... Y en medio de este caos y ruina, los
hombres normales sucumbían aplastados. Hombres como Max, el guerrero Max, que
con el tremendo rugido de una máquina, lo perdió todo. Y se convirtió en un
hombre vacío. Un hombre quemado y sin ilusión. Un hombre que, obsesionado por
los fantasmas de su pasado, se lanzó sin rumbo al páramo...
Feral Kid
1
EL PATRULLERO ERRANTE
El desierto
interminable bañado por los haces moribundos del atardecer se dibujaba hasta el
horizonte. Max descendió del vehículo, ignoró el calor tórrido y revisó las ruedas
del Interceptor; las gomas continuaban intactas. Acto seguido, estiró su cuerpo
enfundado en ropas de cuero manchadas de polvo mientras observaba la carretera;
el páramo rielado por el sol le resultó deprimente. Una sensación de tristeza
lo invadió: anhelaba compañía humana aunque no quisiera admitirlo. Irritado por
su propia debilidad, se pasó la mano por los cabellos prematuramente
encanecidos y apartó aquellas ideas de su cabeza: atormentarse no le serviría
de nada. Max regresó al asiento del conductor. La búsqueda constante de
gasolina lo había arrastrado hacia el norte, cruzando el continente desolado
por la radiación atómica, lejos de la civilización hecha pedazos. A la derecha,
el Desierto Simpson era un mar de dunas lejanas, autopistas en mal estado y
vegetación reseca. A la izquierda, las montañas de la Gran Cordillera Divisoria
cortaban la bóveda celeste como cuchillas oxidadas y aislaban la Costa Este del
resto de Australia. Max encendió el contacto, quitó el freno de mano, apretó el
embrague y metió la primera marcha mientras pisaba el acelerador. Lentamente,
la carretera circundada por colinas áridas dio paso a pequeñas estribaciones
corroídas por el viento. En tercera, mientras avanzaba a cincuenta kilómetros por hora, la
brisa le acarició el rostro sin afeitar y despejó sus sentidos. En breve
anochecería. Había estado toda la jornada al volante, su físico demandaba
comida y descanso.
Durante la
Tercera Guerra Mundial, la Unión Soviética y los Estados Unidos aniquilaron el
planeta. Las secuelas no tardaron en llegar a Australia: ciudades como Adelaida,
Perth, Melbourne, Brisbane o Sídney fueron barridas por el caos. De ser un
padre de familia en un mundo agonizante, Rockatansky se había convertido en
todo lo que intentó erradicar cuando formaba parte de la Unidad Brecker Squad.
La pérdida de los seres queridos, las privaciones y el vagabundeo lo habían
moldeado en un hombre duro y violento. Ahora sólo le preocupaba conseguir
combustible, alimentos, agua, armas, repuestos automovilísticos y munición para
sobrevivir.
El Interceptor traspasó
una elevación arenosa y se internó en la Interestatal 66. La inmensa autopista,
que recorría el continente desde Rockhampon hasta Cloncurry, trazando una recta
irregular de mil millas de longitud, era el territorio favorito de las bandas
de motoristas que se dedicaban a asaltar a los viajeros incautos. Max recordó a
sus antiguos compañeros de la MPF: Macaffey, Jim, Barry, Charlie, Roop... ¿Qué
habría sido de ellos? Por desgracia, nunca tuvo la oportunidad de despedirse de
sus camaradas. El asesinato del “Ganso”, Jessie y Sprog a manos del “Cortaúñas”
y sus pandilleros lo enloqueció y lo hizo perseguir a sus enemigos exterminándolos como a perros rabiosos inmerso en una espiral de
venganza. Max comprobó el tablero de mandos; la aguja marcaba menos de veinte litros. Tendría que repostar cuanto antes o, de lo contrario, se quedaría sin
carburante, a merced del desierto traicionero.
