Crown Heights, noviembre, 1959.
En silencio, como un felino, crucé Eastern
Parkway Avenue. Mi objetivo terminaba de aparcar. El Chevrolet del 54 azul
celeste y blanco, de carrocería bruñida, amplios parachoques y tapacubos
brillantes, me recordó que después de la Segunda Guerra Mundial la industria
del motor yanqui experimentó un crecimiento sin límites. Era un carro demasiado
ostentoso para dejarlo en la calle, cualquier chorizo del barrio no dudaría en
mangarlo.
Estudié al individuo que Jerry me había
ordenado liquidar: calvo, tripón, metro sesenta de altura, cara de cerdo
lisiado. Llevaba un traje color pastel, camisa blanca, corbata y zapatos de
punta afilada; la indumentaria básica de los italianos que aspiraban a
convertirse en hampones. Ridículo no, lo siguiente. Mientras cerraba el coche,
neurótico, echó una mirada alrededor. Fijo que alguien le habría dado el chivatazo,
la peña no toma tantas precauciones cuando llegaba a casa. Me oculté detrás de
unos cubos de basura: era imposible que aquella bola de sebo hubiese advertido
mi presencia.
A pesar de la distancia, descubrí que
llevaba un cañón debajo de la americana. Por la forma en que le abultaba debía
de tratarse de una pipa de calibre superior: Magnum 44 sin lugar a duda; los
traficantes de armas las vendían por 350 pavos en el mercado negro. Había que
tenerlos bien puestos para manejar un cacharro con aquel poder de parada,
detalle que dudaba que el pringado pudiera hacer; el retroceso del arma le
arrancaría los brazos. Lo ideal era un 38 de cañón corto para defenderse en
distancias cortas, la artillería reglamentaria de la poli. Otro que había visto
demasiadas películas.
El enano se dirigió hacia un bloque de
apartamentos de protección oficial. La fachada de ladrillo, vetusta y sin
encalar, anunciaba que el edificio había conocido tiempos mejores. Crown
Heights era uno de los distritos más chungos de Nueva York: los medios no
cesaban de anunciar que el nivel de delincuencia había aumentado de tal forma
que recomendaban no salir a la calle por la noche. Pandilleros, camellos, atracadores, mendigos,
ladrones, judíos, negros, asiáticos, rusos y latinos por doquier; la escoria
campaba a sus anchas en Brooklyn. Me puse en marcha y atravesé la carretera con
zancadas elásticas. El chute que circulaba por mis venas me hacía sentir
tranquilo, ajeno a cualquier nerviosismo. Ya no se trataba de dar palizas a
morosos para ajustar las cuentas pendientes que pudieran tener con el Irlandés. Había llegado el momento de
borrar del mapa a los tipejos que significaran un problema.
Nieve, vehículos, farolas, árboles,
escaparates cerrados, una sinagoga. Apreté la Walther 38 de fabricación alemana
que llevaba en el interior del bolsillo de la chaqueta de cuero: ocho balas,
cañón limado, culata y gatillo envueltos en cinta aislante para evitar huellas
dactilares. Al escucharme, el calvo dio la vuelta con un respingo. La muerte se
reflejaba en mis facciones. Nuestros ojos se encontraron durante unos segundos.
Pálido, abrió la boca en un mudo grito de miedo. Acto seguido luchó por sacar
el petardo. Demasiado lento. Le faltaba experiencia a la hora de disparar y el
largo cañón entorpecía cualquier intento de desenfundar con rapidez. Fríamente,
le metí un pildorazo en la cabeza. El disparo resonó en el bulevar desierto. El
cráneo le estalló en pedazos, salpicando la acera de huesos y materia
encefálica. Se desplomó de bruces sin emitir sonido, muerto. Vacié el tambor
sobre el cadáver, tal como me habían encargado. Cuando la foto de su cuerpo
apareciera en la sección de sucesos del New York Herald, aquellos
que quisieran irse de la lengua lo pensarían mejor. La mafia no perdona a los delatores
que tienen tratos con la pasma.
«Du wolltest es so! Scheiss drauf, Hurensohn! [1]», pensé.
El trabajo estaba hecho. De inmediato,
sorteé el fiambre, doblé la esquina y, sin mirar atrás, me dirigí al coche que
había aparcado en Howard Avenue. Metódico, arrojé los guantes y el arma en el
interior de una alcantarilla. En el caso improbable de que la bofia me
detuviera, sin pruebas, no tendrían modo de empapelarme. No experimenté ningún
remordimiento por haber dado pasaporte a un espagueti. Aquel
cretino había pagado las consecuencias de sus actos, ni más ni menos. Graham me
esperaba en el Club Paradise. Con quinientos machacantes tendría caballo de
sobra para el resto de la semana…