No creo en la muerte, porque uno no está presente para saber que en efecto ha
ocurrido.
La fama, los conciertos, las giras interminables, las drogas, las
apariciones mediáticas, las limusinas, las groupies… No quedaba
nada.
En un principio los destellos de neón de los anuncios publicitarios y los flashes de
las cámaras fueron agradables: disfrutaba con su merecida popularidad; había
trabajado duro para llegar a la cima. Durante sesenta meses consecutivos sus
singles y discos fueron Nº1 en todos los rincones posibles del planeta. Podía
considerarse la mayor estrella del rock de la historia y con diferencia; una
supernova que había ascendido a lo más alto… para hacer explosión.
Deprimido, Ziggy Stardust se inclinó sobre la mesa de cristal, tomó un
exótico tubo de platino decorado con filigranas, e inhaló dos enormes líneas de
cocaína. Después, se frotó la nariz y se lamió las encías insensibilizadas con
la lengua fláccida. Estaba tan pasado de rosca que ni siquiera las drogas lo
auxiliaban a escapar del espantoso letargo que lo dominaba. El material,
adquirido por el roaddie de la banda en el Village, Nueva York, apenas
estaba cortado. Como podía comprobar, el camino del exceso conducía al templo
de la sabiduría.
Su mente regresó al pasado, cinco años atrás, cuando supo que la Tierra
estaba condenada a perecer. Ziggy fue el único que adivinó que el mundo tenía
las horas contadas; cambio climático, el impacto de un meteorito, pandemia viral,
terrorismo, guerra nuclear, el alzamiento de las máquinas contra el hombre,
supervolcanes, agotamiento de los recursos naturales… Una serie de catástrofes
aniquilaron a la humanidad que, ciega en su arrogancia, ignoró premeditadamente
sus advertencias.
Un día cualquiera, al despertar después de una noche de excesos, descubrió que había llegado el final que había vaticinado en sus álbumes. Ziggy no logró sentir piedad o tristeza por lo sucedido: los
líderes políticos que pudieron impedir la hecatombe no le hicieron ningún caso,
y los fans estaban más preocupados en fornicar y colocarse escuchando sus
discos que en descifrar las elaboradas letras de los mismos. Aquellos idiotas habían labrado su propio
destino.
A través de los ventanales de fibra de vidrio, la visión de las calles transformadas en pozos fuliginosos cubiertos de
cadáveres resonó contra las paredes de su cráneo. Stardust se preguntó cuál
fue el auténtico motivo que había producido aquél caos: ¿un virus? ¿Una explosión
atómica? ¿Un meteorito? Nunca lo sabría, llevaba demasiado tiempo inmerso en su
propio universo, aislado de sus semejantes, recreándose en su ego, enervado por
las enormes cantidades de cocaína que consumía a diario.
La sociedad se había hundido y él, para bien o para mal, era el único
superviviente. El destino no había cesado de obrar con una monstruosa ironía:
Ziggy intentó evitar el Armagedón con todas sus fuerzas, sin éxito. El peso de
la derrota destrozaba su conciencia con sus bordes afilados y lo hacía sentir
como una mierda; parecía un monstruo kabuki, glacial e inexpresivo, atrapado en
una prisión de cromo líquido.
La Tierra, a su llegada, rebosaba amor por los cuatro costados.
Jóvenes recorrían las calles tomados de la mano, serenos y felices, ajenos a
todo mal. Stardust sonrió con cierta amargura mientras jugueteaba con un
mechón de su cabello color zanahoria; jamás podría retroceder en el tiempo y
cambiar lo sucedido.
Recordaba días de vino y rosas, de carmín y brillantina, de sonrisas y
sueños, cuando las metrópolis cubrían los
continentes hasta donde la vista podía alcanzar. Los rascacielos de acero y
cristal que punteaban los límites del firmamento, altos y orgullosos, ahora solo eran ruinas calcinadas.
Recordaba a todas las personas que había amado, tanto hombres como mujeres,
durante sus correrías como estrella del pop. Centenares de jóvenes vestidos
como él, con un rayo brillante pintado cruzándoles el rostro, le habían ofrecido
sus cuerpos y anhelos sin ningún tipo de duda moral o filosófica. Aunque siempre se hubiera negado a admitirlo, era un romántico por naturaleza.
