martes, agosto 15, 2017

REPLICANTE


REPLICANTE. N. Ver también ROBOT (antiguo): ANDROIDE (obsoleto): NEXUS (genérico): Humano sintético con habilidades parafísicas y cultura carnal. También: Rep, Pellejudo (argot); Utilización en otros mundos: Combate y exploración espacial de alto riesgo. Prohibida su utilización en el mundo madre. Datos y especificaciones: información clasificada.

New American Dictionary.

1

El hedor de la carne quemada llenaba el pequeño vertedero. Dos obreros uniformados con monos naranjas apilaban a los androides, formando una montaña de cadáveres que esperaban su turno de incineración. El primero se dirigió al segundo:
—Peter... ¿Qué hora es?
Su compañero comprobó su Zodiac.
—Las dos menos cuarto.
Eddie lanzó un suspiro.
—Aún quedan dos horas.
Peter soltó una risa seca.
—¡Supéralo!
Cansados, volvieron al trabajo con expresiones consternadas. Ambos cogieron a un replicante, uno por los brazos y otro por las piernas, colocándolo sobre la rampa que descendía hasta los hornos de fundición. El calor era espantoso: sudaban bajo las ropas ignífugas; suerte que faltaba poco para ser relevados. Peter señaló el cuerpo inerte que se deslizaba boca abajo hacia las llamas.
—¿Habías visto a uno como ese?
Eddie se subió las gafas a la altura de la frente.
—No.
Peter sonrió, triunfante.
—Nexus-6.
Eddie enarcó las pobladas cejas.
—¿Cómo te has enterado?
Peter hizo un gesto de superioridad.
—Tengo mis contactos.
El androide entró en la caldera. Su piel ardió, consumiéndose, mostrando los huesos blanqueados por las altas temperaturas. Sus restos se convirtieron en cenizas y desaparecieron sin dejar rastro. El sistema anunció con voz metálica: Replicante Nº 156 eliminado.
Eddie sufrió un escalofrío.
—¿Por qué los retirarán del mercado?
Peter se secó el sudor de la frente con una gamuza sucia.
—Son modelos obsoletos —explicó—. A los cuatro años se les acaban las pilas.
Eddie gruñó:
—Las Casas Madres no quieren perder pasta, ¿verdad?
Peter arrojó el trapo sobre un cadáver.
—Claro que no —dijo con cinismo—. Los crean con fecha de terminación para que compres uno nuevo cada cierto tiempo. Los negocios son los negocios.
Eddie sacudió la cabeza.
—Tengo sed —comentó—. ¿Quieres una Coca-Cola?
Peter se quitó los guantes.
—Te acompaño.

2

Cuando los obreros desaparecieron, los cadáveres se agitaron y una replicante surgió entre ellos con los labios apretados. Metódica, Takako comprobó su entorno; el crematorio estaba vacío. Después, auxilió a sus compañeros: tres androides emergieron entre los muertos. La Nexus-6 susurró en voz baja:
—Disch, vigila la entrada.
El gigante se acercó a las dobles puertas metálicas que conectaban el vertedero con el hangar principal. Su cuerpo de dos metros de altura parecía esculpido en un bloque de acero. Vance se aproximó a su compañera.
—¿Qué hacemos con los obreros?
Takako fue pragmática:
—Matarlos.
El androide esbozó una mueca.
—¿Es necesario?
—Si los dejamos vivos darán la señal de alarma. Tendremos a la policía detrás de nosotros. —Señaló los cadáveres con la cabeza—. ¿Quieres terminar como esos pobres bastardos?
Vance suspiró, la visión de los muertos le agitó el vientre; no deseaba aquel destino.
—Supongo que tienes razón.
La Nexus-6 le apretó el hombro para darle ánimos.
—Confía en mí.
Bear inspeccionaba una consola, buscando la forma de escapar, pendiente de las imágenes tomadas por las cámaras de seguridad. La replicante inquirió:
—¿Tenemos alguna posibilidad?
El androide asintió.
—Sí.
Takako inspeccionó las pantallas.
—¿Podrás conseguir un vehículo que nos lleve al espaciopuerto?
Bear afirmó:
—Yo conduzco cualquier cosa que tenga gas.
La Nexus-6 esbozó una sonrisa cálida.
—Eres el mejor, Bear.
Disch murmuró con urgencia:
—Tenemos compañía.
El grupo se ocultó. Peter atravesó las puertas acompañado por Eddie. Ambos charlaban, relajados, ignorando el peligro que corrían. Peter preguntó a su compañero:
—¿Qué harás esta tarde?
Eddie respondió:
—Saldré con mi mujer y los críos a...
Aquellas fueron sus últimas palabras. Disch lo embistió por la espalda, le agarró la cabeza y le quebró las vértebras cervicales; su cuello crujió siniestramente al romperse. Horrorizado, Peter intentó huir, pero fue demasiado tarde, el replicante saltó sobre su cuerpo, estrangulándolo. Takako observó los asesinatos, impávida.
—Arrojadlos al fuego —ordenó—. Es lo único que merecen.