En aquel momento
un sonido familiar llamó su atención y lo obligó a olvidar sus problemas:
alguien disparaba una ametralladora. Curioso, aminoró de velocidad y aguzó los
oídos; parecía que las ráfagas venían del noroeste. Max abandonó la calzada, aplastó
una hilera de matorrales espinosos y se dirigió hacia su objetivo: tenía la intuición
de que encontraría gasolina por los alrededores. Diez minutos después, ascendió
la ladera de una montaña y aparcó el V-8 al amparo de las rocas. Luego, salió
del coche y, cojeando, recorrió el promontorio pedregoso con los prismáticos en
la diestra. Al llegar arriba una altiplanicie llenó su campo visual, mostrándole
una escena de pesadilla. A un kilómetro de distancia, una caravana de cinco
vehículos combatía contra un grupo motorizado. Max elevó los binoculares y estudió
el espectáculo: hombres vestidos con ropas de cuero atacaban con metralletas,
ballestas y pistolas a un conjunto de aspecto religioso.
Un individuo
montado en una Kawasaki rodeó una camioneta. El conductor, un sacerdote de edad
indefinida, intentó escapar de su adversario, antes de caer con una flecha
hundida en el cuello. El automóvil derrapó, perdió el equilibrio, dio varias
vueltas de campana y se detuvo, boca abajo, sobre el alquitrán. Inmediatamente,
su agresor saltó de la motocicleta y se abalanzó sobre el Ford, dispuesto a
robar el combustible del tanque. Max giró los prismáticos y enfocó el extremo
sur de la carnicería: cinco motoristas perseguían, con alaridos crueles, a una
muchacha. La novicia corrió, desesperada, por la carretera, agitando los
brazos, entorpecida por el hábito negro. Los dientes de Max chirriaron. Una
imagen regresó a su memoria: su familia, destrozada en la autopista, gracias al
“Cortaúñas” y su banda. Involuntariamente, el corazón empezó a latirle más
deprisa. La sangre se le agolpó en las mejillas y aferró los binoculares hasta
que le dolieron los dedos. El desenlace fue inevitable: los motoristas
alcanzaron a la joven derribándola un golpe en la espalda. Al instante, la
rodearon como chacales, ignorando sus chillidos y forcejeos, desgarrándole la
ropa y violándola allí mismo. Max cerró los párpados. No podía resistir aquel
acto macabro, estaba harto de la barbarie que contemplaba a diario en las
carreteras; la locura que invadía el continente desde el Holocausto
Nuclear. Deprimido, visualizó la caravana de este a oeste y de norte a sur, buscando
posibles supervivientes, sin éxito. Un musculoso pandillero, que llevaba una gabardina
hecha jirones daba órdenes a los motoristas, exhortándolos a que se apoderaran
de la gasolina que pudieran encontrar. Max centró su atención en aquel hombre.
Los prismáticos le mostraron un rostro salvaje, picado por la viruela, que
dirigía la matanza con profundo sadismo. El jefe del grupo efectuó una señal y
uno de los hombres remató a los heridos, degollándolos con un cuchillo: la
novicia pereció escupiendo un borbotón de sangre por la boca. Max inclinó la
cabeza. Aunque hubiera podido no habría hecho nada por detener la carnicería; la desventaja numérica le impedía tomar cartas en el asunto.
Media hora más
tarde, después de desvalijar los automóviles y los cadáveres, la banda se
perdió en la distancia en dirección a Longreach. Max regresó al vehículo, descendió
la montaña y se aproximó a la caravana con la esperanza de encontrar algo útil.
