Nada de lo que se dice en este
artículo debe considerarse como un intento de establecer una teoría que se
oponga a la historia por todos aceptada. Cuando comencé a escribir las
historias de Conan hace algunos años, escribí esta «historia» de su época y de
los pueblos que vivían entonces, afín de darle a él y a sus aventuras
legendarias mayor realismo. Y, mientras escribía los relatos, me di cuenta de
que si me atenía a los «hechos» y al espíritu de esa historia, me resultaba más
fácil imaginar (y, por tanto, describir) a Conan como personaje real, de carne
y hueso, que como una creación ficticia. Al escribir sobre él y sobre sus
aventuras en los distintos reinos de la época, nunca he pasado por encima de
los «hechos» ni del espíritu de la «historia» que aquí se relatan, sino que he
seguido la trama de esa historia tan fielmente como lo hubiera hecho el
escritor de novelas históricas que hace referencia a la verdadera historia. He
usado esta «historia» como guía para los relatos que he escrito de esta serie.
Robert
E. Howard
Inspirado,
Howard escribía a tal velocidad que el universo de Conan empezaba a escapar de
su control. Necesitaba encuadrar su mundo en un contexto manejable que le
permitiera desarrollar los relatos que se perfilaban en su imaginación de forma
fidedigna, geográfica y temporal. El primer paso fue La Edad Hiboria; un coherente ensayo de ocho mil palabras en el que
sintetizaba el nacimiento de la nueva serie que no paraba de crecer. Narrar
relatos históricos siempre le había llevado demasiado tiempo y dinero, por ello
el texano se basó en los pueblos antiguos de la humanidad. Tenía un amplio
margen para desarrollar sus cuentos sin miedo a imprecisiones históricas y, lo
más importante, los lectores no lo tendrían difícil para reconocer las razas,
naciones y civilizaciones mencionadas. No olvidemos que en aquella época los
mundos fantásticos no existían; la gente no estaba familiarizada con ellos tal
como sucedería décadas más tarde. Metódico, Howard dibujó mapas y escribió las Notas sobre los pueblos de de la Edad
Hiboria para utilizarlos en un futuro próximo. Este nunca dejó nada al
azar: se tomaba su trabajo de forma ordenada, eficiente y profesional.
Los
pasajes de La Edad Hiboria son
claros, verosímiles y memorables. Pocos escritores de fantasía han definido un universo rico, extenso y variado con tanta
naturalidad sin artificios. Howard, en un alarde de inventiva, decidió integrar
los cuentos de Kull de Atlantis, Solomon Kane, Bran Mak Morn e incluso (siendo
un personaje moderno) James Allison bajo el mismo techo. Su obra había pasado a
un nivel superior. En La Edad Hiboria
asistimos a grandes terremotos, barbarie, guerras tribales, esclavitud,
migraciones constantes, pastoreo, civilizaciones extraordinarias y por último
el inevitable cataclismo que formará el mundo actual.
En ese momento los lemurios entran
nuevamente en la historia, esta vez como hirkanios. A lo largo de los siglos
han presionado continuamente hacia el oeste, y ahora una de sus tribus bordea
el extremo sur del gran mar interior —Vilayet— y funda el reino de Turan en la
orilla sudoeste. Entre el mar interior y las fronteras orientales de los reinos
nativos se extienden vastas estepas, mientras que en el extremo norte y sur
abundan los desiertos. Los habitantes de origen no-hirkanio de estos
territorios están disspersos y se dedican al pastoreo; se trata de tribus
desconocidas en el norte y de shemitas en el sur, aborígenes con algo de sangre
hibórea procedente de los conquistadores nómadas. Al terminar este período,
otros clanes hirkanios presionan hacia el oeste, en torno al extremo norte del
mar interior, y chocan con las tropas orientales de los hiperbóreos.
EL DIOS DEL CUENCO (THE TOWER OF THE ELEPHANT, DONALD M. GRANT, 1975)
—¿A
qué vienen tantas preguntas y especulaciones? —terció
el fornido prefecto—.
Este es el culpable, sin duda alguna. Llevémosle a los Tribunales; allí lo haré
confesar, aunque tenga que romperle los huesos.
Demetrio miró al bárbaro y le
preguntó:
—¿Has
entendido lo que ha dicho? ¿Tienes algo que añadir?
—Que
el hombre que me toque estará muy pronto saludando a sus ancestros en el
infierno— contestó
el cimmerio con los dientes apretados y los ojos centelleantes llenos de ira.
