión y la cantidad de barro que tendría que tragar para mantener sus
convicciones. Ambos malinterpretaron al otro: su superior pensaba
que el alemán era un novato sin agallas y este había creído que Webb solo era
otro oficial sádico e inmisericorde como los que lo habían instruido. La próxima vez sería
pragmático en todo momento y no sacaría conclusiones precipitadas.
Estoico, enfundó la pistola en la vaina ocultable que
llevaba debajo del brazo derecho y se aproximó a la puerta: el momento de la
verdad había llegado.
Malá Strana
Sector Cuarto
Praga, República Checa
4.30 horas
Con los ojos entrecerrados, Stark estudió la avenida
desierta; faltaba poco para que el amanecer despuntara en el horizonte. Aquel sector
situado en la ribera izquierda del río Moldava que apenas había sufrido cambios
durante los últimos siglos, era uno de los más antiguos de la ciudad. En otras
circunstancias, hubiese disfrutado informándose sobre la historia y los
monumentos históricos de la zona, pero la misión era demasiado importante para
perder el tiempo con sus aficiones. A diferencia de sus compañeros de la
Escuela de Oficiales, el alemán siempre había tenido una sed de aprendizaje
fuera de lo común; puede que por ello no encajara en ninguna parte.
Una corriente de aire helado lo hizo estremecer. En el otro
extremo de la calle, un anuncio de Coca-Cola
destellaba en la oscuridad con trazos intermitentes. Stark lamentó no haber
elegido ropa más abrigada: el frío penetrante hacía que los dientes le
castañearan sin cesar. Temblando, se frotó las manos cubiertas por guantes de
cuero y golpeó el suelo con los pies para entrar en calor. A su derecha, una
rata de gran tamaño asomó la cabeza triangular entre un puñado de bolsas de basura
y desapareció sin dejar rastro. Notaba los dedos insensibles y las rodillas
tirantes; hubiera dado cualquier cosa por una taza de pseudocafé caliente.
«Eres un completo imbécil», meditó con aspereza. «En el
caso de lucha cuerpo a cuerpo tendrás todas las de perder».
Una sensación de resquemor le carcomía el espíritu,
insidiosa como una herida abierta expuesta al aire libre. Stark siempre hacía caso a sus instintos: uno de los
puntos de la ecuación se le escapaba delante de las narices; faltaba un detalle
fundamental. Una gota de agua le lamió la mejilla: la bóveda turbulenta
empezaba a descargar su masa sobre la megalópolis. Stark se subió el cuello de
la chaqueta y se refugió al amparo de un porche; lo menos que necesitaba en
aquellos momentos era una tormenta que limitase su visibilidad. Los edificios
veteados por las luces eléctricas del encendido público proyectaban sombras
alargadas sobre la carretera. El aliento le formaba pesadas nubes de vaho
delante de la boca. Una bruma espesa e irrespirable se deslizó sobre el río
hasta alcanzar la parte inferior de la avenida. Hasta los elementos parecían
aliarse en su contra.
De improviso, la voz ronca del teniente Webb llenó su oído
izquierdo. Llevaba esperando su llamada desde hacía tres horas:
—¿Qué tal se encuentra, Stark?
El alemán intentó sonar firme y decidido:
—Perfectamente, señor.
Su superior rezongó:
—¿Seguro? —inquirió—. Pensaba que habría muerto congelado.
La sonrisa hizo que le dolieran los labios agrietados por
el frío.
—No esperaba que las temperaturas descendieran de este
modo, señor.
Webb fue práctico:
—Un agente ejecutor tiene que estar listo para afrontar lo
inesperado —comentó misteriosamente—. Si continúa trabajando para la
Corporación no tardará en descubrir que es un factor que hay que tener presente
en todo momento.
—Lo tendré en cuenta, señor.
El tono de su superior se volvió gélido:
—La limusina está aproximándose a su posición —indicó—.