3

Bear aparcó el todoterreno. Los replicantes abandonaron el vehículo bajo una cúpula deteriorada y recorrieron el muro exterior del espaciopuerto. Hipnotizada, Takako contempló Marte: el planeta rojo llenó su campo visual. La androide levantó la cabeza: las estrellas destellaban, lejanas, imbuidas en un misterio imposible de definir. Un temblor sacudió su anatomía. Era la primera vez que vislumbraba la galaxia; nunca hubiera imaginado que fuera tan hermosa. Vance le apretó la mano.
—Espectacular, ¿verdad?
La Nexus-6 musitó, impresionada, con los ojos vidriosos:
—Así es.
Bear interrumpió el momento.
—¿Estás segura que puedes pilotar una jodida nave?
El replicante iba a lo práctico; su inteligencia Nivel-C no daba para más.
—¡Por supuesto!
Con precisión, sortearon la valla electrificada y pasaron dentro del recinto. Disch hizo una señal. El grupo se inclinó detrás de un condensador eléctrico mientras una patrulla de seguridad poderosamente armada descendía hacia los depósitos. Los androides no necesitaron hablar, sabían lo que tenían que hacer; habían sido diseñados para el combate extremo por los ingenieros genéticos de la Corporación Tyrell. Como una sola persona, formaron un triángulo ofensivo, atacando a sus víctimas. Bear aplastó el cráneo del primer guardia; el hombre exhaló un gemido de dolor y murió instantáneamente. Vance se ocupó del de la derecha, reduciéndolo en cuestión de segundos, hundiéndole la yugular con el canto de la mano. Disch terminó con el tercero, reventándole los ojos; las orbitas del guardia quedaron cubiertas de sangre. Takako se encargó del último, tumbándolo de una patada; su columna vertebral se partió al tocar el suelo. Habían transcurrido diez segundos exactos, nadie había notado la presencia de los androides fugitivos; podían considerarse a salvo. Tomaron las armas y ocultaron los cadáveres, preparados para continuar adelante. Bear fue despectivo:
 —¡Humanos! —masculló—. ¡No sirven para nada!   
Todos le dieron la razón en silencio, eran conscientes de su superioridad; nadie volvería a manipularlos. Vance señaló a su izquierda:
—Una lanzadera espacial.
La nave se recortaba entre las luces cenitales de los hangares. Takako volvió a asumir el mando de la tropa.
—Tenemos que llegar hasta ella.
Inclinados, cruzaron la pista de aterrizaje, evitando las cámaras de vigilancia. Un soldado se interpuso en el camino de los androides.
—¡Alto!
Disch levantó la escopeta, las postas trituraron el estómago del hombre, diseminando sus entrañas contra el fuselaje de la lanzadera. Otro agente apareció en lo alto de la escalera.
—¡Replicantes! —chilló—. ¡Alerta Roja!
Vance abrió fuego. Las balas de mercurio lo convirtieron en un colador; su cuerpo rodó escalones abajo dando tumbos. La Nexus-6 aulló:
—¡Bear, cierra la compuerta!
El androide pulsó un interruptor del tablero de mandos; la puerta descendió acompañada por una vaharada de nitrógeno líquido. 