Los coches humeantes rodeados de cuerpos inertes, le causaron un nudo en el
estómago. Al llegar, emergió del Interceptor y agarró, de forma mecánica, la
culata de la Hudson que le colgaba en el muslo dentro de una larga funda de
piel. La prótesis de su pierna izquierda crujió mientras avanzaba, cauteloso,
hacia los despojos desparramados sobre la calzada. Max levantó la vista:
quedaban pocos minutos de luz solar; las primeras sombras de la noche cubrían
el páramo y extendían sus formas sobre la autopista. Una corriente de aire
levantó el olor del combustible derramado. Max profirió una maldición y propinó
una patada a una llanta: había llegado demasiado tarde. Terco, revisó los tanques
vacíos: los asaltantes habían efectuado bien su siniestra tarea. Un gañido lo
apartó del Ford. Expectante, sorteó los cadáveres y volteó el cuerpo de un niño
atravesado por una saeta. Un cachorro, de pelaje gris y blanco, escondido bajo
la chaqueta del muchacho, lo observó con ojos asustados. Media sonrisa se le
dibujó en los labios. No esperaba aquella sorpresa; algo bueno tendría que
proporcionarle el despilfarro de carburante que le había costado llegar hasta
allí. Max tranquilizó al dingo y comprobó que la herida del lomo era
superficial: podría curarlo sin problemas. Una sensación de afecto lo invadió y
le hizo rememorar tiempos mejores, cuando era policía y servía a la Ley, antes
de que el Apocalipsis lo cambiara todo y arruinara su existencia.
2
LONGREACH
En silencio, Max
descendió las dunas polvorientas con una garrafa metálica en la mano. Las
estrellas mortecinas brillaban en el cielo despejado e iluminaban las ruinas de
Longreach: calles abandonadas, edificios devastados, carteles destruidos,
postes de alta tensión derribados, parques moribundos y automóviles desguazados.
Sus pies aplastaron la arena y dejaron un rastro fácilmente identificable; le
quedaba poco para llegar a su destino. Max se detuvo, entornó los ojos y estudió
la avenida a oscuras: sombras humanas oscilaban a una manzana de distancia en
torno a una hoguera. Los gritos de los pandilleros rompieron el silencio de la
madrugada, levantando ecos que llegaron a sus oídos. Max se inclinó, atravesó
la calle y se ocultó detrás de un Chevy Impala del 59. Tambaleándose, dos
hombres pasaron a su lado, borrachos como cubas, unidos en un estrecho abrazo.
Rígido, contuvo la respiración, apretó el pomo del puñal que llevaba en la caña
de la bota y esperó a que desaparecieran en las tinieblas. Seguidamente, se
incorporó, se pegó a un muro y avanzó hacia los motoristas. Tomando todo tipo
de precauciones, llegó al final de la avenida, se escondió tras la carrocería
de un camión destrozado y asomó la cabeza por un lateral. En mitad de la calle,
en torno a las llamas carmesíes, una docena de siluetas bailaban delante del
fuego, poseídas por un salvajismo primigenio. Asqueado, Max observó sus
movimientos grotescos, sintiendo como la bilis se agolpaba en la garganta. Uno
de los motoristas se derrumbó de frente, encima de la hoguera, completamente
ebrio. Las ropas ardieron, el olor de la carne quemada se elevó en el aire y
llegó a sus fosas nasales. Los compañeros de éste rieron, divertidos, sin
molestarse en hacer nada por auxiliarlo. Max ignoró a los pandilleros, aferró
el asa de la garrafa y buscó sus vehículos con la mirada. A cincuenta metros de
distancia, frente a una gasolinera desierta, las motocicletas y los coches
modificados destellaban bajo la luz de la fogata. Rockatansky los reconoció: un
Sedan XK Falcon, una Kawasaki 1977 KZ-1000 (el mismo modelo que Jim “El Ganso”
condujo en el pasado), un Chevrolet del 34, una Suzuki Katana 1981, un Pontiac
GTO del 69, una furgoneta Mazda Bongo Van, una Honda CB 750, un Valiant VH 1973
y dos Yamaha XS 1100E. Como una sombra, abandonó su precario refugio, evitó el
resplandor de las llamas y se internó en la penumbra.