Por desgracia, aquellos chicos y chicas habían perecido; solo le quedaba el
amor divino para consolarse.
Recordaba bosques verdes, océanos azules y brillantes, montañas escarpadas
coronadas de blanco, enternecedoras puestas de sol que acariciaron su frío
corazón como los dedos de un amante. Aquella fue una época feliz. No podía
negarlo, a pesar de todo lo que sucedió después. Nada lo conmovía más que valor
de la pérdida. Ziggy estaba solo, no le quedaba nada a lo que aferrarse,
excepto una montaña de polvo blanco que menguaba por minutos.
Stardust había ideado una estratagema para intentar salvar a la humanidad:
se convertiría en una “Zorra del Rock ‘N’ Roll” y se presentaría en todos los
hogares como el invasor de espacio que era. Evidentemente, sabía que los padres
bienpensantes repudiarían su actitud, la arriesgada propuesta que tenía en
mente no sería del agrado de las almas cristianas: una revolución sexual a gran
escala que aniquilaría los anticuados conceptos sociales inculcados durante
miles de generaciones.
Con la mente llena de hirvientes pensamientos y una energía ilimitada,
Ziggy se puso manos a la obra y comenzó a buscar músicos para montar una banda.
Quería tocar un rock innovador, totalmente adelantado a su época sin parangón
en el panorama musical. Primero estudió el mercado, dominado por productos
comerciales creados por grandes compañías discográficas: títeres sin talento
alguno que cantaban lo que le ponían delante de las narices; subproductos
obsesionados por el éxito que no representarían amenaza alguna cuando él saltara a la palestra.
Un mes más tarde consiguió el equipo básico para montar su grupo —guitarra,
bajo y batería— a través de un anuncio publicado en las páginas del Melody
Maker. Los elegidos, tres jóvenes de Hull de aspecto ambiguo y soñador,
encajaban como un guante en sus ambiciosos planes. Sin dudarlo, alquilaron los
estudios Trident de Londres y contrataron los servicios de Ken Scott, uno
de los mejores productores de Inglaterra, para pulir las aristas. Durante doce semanas ininterrumpidas trabajaron duro, centrándose en los arreglos, solos de guitarra y letras que
definirían el álbum. Ziggy fue el motor que guió las sesiones. Sus temas favoritos eran los siguientes: sexualidad, política, estupefacientes, estrellato, decadencia, aislamiento y locura. ¿Cómo podría encajar todos aquellos conceptos con estilo?
A diferencia de los álbumes que vendrían después, la grabación fue
tranquila; un ambiente colaborativo y optimista llenaba las sesiones. Stardust compuso todas las canciones, tocó la
guitarra acústica y coprodujo el álbum. La historia del elepé —que sería
premonitoria— trataba sobre un extraterrestre que llegaba a la Tierra para
salvarla de la destrucción convirtiéndose en un mesías del rock. Como era
lógico, el protagonista de la narración —el propio Ziggy— terminaría olvidando
sus objetivos y sería víctima de su descomunal éxito. La realidad imitaba a la
ficción y la ficción imitaría a la realidad: una paradoja cósmica de
proporciones infinitas.
El disco turbadoramente titulado The Rise And Fall Of Ziggy Stardust and the Spiders From Mars contó con una monstruosa campaña de promoción
que lo catapultó al número 1 de las listas británicas y estadounidenses. Una
histeria colectiva, superior a la de los Beatles invadió el planeta de un
extremo a otro. Millones de personas corrieron a las tiendas para comprar el
álbum que se convirtió en el debut más vendido de todos los tiempos: cincuenta millones de copias en doce meses. Al final de su corta carrera, Stardust
recibiría la notificación de que habría superado los doscientos millones de
unidades despachadas. Un récord que ninguna banda obtuvo ni antes… ni después.
Los discos de oro, platino y uranio, el Mercury Prize, los Brit Awards, el Ivor Novello, los premios Grammy, comenzaron a amontonarse en las oficinas de la discográfica. Estrellas en
el paseo de la fama de Hollywood, menciones en El libro Guinness de los récords… De ser una banda desconocida
del sur de Inglaterra, Ziggy y las Arañas de Marte ascendieron a lo más alto de
la realeza del pop, codeándose con los artistas más importantes de la historia.