Estará ahí en cinco minutos.
—Comprendido, señor.
Lleno de desconfianza, Stark estudió las azoteas y las
ventanas de los edificios que lo circundaban. Su superior había estado
vigilándolo desde un lugar elevado durante todo el tiempo, a salvo de aquel
horrendo clima, provisto de unos binoculares de visión infrarroja. Rabioso,
apretó la culata de la Marakov hasta que los nudillos se le tornaron blancos.
¿Acaso el teniente Webb estaba jugando con él de algún modo? Lentamente, la
lluvia rompió el silencio sepulcral que llenaba la calle, formando grandes charcos
sobre el empedrado y las aceras. A través de la cortina de agua, contempló cómo
un Mercedes se aproximaba a la parte trasera del casino. El vehículo negro, de
amplio capó y gruesas ruedas, poseía unas líneas esbeltas y estilizadas. Stark
procuró fundirse en la oscuridad que bañaba el portal: no quería que el
conductor se percatara de su presencia hasta que fuese demasiado tarde. Esforzó
la vista, intentando distinguir a los pasajeros, pero los cristales ahumados
eran demasiado opacos. El deslizador avanzó unos cien metros y se detuvo ante
la puerta del club. Acto seguido, uno de los guardaespaldas descendió del
Mercedes con un paraguas en la mano. A pesar de la distancia, al alemán le
impresionó el tamaño de aquel gigante. Era tan alto y musculoso como Hugo
Müller, el traje apenas podía ocultar el poderío de su fisonomía.
«Magnífico»,
reflexionó. «Necesitaría un lanzacohetes para acabar con él».
Dos siluetas salieron del casino. De inmediato, el hombretón abrió el paraguas y lo tendió sobre sus cabezas. Stark echó a caminar, tenso como un resorte, con las manos en los bolsillos. Todo transcurría a cámara lenta, congelado en un instante eterno. Sus dudas habían sido reemplazadas por una resolución casi matemática. Jamás se había sentido tan distanciado de sus propias emociones, frío como un bloque de hielo, sin dilemas de ninguna clase. Stark avanzó con rapidez, en la cresta de una ola inmaterial, con la mirada convertida en dos pozos de mercurio. Apenas hacía ruido al caminar: más que un hombre parecía la viva imagen de un ángel vengador salido del Antiguo Testamento. Durante unos segundos vislumbró el rostro de Weyland debajo de la sombra del paraguas; había ganado peso desde que le tomaron la fotografía del expediente. El intérprete extendió la mano hacia la puerta de la limusina, dispuesto a entrar, cuando sus ojos tropezaron con los del alemán. En aquel intervalo, cuando la situación se encontraba a punto de explotar, averiguó el porqué de todas las aprensiones que se negaban a abandonarlo.
Dos siluetas salieron del casino. De inmediato, el hombretón abrió el paraguas y lo tendió sobre sus cabezas. Stark echó a caminar, tenso como un resorte, con las manos en los bolsillos. Todo transcurría a cámara lenta, congelado en un instante eterno. Sus dudas habían sido reemplazadas por una resolución casi matemática. Jamás se había sentido tan distanciado de sus propias emociones, frío como un bloque de hielo, sin dilemas de ninguna clase. Stark avanzó con rapidez, en la cresta de una ola inmaterial, con la mirada convertida en dos pozos de mercurio. Apenas hacía ruido al caminar: más que un hombre parecía la viva imagen de un ángel vengador salido del Antiguo Testamento. Durante unos segundos vislumbró el rostro de Weyland debajo de la sombra del paraguas; había ganado peso desde que le tomaron la fotografía del expediente. El intérprete extendió la mano hacia la puerta de la limusina, dispuesto a entrar, cuando sus ojos tropezaron con los del alemán. En aquel intervalo, cuando la situación se encontraba a punto de explotar, averiguó el porqué de todas las aprensiones que se negaban a abandonarlo.