Max sabía a lo
que se arriesgaba, si los motoristas lo capturaban sería hombre muerto. La idea
de caer vivo en sus manos le puso la carne de gallina; había visto lo que eran
capaces de hacer. No le quedaba más remedio que arriesgarse, necesitaba
combustible para continuar adelante, en el páramo sus posibilidades menguarían:
cien mil kilómetros de terreno baldío lo apartaban de cualquier reducto
civilizado. Durante sus vagabundeos había escuchado rumores, historias poco
creíbles sobre una ciudad situada en algún lugar del Desierto Simpson dónde el
carburante era la moneda corriente al igual que en los viejos tiempos. Las bombas nucleares habían arrasado el continente hacía años; la imaginación de los supervivientes no conocía límites.
Conforme se
aproximaba a la construcción, divisó una figura imprecisa en la lobreguez de la
noche, crucificada en los surtidores. ¿Quién sería aquel hombre? Max rodeó la
gasolinera sin emitir el menor sonido y penetró por la parte de atrás. Sus ojos
acostumbrados a la negrura captaron las formas del sacerdote: mitra desgarrada,
huesos rotos, rasgos tumefactos y miembros lacerados por gruesos clavos.
Inesperadamente, la cabeza del hombre hizo un leve movimiento y sus labios
destrozados se abrieron.
—Agua...
Max siseó:
—¡Silencio!
Su propia voz le
sonó extraña: llevaba semanas sin hablar con nadie. El clérigo no pareció
escucharlo.
—Agua...
—Cierra el pico
—gruñó—. No tengo agua.
La mirada
enloquecida del hombre se encontró con la suya.
—No eres uno de
ellos, ¿verdad?
—No.
El sacerdote
continuó:
—Supongo que
vienes a por la gasolina de estas bestias...
Rockatansky
asintió:
—Sí.
El hombre señaló
los tanques con un débil movimiento.
—Te diré donde
la guardan... Pero antes debes prometerme una cosa, vagabundo.
Max inquirió con interés:
—¿El qué?
—¡Mátame!
Un escalofrío
recorrió la espina dorsal del antiguo patrullero.
—¿Estás seguro
de lo que dices?
El clérigo
suspiró:
—Siento que el señor
me reclama. Me falta poco para reunirme con mis hermanos y hermanas. ¿Sabes si
alguno sobrevivió?
Max decidió no
decirle la verdad.
—No sé de lo que
me hablas.
Una sonrisa
torturada iluminó los rasgos del hombre.
—Mientes,
vagabundo. He confesado a demasiadas personas. Sé cuando alguien es sincero y
cuando no...
Max fue franco:
—Acabaron con
todos esta tarde. ¿Dónde está el combustible?
Al perder su
pasado también había perdido su alma: lo único que le importaba era obtener
carburante.
—Justo detrás de
mí.
Max dudó, no
deseaba matar a aquel hombre, pero de no hacerlo, sus padecimientos no
conocerían límites y su rostro asediaría sus peores pesadillas.
El sacerdote
elevó la mirada al cielo.
—Que se haga la
voluntad del Señor.
Max sacó el
puñal: una promesa era una promesa. Su tono destiló algo cercano al consuelo:
—Hasta siempre.
La hoja traspasó
el corazón del clérigo y acabó con su existencia. Un gemido escapó de los
labios del sacerdote.
Max comprobó el
depósito, abrió la tapa de la garrafa, sacó la manguera y la introdujo dentro
del recipiente: la gasolina manó y llenó el tambor de veinte litros. Una voz
rompió el silencio:
—¿Aún sigues
vivo, perro?
Max reconoció la
figura que caminaba hacia la gasolinera. Gorro de aviador, trinchera,
vestiduras de algodón y botas de piel de cocodrilo. Achispado, el líder de la
banda se detuvo delante del cadáver: la borrachera le impidió ver la silueta vestida de cuero agazapada en la negrura. Con voz pastosa comentó:
—No dices nada,
¿eh?
Max dio un
salto, agarró al hombre por la camisa y le enterró la hoja en el esternón. El
alarido del pandillero quedó ahogado por su diestra enguantada. Agónico, el
hombre le arañó la cara: sus facciones cubiertas de cicatrices se contorsionaron
en una mueca asesina. Los dientes podridos buscaron su garganta pero
Rockatansky le apartó la cabeza y clavó el puñal en el vientre de su enemigo.