Después
de enviar los primeros relatos de Conan (El
fénix en la espada y La hija del
gigante helado) a Weird Tales en
mayo de 1932, Howard escribió El dios del
cuenco en pocos días. Las Vidas
de Plutarco le sirvieron para la ambientación (la Roma Imperial) y los nombres
de los personajes (Póstumo, Enarus, Demetrio, Dionus, etc) de la historia. Un
adolescente bárbaro se encuentra con una inesperada y desagradable sorpresa
cuando se dispone a robar en una mansión Nemedia. Por primera (y última) vez en
la saga, la trama es de intriga detectivesca. Tenemos un cadáver, guardias
armados, aristócratas y un misterioso objeto traído de la lejana Estigia.
Conan, como no podía ser de otro modo debido a su edad, se nos presenta como un
individuo salvaje, torpe e impetuoso, dispuesto a abrir en canal a cualquiera
que se atreva a ponerle la mano encima. El cimmerio poco (o nada) tiene que ver
con los individuos civilizados que lo rodean; su dinamismo lo hace destacar
entre brutos, pusilánimes y estúpidos. Howard critica a una sociedad corrupta
capaz de condenar a un inocente con tal de tener un culpable para impartir
“justicia”. El dios del cuenco es una
gran historia que tardó una eternidad en ver la luz. Al igual que sucedió con La hija del gigante helado, Fransworth
Wright la rechazó por considerarla demasiado experimental. Puede que por ello
el autor no volviera a escribir nada parecido. Debía ganar dinero para vivir;
no podía permitirse el lujo de no vender sus cuentos. Por fortuna, el tiempo le
ha hecho justicia.
LA
TORRE DEL ELEFANTE
(WEIRD TALES, MARZO DE 1933)
El cimmerio alcanzó a ver un enorme
cuerpo cerca de la muralla y se sintió aliviado al comprobar que al menos era
una figura humana; entonces el individuo giró rápidamente sobre sus talones y
lanzó un grito de asombro que denotaba pánico, hizo ademán de dar un salto
hacia adelante, con las manos extendidas, pero retrocedió al ver el brillo de
la espada de Conan. Durante unos segundos llenos de tensión ninguno dijo una
palabra, sino que esperaron atentos a lo que pudiera ocurrir.
—Tú
no eres soldado —dijo
finalmente el extraño en voz muy baja—.
Tú eres un ladrón igual que yo.
—¿Y
quién eres tú? —preguntó
el cimmerio con un susurro receloso.
—Soy
Taurus de Nemedia.
El joven bárbaro bajó su espada y
dijo:
—He
oído hablar de ti. Todos te llaman el príncipe de los ladrones.
La Torre del Elefante merece
estar entre lo más excelso de la producción howardiana. Nos encontramos de
nuevo con un joven e inexperto cimmerio que da sus primeros pasos como ladrón.
Su falta de experiencia es compensada por el valor y la osadía que lo hace
tomar arriesgadas decisiones que otros hombres más veteranos no asumirían.
Después de una reyerta tabernaria en el Maul, movido por la curiosidad y el
deseo de obtener botín, Conan decide allanar la Torre del Elefante; una mansión
custodiada por un hechicero de sórdida reputación temido en todo el país. La
aventura posee calidad cinemática y está dividida en varios niveles:
la cantina, el jardín, la cúspide de la torre, la mazmorra del dios elefante,
los aposentos de Yara, etc.
No
puedo negar que este relato es de mis preferidos: una epopeya desbordante de
acción, virilidad y fantasía. La parte en la que Yag-kosha habla de su pasado
me parece sublime; imaginación en estado puro que te conduce a otras
dimensiones lejos de la tierra, a planos cósmicos inexplorados por el hombre. A
diferencia de los novelistas de literatura fantástica actuales, Howard siempre
fue genuino; no tenía la necesidad de imitar a nadie para crear su propia obra.
El final del cuento es lóbrego e imprevisto; uno de los puntos fuertes del
autor.
La
historia y la épica de Bullfinch continuaban en la mente de Howard. Después de
terminar dos cuentos de James Allison —Los
caminantes del Vahalla y El jardín del miedo— estaba preparado para
regresar al mundo hiborio. La compañía
blanca y Sir Nigel de Arthur
Conan Doyle se encontraban entre sus libros de cabecera. El mes de abril de
1932 iba a resultar fructífero para el texano.