El equipo de marketing planificó una gira mundial de veinte largos meses por
Inglaterra, Estados Unidos, Canadá, Europa, Extremo Oriente, y Sudamérica. El
escenario —que representaba una megalópolis aniquilada— alcanzó cotas de sofisticación
jamás vistas hasta el momento. Cincuenta toneladas de andamios, iluminación y equipos de sonido. Se necesitaba una enorme infraestructura, para
trasladarlo de un sitio a otro a través de grandes distancias. Este estaba
valorado en cinco millones de libras, y requería cien hombres y dos días para
montarlo, sin contar con la veintena de camiones de quince metros de largo
destinados a transportar a todo el equipo.
A través de la radio, Ziggy entró en todos los hogares gracias su pop
melódico de gran calidad. Los jóvenes pasaban la noticia de boca en boca a sus
amigos, entusiasmados por la nueva estrella que despuntaba en el firmamento. Su celebrada actuación en Top of the Pops —glamouroso, provocativo y seductor— despertó las iras de los padres que no querían que sus hijos escucharan a «un puto maricón». Durante aquella época todos
querían ser como Stardust: tener su mismo peinado; vestir sus exóticos modelos
kabuki; llevar sus plataformas; maquillarse de manera andrógina. Las fotografías de Brian Ward en Heddon Street crearon escuela; miles de fans imitaron la pose de la portada del elepé. El Apocalipsis
había comenzado. Elvis debía estar muerto de envidia…
La cubierta del disco en todos los medios
informativos. Se distribuyeron carteles en las paradas de autobuses, estaciones
de metro y aeropuertos. Colgaron enormes anuncios en la Gran Pirámide de Giza,
los Jardines Colgantes de Babilonia, el Templo de Artemisa, la Estatua de Zeus
en Olimpia, el Mausoleo de Halicarnaso, el Coloso de Rodas y el Faro de Alejandría.
Muñecos, disfraces, chapas, pósters, cereales, libretas, carteras escolares, libretas y cientos de artículos más, entraron en la campaña de
marketing. Coca-Cola y McDonalds adquirieron los derechos para promocionar la
gira por mil millones de dólares cada uno. El presidente de los Estados
Unidos y la reina de Inglaterra se declararon fans incondicionales del grupo.
El primer concierto celebrado en el Estadio de Wembley, con capacidad para
noventa mil espectadores, despachó suficientes entradas para llenarlo durante
semanas.
Mientras tanto Ziggy recordaba lo difícil que había sido llegar a la cima.
En un principio, nadie confiaba en él y menos en la belleza de su música. Los
ejecutivos de las casas discográficas suelen ser hombres avaros y desconfiados que sólo se rigen por los beneficios que el producto pueda ofrecer; la calidad
es algo totalmente irrelevante en cualquier aspecto. El dinero suele ser lo
único que importa, pase lo que pase.
Ahora, siendo un ídolo multimillonario con una docena de discos de oro en
su poder, aquellos que lo habían despreciado tenían motivo para lamentarlo. El
presidente de Warner Records que en un principio tildó a las Arañas de Marte
como «una banda mediocre que canta sobre la cocaína, la sodomía y el fin
del mundo» sufrió un ataque al corazón al descubrir que el álbum había vendido
más ejemplares que la Biblia en la última década. Idéntica suerte corrieron un
sinfín de ejecutivos, roaddies y managers, que ante las burlas
de la competencia, no les quedó otra opción que abandonar sus despachos; nunca
se perdonarían haber dejado pasar aquella jugosa oportunidad. Desde el
escenario, rodeado por un grupo de mimo contratado para amenizar el
espectáculo, Stardust se preparaba a lanzar su ofensiva al mundo.