4

Disch franqueó el pasillo tubular con el dedo en el gatillo del arma sin perder de vista los recodos traicioneros. Un soldado apareció de improviso. La andanada estuvo a punto de volarle la cabeza; la pared situada a su espalda quedó cubierta de agujeros. El Nexus-6 contraatacó. El agente dio una pirueta; tenía la mandíbula destrozada. Takako miró al resto del grupo.
—Nos veremos en la cabina de vuelo. Matad a cualquiera que se interponga en vuestro camino. ¿Entendido?
Vance protestó:
 —¿Civiles también?
El tono de la replicante no dio lugar a dudas:
—Naturalmente.
Takako siguió a Disch, con una Glock en la diestra, cubriendo su retaguardia. Una azafata apareció delante de su camino. Un balazo le perforó el cráneo; los sesos salieron despedidos en todas las direcciones. Una descarga se escuchó en el otro extremo de la nave: sus compañeros se habían encontrado con nuevos enemigos. Otro estertor llegó a sus oídos. Los androides habían salido victoriosos de la escaramuza. Disch preguntó:
 —¿Has visto los emblemas de los soldados?
La Nexus-6 se encogió de hombros:
—¿Acaso importa?
Disch se mostró preocupado.
—Pertenecen a la Tyrell Corporation.
Takako respingó:
—¡Joder!
El replicante continuó:
—Si llegamos a la Tierra, los perseguirán las unidades Blade Runners. Estamos metidos en la mierda hasta las orejas. 
La androide procuró tranquilizarlo.
—Todo saldrá bien.
Disch sonrió.
—¡Eso espero!
Takako aparentó más seguridad de la que en realidad sentía. Sabía que su plan estaba condenado al fracaso, tarde o temprano terminarían cazándolos, pero prefería morir como una mujer libre, que tiranizada por los militares que los habían comprado. Descendieron un pasadizo circundado por paredes inclinadas; faltaba poco para llegar a su objetivo. En el caso de permanecer en Deimos, terminarían por descubrirlos y ejecutarlos. Disch percibió un ruido. De una poderosa patada, derribó la puerta de un camarote, arrancándola de los goznes. Un oriental con aspecto de informático berreó:
—¡No dispare!
Sus pulmones quedaron esparcidos en el interior de la lujosa estancia. La Nexus-6 cambió el tambor de la pistola y continuó detrás de Disch. Una ruidosa ráfaga crepitó delante de los androides. Un agente se derrumbó abatido por la espalda soltando sangre por la boca. Una granada de trinitrotolueno escapó de su mano inerte. Vance pasó encima del cadáver.
—¡Por los pelos!
Bear pateó al muerto.
—Hemos tenido suerte —gruñó—. La granada nos hubiera matado a todos.
Takako fue práctica:
—¿Cuántos quedan?
Vance confirmó las estadísticas.
—Ninguno —dijo—. La cabina está libre.
La matanza no le dio ni frío ni calor. Habían conseguido su objetivo. Era lo único que le importaba.
—Perfecto. 

5

Los androides tomaron asiento sobre las butacas forradas con poliuretano. Disch rezongó:
—Ha llegado el comité de bienvenida.
Un batallón de soldados disparó contra la nave. Las balas rebotaron sobre el blindaje, picoteando el cristal de la cabina. La Nexus-6 accionó los controles, agarró los mandos de la lanzadera y apretó el conmutador de ascenso.
 —¡Demasiado tarde, estúpidos!
Movió una palanca. Las ametralladoras de proa giraron, enfocaron a sus contrincantes y lanzaron una ráfaga de trazadoras de nitrógeno. El casco de la lanzadera tembló. Los agentes fueron borrados del mapa. Takako abrió el techo del almacén. Los motores gemelos quemaron la plataforma. La nave ascendió hacia las galerías plagadas de enemigos. La fuerza centrífuga los aplastó contra los sillones. La replicante activó el escudo de protección al máximo. Una docena de proyectiles pesados chocó contra el campo iónico. Bear revisó los paneles indicadores.
—Contamos con tres ametralladoras. No es mucho para enfrentarnos a ellos.
Takako fue mordaz:
—Haré lo que pueda.
Vance indicó:
La Nexus-6 conectó el radar bidimensional. Un rectángulo azulado surgió encima de los mandos. Ningún caza los esperaba en el exterior. La nave se inclino hacia un lado, efectuó un elegante giro y abandonó el espaciopuerto, internándose en el cosmos. Lentamente, la superficie quebrada de la luna, con sus cráteres llenos de carbono, regolito y hielo quedaron atrás, desvaneciéndose en el abismo estelar. Takako conectó la Inteligencia Artificial. Luego relajó los músculos de su espalda. Vance le dio un beso en la nuca.
—Tu plan ha dado resultado.
La Nexus-6 no respondió, preocupada, le inquietaba el futuro que les aguardaba; en La Tierra no tendrían un segundo de respiro.
Ya veremos lo que pasa, pensó. Quizá logremos sobrevivir en Los Ángeles.