«Solo eres un
blanco de distracción», pensó. «Webb te está utilizando como carnaza».
Por inercia, movido por un instinto que ignoraba tener,
desenfundó la pistola. El presidente de WeyCorp lanzó un chillido de miedo, intentando
recular, a la vez que el cañón de la Makarov giraba en su dirección. El gigante
saltó hacia atrás con la cabeza abierta en dos: astillas de hueso y sangre
salpicaron las facciones del traductor. Stark se volvió hacia la izquierda,
prediciendo el movimiento del chófer, que en aquel momento emergía del vehículo
con una Uzi en la mano. La ráfaga le rozó el hombro y se hundió en la pared
situada a su espalda. Gélidamente, apretó el gatillo: su enemigo se desplomó
con la garganta seccionada; el disparo le había perforado la carótida de parte
a parte. Un impacto seco sonó a su espalda. Como un relámpago, Stark extendió
la zurda hacia su objetivo con los dientes chirriando. Sorprendido, observó
cómo el intérprete caía al suelo con el corazón perforado por un balazo.
Weyland continuaba en el mismo lugar, paralizado por el terror, incapaz de
efectuar el menor movimiento. Inesperadamente, el cráneo le estalló en un
manantial carmesí, esparciendo su cerebro sobre el parabrisas del Mercedes. Stark
tardó unos segundos en comprender lo que había pasado: su superior había
aniquilado a sus objetivos utilizando un rifle de francotirador con proyectiles
de punta hueca para no dejar señales balísticas. La rabia escarlata que le
enturbió la visión borró cualquier remordimiento que pudiera experimentar:
odiaba que lo utilizasen de un modo tan miserable.
«Maldito hijo de perra», pensó lleno furia. «Te mataré por
jugármela de este modo».
De improviso, un golpe demoledor lo arrojó por los aires,
haciéndolo aterrizar en mitad de la avenida. El impacto le arrancó una
exclamación de sufrimiento. Confuso, levantó la cabeza, haciendo lo imposible
por ponerse en pie. Impotente, vislumbró como el primer guardaespaldas que
creía haber eliminado se aproximaba a su persona hecho una furia. El pánico le
encogió el estómago: un implante cibernético brillaba debajo de la carne
sintética del rostro de su rival. Aterrado, retrocedió a trompicones, luchando
por alejarse de aquel monstruo mecánico. ¿Por qué demonios nadie le había dicho
que uno de los miembros de la comitiva de seguridad era un cyborg?
—¡Voy a hacerte pedazos, cabrón! —exclamó la máquina.
Stark había perdido la pistola. Instintivamente, intentando
cubrirse de alguna manera, alzó los brazos delante del rostro. La máquina descargó
el enorme puño sobre su cuerpo, una y otra vez, aplastándolo contra el
empedrado. Stark sintió que la cabeza iba a reventarle por la brutalidad de los
impactos. Una constelación de puntos escarlatas y amarillos explotó delante de
sus retinas. Medio desvanecido, escupió sangre y dientes sobre la carretera. A
pesar de la terrible paliza, una parte cuerda y racional de su mente analizó la
gravedad de las lesiones: tenía la mandíbula fracturada y la nariz rota; nada
que no pudiera sanar en una clínica de rehabilitación. Iracundo, el cyborg lo levantó en vilo y lo arrojó
contra la limusina. Stark voló cuatro metros y chocó contra la carrocería del
deslizador, abollando una de sus puertas. Hecho un guiñapo, se desplomó de
bruces con el rostro ensangrentado, entre una cascada de vidrios rotos. La
tormenta bañó su físico, devolviéndole un pequeño atisbo de lucidez,
apartándolo de la negrura implacable que pretendía devorarlo. Las punzadas
angustiosas que le recorrían el costado izquierdo le arrancaban el aliento:
puede que las costillas se le hubiesen clavado en los pulmones. Haciendo de
tripas corazón, sacudió la cabeza, ignorando el dolor que invadía todo su
cuerpo. El aborrecimiento era lo único que lo mantenía consciente: no pensaba
permitir que aquella asquerosa máquina terminase con su vida.