El grupo tenía un jet privado con el logotipo del disco pintado sobre el
fuselaje: una imagen de Ziggy vestido con un bonito mono color plata. Contaban
con un equipo de filmación dirigido por D. A. Pennebaker que se encargaría de
grabar un documental sobre la gira. Su manager, Tony Defries, era un individuo de confianza,
un inglés de la vieja escuela que estaba dispuesto a hacer lo que hiciera
falta para proteger los intereses de sus pupilos. Contrataron a un equipo de
trescientas personas y una brigada de seguridad formada por exagentes del FBI,
que habían protegido a Frank Sinatra y al mismísimo presidente Nixon. El
director técnico dispuso de una innovadora iluminación para el escenario, que
consistía, entre otras cosas, en franjas de luz blancas y negras, que daban un
aspecto fantasmagórico a los atrezos en ruinas. Todo estaba preparado para el
mayor espectáculo que el planeta conocería.
Durante la primera manga de la gira todo salió a pedir de boca: llenos
absolutos, críticas favorables, públicos enfebrecidos al borde de la histeria.
Más tarde, cuando abandonaron la vieja y querida Inglaterra, los americanos no
tardaron en rendirse a los encantos de la banda. Tanto, que hasta los grupos de
Extrema Derecha, el Ku Klux Klan, y los Mormones, individuos que no veían con
muy buenos ojos la homosexualidad, comenzaron a tararear los temas del disco y
a usar maquillaje. Gracias a Stardust aquellos hombres fanáticos y duros de
roer descubrieron una parte sensible y femenina que no tardó en salir del
armario. ¡Literalmente!
Cuando el equipo pasó por Texas, Ziggy comenzó a hacer de las suyas,
travistiéndose en el escenario, delante de miles de incondicionales. En
épocas pasadas, aquel acto hubiera sido motivo de escarnios. Los
medios alabaron la brillantez de la puesta en escena y la calidad de los trajes
de mujer diseñados por él mismo:
otro punto a favor que elevó su reputación en los ámbitos de la moda. Los
diseñadores que llevaban décadas en el negocio admiraron su buen gusto:
Giorgio Armani, Ralph Laurent, Tommy Hilfiger, Diane von Furstenberg, Gianni
Versace y Jean Paul Gaultier. Todos convinieron en que les quedaba mucho por
aprender y que Stardust había llevado el género a un nivel que les costaría años alcanzar. Desgraciadamente, ninguno podría cumplir aquel sueño; faltaba
poco para el fin del planeta.
Desde su aterrizaje en la Tierra, Ziggy se había sentido atraído por las
estrellas de rock. Había algo perverso en aquellas personas que con su música podían cambiar la mentalidad y la vida de millones de individuos anónimos.
Gracias a Stardust, las viejas glorias que llevaban más de una década sin sacar
un single de éxito volvieron a lo más alto cuando empezaron a versionar sus
temas. Durante seis meses, Ziggy llegó a tener veintidós canciones en el Top 40,
entre versiones y sencillos propios; nadie podía creer lo que estaba pasando.
En las entrevistas promocionales Stardust citaba como influencias a Vince
Taylor, Kim Fowley, The Legendary Stardust Cowboy, The Velvet Underground —con su cantante
Lou Reed en cabeza— y The Stooges —liderados por el carismático Iggy Pop—. Los críticos intentaron encontrar rastros de todas
aquellas bandas en las letras y melodías de las Arañas de Marte, pero tal tarea
fue estéril; el grupo era demasiado original para encasillarlo en algún género
conocido.
A raíz de ello surgiría un nuevo movimiento musical que los medios
catalogaron como glam rock o glitter rock. El
virtuosismo y la técnica de las bandas psicodélicas desapareció sin dejar
rastro. En el fondo el género siempre fue aburrido, con solos de veinte
minutos que ningún cristiano hubiera podido soportar a no ser que fuera
“puesto” de LSD. Stardust aportó una corriente de aire fresco al mainstream con
sus melodías pegadizas llenas de frescura. ¡Al diablo con los conejos blancos y
los submarinos amarillos! Antes de un año, un sinfín de grupos siguieron el
camino que las Arañas de Marte habían creado de la nada: Roxy Music, Queen, Slade, Elton John, Suzi Quatro, Gary Glitter, Mud, Sweet, Mott The Hopple, Cockney Rebel, Wizzard…
Marc Bolan, líder de T. Rex y compañero de correrías de Ziggy, se quedaría
con la miel en los labios al comprobar cómo su colega conseguía los laureles de
la fama con los que él tanto había soñado. En los negocios, el pez pequeño
siempre es devorado por el más grande, y Stardust no hacía más que confirmar
una teoría tan vieja como el mundo.
