miércoles, mayo 26, 2021

FRAGMENTO SIN TÍTULO (CHOCA CONTRA EL SOL)

Crown Heights, noviembre, 1959.

En silencio, como un felino, crucé Eastern Parkway Avenue. Mi objetivo terminaba de aparcar. El Chevrolet del 54 azul celeste y blanco, de carrocería bruñida, amplios parachoques y tapacubos brillantes, me recordó que después de la Segunda Guerra Mundial la industria del motor yanqui experimentó un crecimiento sin límites. Era un carro demasiado ostentoso para dejarlo en la calle, cualquier chorizo del barrio no dudaría en mangarlo.  

Estudié al individuo que Jerry me había ordenado liquidar: calvo, tripón, metro sesenta de altura, cara de cerdo lisiado. Llevaba un traje color pastel, camisa blanca, corbata y zapatos de punta afilada; la indumentaria básica de los italianos que aspiraban a convertirse en hampones. Ridículo no, lo siguiente. Mientras cerraba el coche, neurótico, echó una mirada alrededor. Fijo que alguien le habría dado el chivatazo, la peña no toma tantas precauciones cuando llegaba a casa. Me oculté detrás de unos cubos de basura: era imposible que aquella bola de sebo hubiese advertido mi presencia.

A pesar de la distancia, descubrí que llevaba un cañón debajo de la americana. Por la forma en que le abultaba debía de tratarse de una pipa de calibre superior: Magnum 44 sin lugar a duda; los traficantes de armas las vendían por 350 pavos en el mercado negro. Había que tenerlos bien puestos para manejar un cacharro con aquel poder de parada, detalle que dudaba que el pringado pudiera hacer; el retroceso del arma le arrancaría los brazos. Lo ideal era un 38 de cañón corto para defenderse en distancias cortas, la artillería reglamentaria de la poli. Otro que había visto demasiadas películas.

El enano se dirigió hacia un bloque de apartamentos de protección oficial. La fachada de ladrillo, vetusta y sin encalar, anunciaba que el edificio había conocido tiempos mejores. Crown Heights era uno de los distritos más chungos de Nueva York: los medios no cesaban de anunciar que el nivel de delincuencia había aumentado de tal forma que recomendaban no salir a la calle por la noche. Pandilleros, camellos, atracadores, mendigos, ladrones, judíos, negros, asiáticos, rusos y latinos por doquier; la escoria campaba a sus anchas en Brooklyn. Me puse en marcha y atravesé la carretera con zancadas elásticas. El chute que circulaba por mis venas me hacía sentir tranquilo, ajeno a cualquier nerviosismo. Ya no se trataba de dar palizas a morosos para ajustar las cuentas pendientes que pudieran tener con el Irlandés. Había llegado el momento de borrar del mapa a los tipejos que significaran un problema.

Nieve, vehículos, farolas, árboles, escaparates cerrados, una sinagoga. Apreté la Walther 38 de fabricación alemana que llevaba en el interior del bolsillo de la chaqueta de cuero: ocho balas, cañón limado, culata y gatillo envueltos en cinta aislante para evitar huellas dactilares. Al escucharme, el calvo dio la vuelta con un respingo. La muerte se reflejaba en mis facciones. Nuestros ojos se encontraron durante unos segundos. Pálido, abrió la boca en un mudo grito de miedo. Acto seguido luchó por sacar el petardo. Demasiado lento. Le faltaba experiencia a la hora de disparar y el largo cañón entorpecía cualquier intento de desenfundar con rapidez. Fríamente, le metí un pildorazo en la cabeza. El disparo resonó en el bulevar desierto. El cráneo le estalló en pedazos, salpicando la acera de huesos y materia encefálica. Se desplomó de bruces sin emitir sonido, muerto. Vacié el tambor sobre el cadáver, tal como me habían encargado. Cuando la foto de su cuerpo apareciera en la sección de sucesos del New York Herald, aquellos que quisieran irse de la lengua lo pensarían mejor. La mafia no perdona a los delatores que tienen tratos con la pasma.

«Du wolltest es so! Scheiss drauf, Hurensohn! [1]», pensé.

El trabajo estaba hecho. De inmediato, sorteé el fiambre, doblé la esquina y, sin mirar atrás, me dirigí al coche que había aparcado en Howard Avenue. Metódico, arrojé los guantes y el arma en el interior de una alcantarilla. En el caso improbable de que la bofia me detuviera, sin pruebas, no tendrían modo de empapelarme. No experimenté ningún remordimiento por haber dado pasaporte a un espagueti. Aquel cretino había pagado las consecuencias de sus actos, ni más ni menos. Graham me esperaba en el Club Paradise. Con quinientos machacantes tendría caballo de sobra para el resto de la semana…  



[1] Tú te lo has buscado, hijo de puta.