—Te crees muy duro, ¿verdad? —masculló el hombretón—. ¡Te
daré motivos para lamentar haberte cargado a mi jefe!
El cyborg se
dirigió hacia su víctima con una mueca de superioridad, dispuesto a terminar el trabajo. Con el cráneo
palpitándole, el alemán logró enfocar su entorno: la avenida neblinosa abnegada
por la lluvia, los vidrios fragmentados de la ventanilla del Mercedes, el
cadáver del conductor situado a su derecha, los destellos periféricos del
holograma de Coca-Cola. Pese al
aguacero, sudaba copiosamente. El sabor amargo de su propia sangre le llenaba
la boca, asfixiándolo. La ceja izquierda deformada por los puñetazos apenas le permitía abrir el ojo. Tenía las palmas de las manos
sucias y desgarradas… Entonces, en el último momento, a través de la bruma que
le enturbiaba la vista, descubrió la Uzi debajo de la carrocería del vehículo.
La descarga de adrenalina que invadió su anatomía fue tan intensa que lo hizo
olvidar el maltrecho estado en el que se encontraba. Era una oportunidad entre
un millón: debía aprovecharla o perecer en el intento. Con las mandíbulas
rechinando, se arrastró hacia el subfusil ligero, mientras la muerte se le
aproximaba por la espalda. Su rival lanzó una carcajada cruel:
—¿Adónde crees que vas? —inquirió—. ¡No puedes huir a
ninguna parte!
Stark acertó a gruñir:
—¡Vete al infierno!
La maquina se inclinó, agarrándolo por la pernera del
pantalón. Los dedos se le hundieron en la pierna con una fuerza irresistible.
Dorian estaba a punto de estallar en sollozos: la Uzi quedaba a escasos
milímetros de sus dedos. El cyborg
efectuó un tirón hacia afuera, desgarrándole la piel del tobillo. El dolor le
subió por la columna vertebral como un latigazo. Stark arañó el suelo desesperadamente,
rompiéndose las uñas, hasta que logró aferrar la culata del arma. El gigante lo
arrancó de su refugio y alzó el brazo, dispuesto a aplastarle la cabeza.
—¿Pero qué cojo…?
Implacable, el alemán apretó el gatillo, agotándole el
tambor del fusil en plena cara. La máquina saltó despedida hacia atrás, con el
cráneo completamente destrozado, y se derrumbó sobre la carretera. Temblando,
con los ojos llenos de lágrimas, Stark soltó un suspiro de alivio. Una arcada
le recorrió el estómago y lo obligó a vomitar la escasa comida que llevaba en
el vientre. Sus secreciones se mezclaron con la sangre y los cristales que
cubrían el suelo. Estremecido por las náuseas, se apoyó en la limusina,
luchando por recuperar la respiración. El cansancio lo hizo cerrar los ojos
durante unos segundos. Una luz de alarma parpadeó en su mente: tenía que salir
de allí cuanto antes; si la policía megapolitana lo encontraba junto a aquellos
cuerpos inertes lo encerrarían en prisión.
¿Dónde se había metido el teniente Webb? Colérico, Stark
maldijo a su superior por haberlo usado como señuelo. Aquel modo de actuar era
tan sucio como innoble: ¿se lo había ordenado el comandante Aries o lo hizo por
iniciativa propia para adjudicarse el éxito de la operación? Había sido un
idiota al confiar en sus oficiales: no pensaba volver a cometer el mismo error
nunca más. Involuntariamente, buscó el audioreceptor que llevaba en la oreja
derecha. Tal como esperaba, había perdido el aparato; Webb no podía contactarlo
aunque quisiera. ¿Cuánto tiempo había pasado desde que desenfundó la Marakov?