En los camerinos, después de los conciertos, aparte de la consabida ración
de flores, drogas y adulaciones, las groupies luchaban por los
favores de los miembros del grupo. Esto también se extendía a
los hombres, muchachos jóvenes e imberbes, que apenas alcanzaban la mayoría de
edad, querían hacer el amor con Ziggy, Ronno, Weird y Gilly sobre todas las
cosas. Divertido, Stardust aceptaba de buena gana las proposiciones de sus
fans. Según la leyenda, más de mil personas llegaron a pasar por sus brazos:
una cifra que Lord Byron había necesitado toda una vida para cumplir.
Ziggy disfrutaba de cualquier oportunidad, jamás hacía ascos a
nada, y lo más importante, estaba abierto a una infinitud de posibilidades, cuanto más perversas mejor. Gracias a su descomunal fama, podía conseguir lo
que quisiera: los mejores pasajes de avión, las mejores suites de los hoteles, las mejores limusinas, los mejores restaurantes, los mejores narcóticos, las mejores groupies… no existía límite alguno. Stardust no tenía
ningún tipo de sentido de la moralidad ni de la culpabilidad católica; era
libre como un pájaro. Las convenciones sociales de la época tampoco le
afectaban; estaba por encima del bien y del
mal.
¿Por qué Ziggy resultaba tan irresistible? Aparte de la conversación y sus
excepcionales dotes como amante, poseía una belleza difícil de igualar, sin
contar su talento en el escenario y una voz prodigiosa que alcanzaba cualquier
registro. Sus ojos de distinto color —el derecho azul y el izquierdo gris—
hipnotizaban a todos los mortales. Su cabello naranja —con aquel corte de pelo
sensacional— era la envidia de todo el mundillo artístico. Su cuerpo —delgado y
andrógino— incitaba a cualquier locura sexual. Stardust no se tomaba demasiado
en serio a sí mismo, tenía un objetivo que cumplir y procuraba mantener los
pies sobre la faz de la Tierra. Todo ello cambiaría en el transcurso de las
siguientes semanas.
Ziggy se encontraba deprimido: llevaba demasiados meses en la
carretera, y la presión de la fama le estaba resultando insoportable. Ávida de
nuevos éxitos, la discográfica lo había obligado a entrar en el estudio
solicitando un álbum que igualara —o superara— el nivel de ventas de su predecesor.
Stardust se resistió a la idea, no había compuesto material nuevo y necesitaba
un descanso, pero Defries le mostró el contrato, inflexible. De no cumplir lo pactado, lo demandaría.
A regañadientes, no le quedó más remedio que reunir a las Arañas y regresar
a Inglaterra con el rabo entre las piernas. Durante las sesiones, no existía ninguna
clase de química entre los músicos; la empatía
sobrehumana que los unía en el pasado era historia. Ninguno entendía las letras
improvisadas de ínfima calidad que trataban sobre trastornos
psíquicos, aislamiento, decadencia moral, entornos urbanos bañados por la
lluvia ácida y los efectos nocivos de la cocaína. Scott arrojó la
toalla, alegando que era imposible trabajar con Ziggy, que nunca aparecía para
grabar, y en el caso improbable de que diera señales de vida, siempre llegaba
colgado y con un grupo de fans que arruinaban las sesiones.
Después de componer unos cuantos temas, Stardust sufrió una sobredosis que lo
mantuvo lejos del estudio durante semanas. Según el médico, había alcanzado el
límite de su resistencia física. Mientras se recuperaba en el hospital, analizó
los últimos años de su vida desde una óptica gélida y especulativa, sin
permitirse ninguna clase de sentimentalismo. Entonces las Arañas de Marte
recibieron un mensaje que les heló la sangre en las venas: Ziggy había decidido
disolver la
banda.
