El lanzamiento de The Dark Side of the
Moon Redux (Cooking Vinyl, 2023) no ha dejado indiferente a la parroquia de
Pink Floyd. Fiel a su estilo, Roger Waters continúa haciendo lo que le apetece
con el legado de su antigua banda. La polémica está servida: ¿era necesario
reimaginar una de las obras maestras de la historia del rock? ¿Las
nuevas versiones superan las originales? ¿Todo se limita una jugada comercial
para engrosar las arcas de un músico que a estas alturas podría encontrarse
jubilado?
Aparte de las acusaciones de antisemitismo
que ha sufrido Waters durante los últimos tiempos, existe una brecha insondable
entre él y David Gilmour, antiguo guitarrista de Pink Floyd, que no ha aprobado
en el trabajo que nos suscribe. Hablamos de un elepé intocable, prácticamente
perfecto, rupturista e innovador, que trataba temas universales como el miedo,
la locura, la ambición o la muerte. Una genialidad —cincuenta millones de copias
despachadas— que ha marcado la vida de infinidad personas. La apuesta era
arriesgada… Demasiado, quizá.
The Dark Side of The
Moon Redux dividirá al fandom hasta extremos
inimaginables. Sin embargo, a Waters poco parece importarle que sus seguidores
consideren una herejía revisar una de las obras cumbres de la trayectoria de
Pink Floyd y, por extensión, de la música popular.
Resulta comprensible que Waters desee
actualizar el disco con la experiencia acumulada, todo desde el punto de vista
de un individuo de ochenta años. Sin embargo, ninguna de las nuevas versiones
engancha como las de antaño. La edad, la veteranía, las vivencias de Waters… El
tono reflexivo, casi letárgico de la obra, sin contar con numerosas partes
recitadas, convierten la escucha en una experiencia tediosa.
Por otra parte, la música ha sido reducida
a su mínima expresión: los solos de Gilmour y los teclados de Richard Wright
—desde mi punto de vista, los puntos fuertes del álbum primigenio— han
desaparecido. Lógico: no ha participado ninguno de sus viejos compañeros de
batalla.
Respecto a las canciones —una lista de
clásicos que funcionan tanto en conjunto como por separado— hubiera sido de
agradecer mayor ambición musical. Ya puestos a reinventar el disco, hacerlo
hasta las últimas consecuencias. Sin embargo, el cantante permanece fiel a las
coordenadas que Pink Floyd creó hace medio siglo. A Waters no le queda nada por
demostrar. Por consiguiente, es dudoso que se lance al vacío.
Este mismo concepto, aunando política,
crítica social, filosofía, mortalidad, antibelicismo y religión, como un
trabajo de Roger Waters, puede que aportara un elepé digno a su carrera
solista. A un músico de tal categoría —ni siquiera los detractores pueden
negarle un talento descomunal— se le exige innovación. Peter Gabriel, por poner
un ejemplo, ha lanzado material estupendo para el inminente i/o, en el
que actualiza su sonido de los ochenta de cara al futuro.
Las versiones reimaginadas de Breathe, Time, la jazzística Money, Us and Them con cuerdas o la dupla Brain Damage/Eclipse cumplen —imposible fallar con cortes de tamaña envergadura— en la medida de lo posible. Sin embargo, Speak to Me, On the Run, The Great Gig in the Sky y Any Colour You Like, reducidas a meros spoken words, pecan de intrascendentes. El mensaje, aunque sea reflexivo y profundo, no termina de convencer. Las experiencias actuales de Waters, las obsesiones que mantienen encendida la llama, no son tan interesantes como las que expuso en 1973, cuando todos ellos eran jóvenes y rebeldes. Pink Floyd fue la suma de sus partes, ahí radicaba la magia del grupo. La realidad es obvia: imposible mejorar lo insuperable.
En cualquier caso, lo sensato hubiera sido regrabar The Final Cut (1983) —disco personal como pocos— en el que Waters exorcizaba sus demonios sobre el fallecimiento de su padre durante la Segunda Guerra Mundial. Pero, The Dark Side of The Moon, que cumplió su cincuenta aniversario el pasado marzo, posee mayor atractivo comercial para las masas. Más que un acto creativo, el cantante ha convertido su propia marca en un negocio. Aun así, llenará estadios con un espectáculo de primera categoría. Por cierto, la portada del elepé es una maravilla.