Un espasmo recorrió la fisonomía del hombre, la fuerza de los brazos cedió y un
brillo de reconocimiento resplandeció en sus pupilas: el miedo ante la cercanía
de la muerte había hecho mella en su espíritu. Max sacó el cuchillo, volvió a
hundirlo en la carne temblorosa y destripó al gigante: las entrañas rojas y
azuladas se desparramaron sobre sus pies. Con un gesto de repugnancia, se quitó
el cadáver de encima y limpió la sangre del puñal en la gabardina: aquel tipo
había recibido lo que merecía. De un rápido vistazo, verificó que los sonidos y
forcejeos de la lucha habían pasado desapercibidos: los motoristas roncaban
bajo los efectos del alcohol. Max dio media vuelta, se orientó lo mejor que
pudo en las tinieblas y se dispuso a regresar a su coche. De improviso, un
individuo apareció delante de sus narices, empuñando un rifle de dardos.
—¡Alerta!
—gritó—. ¡Intruso!
De inmediato,
Max sacó el pistolón y apretó el gatillo: el centinela salió despedido hacia
atrás con la cabeza abierta en dos. El disparo despertó a los pandilleros
dormidos. Un clamor colectivo sacudió la madrugada y estremeció los confines de
la ciudad. La sorpresa y el desconcierto dieron paso a la fiebre de la caza.
Voces ansiosas de sangre lo maldijeron prometiendo dolor, torturas y muerte.
Rockatansky no tuvo la oportunidad de escuchar nada, su huida errática en la
oscuridad lo distanció de sus oponentes: debía alcanzar el V-8 antes de que los
motoristas llegaran a sus vehículos.
3
RUEDAS DE ACERO
Rugiendo, el
supercargador Weiand absorbió oxígeno y lanzó al Interceptor en una carrera
desesperada a través de la carretera bañada por los primeros rayos del amanecer.
Max cambió a cuarta, dio un volantazo y sorteó una depresión que arrancó una
lluvia de chispas a los bajos del automóvil. Cien metros atrás, los pandilleros
forzaban sus vehículos para intentar darle alcance: el bramido del motor ahogó
sus improperios. Rockatansky echó una ojeada a su izquierda. El cachorro,
tumbado en el asiento del pasajero, le devolvió una mirada asustada agachando
la cabeza. Un arma abrió fuego, los proyectiles rozaron la carrocería del Interceptor sin hacerle ningún daño. Max cambió a quinta ganando terreno a sus perseguidores. Si una bala acertaba los depósitos supletorios
instalados en el maletero, saltaría por los aires.
La autopista
transcontinental era interminable: se extendía en la distancia, bordeada por el
erial desértico. Max observó el espejo situado a su derecha: la Suzuki Katana, el Valiant del 73, la Kawasaki del 77, el Falcon HK,
la Honda CB 750 y las Yamahas, seguían su rastro como sabuesos enloquecidos. Por suerte, la mayoría de los pandilleros se encontraban demasiado borrachos para perseguirle. Revisó el salpicadero: le quedaban quince litros de carburante; había gastado más de cinco desde la jornada anterior. Como continuara a aquella velocidad, agotaría el
combustible que le restaba; debía combatir para conservar lo que tenía. Max apretó un botón de la caja de cambios y apagó el
turbocompresor. El V-8 aminoró de velocidad y descendió a noventa kilómetros por
hora. Poco a poco, las motocicletas ganaron terreno y lo rodearon. Detrás, el
Valiant, y el Falcon formaron un semicírculo y le imposibilitaron la
oportunidad de escapar.