Después de la noticia Stardust desapareció del mapa; necesitaba una buena
purga para limpiar su interior. La casa discográfica intentó
localizarlo, aterrada, por todos los medios posibles; ninguno quería
quedarse sin trabajo. Tony Defries renunció a su puesto; estaba harto del mundo del rock. Las fiestas se sucedieron una detrás de otra,
incansablemente, en una orgía de sexo, drogas y alcohol que hubiera
aniquilado a cualquiera. Ziggy se entregó al vicio con todas sus fuerzas, bajo
quince kilos en un espacio de tiempo relativamente corto; poco le importaba
vivir o morir. Sus facciones se convirtieron en una máscara mortuoria y
apergaminada; su anatomía en un cascarón reseco; su mente en un crisol de
mercurio fundido.
Encerrado en su apartamento de Los Ángeles, sobrevivía a base de una dieta
de leche y pimientos, sumido en una oscuridad perpetua, sin molestarse en correr las persianas de aluminio. Su consumo de drogas aumentó de tal forma que
su asistente personal temía por su existencia. Cuando llegaba por las mañanas
lo encontraba desvanecido en el suelo, circundado por pentagramas y bolsitas de farlopa vacías. Angustiada, Coco sostenía el espejo donde Stardust había esnifado y se lo
colocaba debajo de la nariz. Los pocos amigos que tenía se desvanecieron,
aquellos snobs no querían tener tratos con su persona;
recelaban de la espiral autodestructiva donde oscilaba.
Las Arañas de Marte, a pesar de haber sido despedidos, intentaron ponerse
en contacto con Ziggy, pero este rechazó sistemáticamente todas sus llamadas.
Stardust se sentía avergonzado por sus actos, no soportaba haber hecho tanto
daño a las personas que amaba; cada vez que veía su rostro en las portadas de
las revistas le entraban náuseas. Todos sus planes y objetivos eran agua
pasada, el destino de la humanidad le traía sin cuidado; no quería saber nada
de los hombres y mujeres que, en su momento, había intentado salvar.
El tiempo, como un cigarrillo, se consumía entre sus dedos...
Ziggy lamentaba todos los errores cometidos. El anhelo de cambiar el pasado quemaba cualquier atisbo de racionalidad que pudiera restarle. ¿Por qué había
tenido tan mala suerte? Sus intenciones se habían ido al cuerno, la raza humana
era historia, y se encontraba en un planeta deshabitado; un montón de ruinas
humeantes que le causaban repulsión. A trompicones, se incorporó y vagó por el
apartamento contemplando las avenidas solitarias. Durante un segundo, la idea
de suicidarse le pareció atractiva. Todas las dudas y contriciones que
atesoraba no volverían a obsesionarle; encontraría la paz de espíritu que demandaba.
Stardust intentó llorar, sentir alguna emoción, aplastar los
bordes intangibles de la cocaína de alguna manera. Para bien o para mal, sus
conductos lacrimales no le ofrecieron la oportunidad de desahogarse; las drogas
lo habían convertido en una especie de engendro mecánico. La desesperación
estuvo a punto de derrumbarlo contra el suelo. Con movimientos nerviosos y
espasmódicos, Ziggy regresó a la mesa y prendió un Gitanes: el humo del
cigarrillo fue un pobre consuelo. Asqueado, contempló las líneas cuidadosamente cortadas sobre la superficie de cristal. Maldita fuera la hora
en que había probado aquella basura.
Entonces, en aquel momento, supo que después del Armagedón, todo volvería a empezar de cero. Una nueva tribu emergería de las ruinas, supervivientes que se adaptarían sin dificultades al nuevo mundo. Jóvenes que llevarían pieles y diamantes, armas de bronce y pedernal, patines y cometas que los auxiliarían a deslizarse sobre los rascacielos ennegrecidos. Sin ser consciente de ello, Stardust había moldeado la Tierra a su conveniencia; un erial recorrido por ratas mutantes y tormentas petroquímicas. Las nuevas naciones levantarían efigies en su nombre, construirían pirámides y templos para adorarlo, sus hazañas se convertirían en una religión completamente autónoma.
Ziggy aceptó su terrible destino con los dientes apretados. De ser un suicida del Rock ‘N’ Roll se había transformado en un Dios…