Según sus cálculos, cinco minutos como máximo, pero tenía la espantosa
impresión de que todo había durado varias horas. Sin pensarlo, revisó las
heridas y las magulladuras que laceraban su físico: había perdido varios
dientes (tres incisivos, un canino y cuatro molares) y tenía dos costillas (una
verdadera y otra falsa) fracturadas. Respirar era una tarea insoportable: el
dolor de su caja torácica empeoraba por momentos. El corazón le golpeaba en el
pecho con tanta fuerza que prácticamente lo ensordecía. ¿Aquel era el futuro
que le esperaba sirviendo a la Schneider? Stark se sentía como una basura: la
traición de sus superiores junto al desagrado por lo que había hecho era un
pesada losa de plomo sobre su conciencia. Quizá tenía que haber permitido que
el cyborg lo hiciera trizas…
Escuchó el zumbido de un motor y unas luces aparecieron al
final de la avenida. Un vehículo indistinto se aproximó hacia su posición a
gran velocidad. El alemán apretó la culata de la Uzi, dispuesto a defenderse
aunque estuviera en las últimas; había olvidado que no le restaban balas. Un
deslizador frenó bruscamente a dos metros de la limusina. De un salto, el
teniente Webb se apeó del todoterreno, echando miradas nerviosas a su alrededor.
Stark farfulló lleno de odio:
—¡No se atreva a tocarme!
Su superior ignoró su exclamación y aligeró los bolsillos
de los muertos en menos de un minuto: la misión era prioritaria en todos los
sentidos. Que su subordinado estuviese en las puertas de la muerte apenas tenía
importancia. Cuando terminó de hacer limpieza, se aproximó a Stark.
—Tenemos que largarnos de aquí —gruñó airadamente—. Procure
colaborar en la medida de sus posibilidades y no me ponga las cosas difíciles.
De lo contrario, dejaré que se las entienda con la policía checa. ¿Queda claro?
Los ojos de Stark eran dos pozos de resentimiento. No le
quedaba más remedio que obedecer o nunca tendría la oportunidad de vengarse de
Webb. Asintió con aspereza y dejó de revolverse. Su voz fue helada:
—Es usted un bastardo, teniente.
Su superior lo arrastró hacia el jeep.
—Le aseguro que no es el primero que me lo dice, soldado.
El teniente Webb lo arrojó sobre los sillones forrados con
poliuretano de la parte trasera y subió a la cabina del conductor.
Impertérrito, rodeó el cuerpo inerte del gigante y dejó atrás aquella escena de
muerte y destrucción. Al llegar al final de la calle, dobló a la derecha,
accediendo a una avenida transversal que se internaba en el casco antiguo de la
zona. Viejos edificios y modernos bloques de oficinas destellaron a ambos lados
del todoterreno. Stark hizo lo imposible por no perder el conocimiento: tenía
que solucionar ciertas cuestiones cuanto antes.
—¿Por qué no acabó con esa maldita máquina?
Su superior lo miró por el panel retrovisor.
—Echo en falta un señor
en esa frase, Stark.
El alemán apretó los puños lleno de rabia.
—No pienso acatar el reglamento —afirmó—. Me ha utilizado
para cubrirse las espaldas y quiero saber por qué lo ha hecho. Le denunciaré
ante el comandante Aries. Me da igual los contactos que tenga en la
Corporación.
Webb pasó por alto la indisciplina de su subordinado.
—Cuando disparó contra los guardaespaldas di por hecho que
estaban muertos. —confesó de mala gana—. El expediente del Servicio de
Inteligencia no explicaba nada sobre la posibilidad de que uno de ellos fuera
un cyborg.