Inesperadamente, Max hundió el
pedal de freno a fondo. Los neumáticos rechinaron y el vehículo se detuvo con
brusquedad. La Kawasaki chocó contra la parte trasera del Interceptor. El piloto dio un brinco por encima del coche y se destrozó la cara al aterrizar. Max pisó el acelerador, se desvió a la izquierda y arremetió a los
motoristas que pasaban a su costado. La Susuki intentó evitar el impacto, derrapó
sobre el alquitrán y rodó con estrépito. El Interceptor colisionó contra una
Yamaha, el lateral aplastó la pierna del hombre y lo arrojó de la moto,
convertido en un guiñapo. El conductor de la Honda fue incapaz de esquivar a sus
compañeros y la rueda delantera embistió a la Kawasaki. El vehículo trazó una
elipsis y el pandillero cayó de bruces con un sonido de huesos rotos. Max sacó
la mano por la ventanilla, los cañones gemelos de la Hudson brillaron,
reventando el parabrisas del Sedan XK Falcon. La detonación destrozó el cráneo
del conductor, esparció sus sesos sobre el cristal fragmentado y lo derrumbó
encima del tablero de mandos. Maldiciendo, el copiloto agarró el volante para controlar el
automóvil pero el cadáver se lo impidió. El Falcon atravesó el arcén y se estalló contra una roca. Max activó el supercargador y puso el motor al
máximo de revoluciones, agrediendo al vehículo que tenía delante. El conductor
del Valiant rebotó contra las paredes de la cabina, el segundo impacto ladeó el
automóvil y lo dejó en posición horizontal. El antiguo policía pasó por alto el olor a embrague
quemado. Su enemigo levantó una Smith & Wesson preparado para volarle la
cabeza, con la cara desencajada por el odio. Max se anticipó; se las había ingeniado para recargar el arma. Las facciones
repulsivas explotaron en una marejada sangrienta y salpicaron el volante de
masa encefálica y astillas de hueso. La Yamaha zigzagueó, dándose a la fuga. Vengativo,
Max no le dio la oportunidad de huir. El morro del Interceptor la derribó dentro de una zanja. Rockatansky frenó, saltó del automóvil y renqueó hacia el
motorista: el frío de la noche había hecho mella en su pierna lesionada.
Sin desearlo,
rememoró una carrera similar efectuada años atrás, en dirección a su familia,
en una autopista de Melways. El dolor le arrebató la respiración, le humedeció
los ojos y estranguló su alma: sabía que nunca podría superar aquel momento.
Max apretó el paso mientras recordaba los hechos: las súplicas de la anciana
que les había ofrecido hospitalidad, el peso de la escopeta en
su mano, la sensación de impotencia, la saliva agolpada en su garganta, la
visión de los cuerpos abatidos sobre la carretera, las nubes grises que
colgaban sobre su cabeza...
La Yamaha,
tirada sobre un costado, soltaba una espiral de humo por el radiador, perdiendo
combustible. Rockatansky entró en la zanja y localizó al
pandillero debajo de la carrocería, con el manillar de la motocicleta incrustado
en el pecho. Max encajó las mandíbulas y desenvainó el puñal. Aquel hombre
había degollado a los supervivientes de la caravana. Con voz trémula, la
sabandija suplicó:
—No... Por favor...
Impertérrito,
Max le mostró la hoja afilada y le cortó el cuello: un reguero escarlata empapó
la arena ardiente. De inmediato, le arrancó el casco al cadáver, lo puso debajo
del motor y acopió la gasolina que no podía permitirse el lujo de
desperdiciar.
Horas después,
Max guardó en la parte trasera del V-8 el botín: baterías, pistones, bombas centrífugas, cilindros, correas de transmisión
y filtros de aceite. Satisfecho, colocó una garrafa llena de carburante entre
los depósitos: había recuperado con creces el combustible perdido. En la bóveda
celeste, a contraluz, las primeras aves de presa realizaban lentos círculos, a
la espera de que el antiguo policía abandonara el lugar, atraídas por el olor
de la carroña. Con un chirrido, el Interceptor dejó la marca de los neumáticos
en la carretera, levantó una nube de polvo y se desvaneció en el horizonte
hacia el oeste.
Siempre hacia el oeste...
Siempre hacia el oeste...