—No me lo creo…
—Me importa un carajo lo que usted crea o deje de creer
—gruñó—. Después de liquidar al presidente de la WeyCorp abandoné la posición
donde me encontraba para ir a buscarle. Supe que algo iba mal cuando escuché
los golpes del combate a través del audioreceptor.
Stark fue cínico:
—Qué casualidad tan inesperada…
—Mejor reserve las energías, soldado. Me irritan sus
comentarios y acusaciones. Daré por hecho que aún se encuentra en estado de
shock y no mencionaré su insolencia en mi informe.
Stark no pensaba ceder un ápice.
—Podía haber muerto en ese callejón —escupió—. No tenía
ningún derecho a ocultarme que pensaba actuar por su cuenta. Era perfectamente
capaz de eliminar a mis objetivos. ¿El comandante está al corriente de todo
esto?
Su superior se mostró categórico:
—No se haga más preguntas de las necesarias, Stark —acotó—.
Aries no confía tanto en usted como para dejarle actuar por su cuenta y riesgo.
Al fin y al cabo, es un soldado de primera clase sin experiencia como agente
ejecutor. Por ello me ordenaron que le echara un cable para terminar el
trabajo. No existe una conspiración en su contra tal como parece imaginar.
Las palabras de su superior le hicieron sentir como un
estúpido.
—He de reconocer que es usted una caja de sorpresas
—admitió—. Jamás había visto a un ser humano vencer con las manos desnudas a
una máquina. Le prometo que le daré una recomendación por su valor durante el
servicio. Tómelo como una disculpa por mi parte por haberle fallado en el
último momento.
La generosidad de Webb le dio asco.
—Puede meterse su recomendación donde le quepa, señor.
Su superior lanzó una carcajada.
—Tiene usted cojones, soldado —dijo—. Aries sabe elegir
buena materia prima, como de costumbre. ¿Cuándo tiene que presentarse ante la
Junta de Oficiales?
Stark se quedó tan sorprendido que le dijo la verdad:
—Dentro de tres semanas.
El teniente Webb asintió, satisfecho.
—Tiene el examen en el bolsillo —reconoció—. Le felicito
anticipadamente por su ascenso, cabo.
Su futura promoción no lo afectó en absoluto.
—¿Adónde vamos?
—Al hospital más próximo —aclaró—. No quiero que muera
desangrado en la parte trasera de mi jeep. Le esperan noventa días de baja
reglamentarios para reflexionar sobre lo que le he dicho. Me estoy jugando el
cuello por usted, Stark. Las instrucciones del comandante fueron precisas: en
el caso de que cayera en combate debía dejarlo en la escena del crimen. Los
medios, dada su falsa identidad, lo hubieran relacionado con la mafia rusa.
Nadie sospecharía que la Corporación está involucrada en el asunto y todos
contentos.
Dolía saber que solo era un peón insignificante dentro del
tablero. Sus superiores no dejaban ningún detalle al azar; lo hubieran
sacrificado sin el menor remordimiento con tal de salvaguardarse las
espaldas.
—¿Y por qué no lo hizo?
—Porque me impresionó su valor, soldado —admitió—. Merece
algo mejor que morir a manos de un cyborg
de mierda. ¿Me promete que no cometerá ninguna tontería mientras se recupera de
sus heridas en el hospital?
Stark no se molestó en responder. Le dolía demasiado la
mandíbula para seguir discutiendo con su superior. Exhausto, cerró los párpados
y se deslizó en la negrura de la inconsciencia. Lo último que vio antes de
perder el sentido fue el cadáver de Thomas Weyland II sobre la acera bañada por
la borrasca. Aunque no hubiera apretado el gatillo, se sentía igualmente
culpable; su objetivo no merecía ser aniquilado de un modo tan despiadado para
complacer las ambiciones de la Schneider. Para bien o para mal, había dado el
primer paso que lo convertiría en el mejor agente ejecutor de la Orden de los
Centinelas.
Algo que también lamentaría el resto de su vida.