  

martes, agosto 01, 2017

SIGMA-7


Tus esfuerzos han sido endebles e ilusorios. Te propusiste la tarea de describir el impulso de la humanidad hacia la autodestrucción, pero sólo te has señalado a ti mismo.

Greg Bear

Por mucho que intente evitarlo, siempre termino a la deriva, acosado por un pasado que me repugna recordar. Tarde o temprano, el porcentaje biomecánico me obliga a obrar de forma despiadada, implacable, que escapa de mi autocontrol. Sin duda, he sucumbido ante el poder los implantes. No quedó gran cosa desde que los neurocirujanos me convirtieron en un monstruo...

Dorian Stark    


1

MISIÓN DE EXTERMINIO

Dorian...
Nessa se inclinó sobre el alemán.
—¿Estás bien? Despierta... ¡Por favor! No me abandones ahora.
La cyborg lo sacudió.
—Dorian... ¿Puedes abrir los ojos?... Dorian... ¡Despierta!

Con expresión amarga, Stark abrió los ojos y abarcó con la vista el dormitorio a oscuras. Sus pupilas fotoeléctricas asimilaron la vacuidad de la habitación, convirtiendo las tinieblas omnipresentes en día. Como de costumbre, había sufrido una pesadilla. Atesoraba demasiados remordimientos para conciliar un sueño natural; su conciencia estaba manchada por la sangre de innumerables víctimas.
Desanimado, extendió el brazo izquierdo, abrió un frasco metálico e ingirió tres anfetaminas sin agua. El sabor de los estimulantes le abrasó la garganta y encendió sus músculos embotados por la falta de descanso, proporcionándole una oleada de energía artificial. Stark abandonó el lecho de látex y se dirigió al salón con pasos erráticos por la subida de las pastillas. Involuntariamente, acarició las paredes forradas con papel de arroz con la punta de los dedos.

Sus agudizados sentidos percibieron que la lluvia había cesado. Era un alivio no tener que soportar el repiqueteo constante de las tormentas que azotaban las calles de Los Ángeles. Derrumbándose sobre el sofá tapizado con gomaespuma, observó con la mirada borrosa el entorno claustrofóbico que lo rodeaba: televisor Thompson de cincuenta pulgadas, mesa hexagonal de metacrilato, disco selector de alimentos, persianas de aluminio anodizado.

La imagen de Nessa regresó a su memoria y atormentó la escasa humanidad que conservaba, haciendo que apretara los puños. Extrañaba a la cyborg. ¿Por qué diablos lo había abandonado? La mujer nunca quiso darle una explicación, desapareció sin dejar rastro, probablemente para convertirse en una terrorista. Lo utilizó para desertar de la Schneider.
«Tú decidiste por los dos», pensó. «No tuviste el valor de decirme la verdad, Nessa».
Stark abrió las manos doloridas; ocho diminutas heridas se dibujaban sobre las palmas enrojecidas por la presión. Sacudió la cabeza, se levantó de un salto y abrió el balcón con violencia. Una corriente de aire sacudió su rostro blanquecino. Los circuitos biosensitivos de la columna vertebral enviaron una señal al cerebro y le erizaron todos los poros de la piel.

La imagen de la megalópolis lo deprimió. El horizonte estaba punteado por torres de refinerías que propagaban eructos de magnesio, e iluminaban las cúpulas empresariales aplastadas por la madrugada cubierta de cenizas en suspensión. El zumbido del Fujitsu-Siemens lo arrancó de sus tétricos pensamientos. Tenía una videoconferencia del departamento.
—Buenas noches, Stark.
El comandante Aries sostenía un cigarrillo de mercado negro entre sus finos labios.
—Buenas noches, señor.
Su superior fue directo al grano:
—El general Moser le ha asignado una misión, sargento.
El alemán sintió una punzada de contrariedad.
—Lo escucho, señor.
Aries expelió una nube de humo por la nariz.
—Debe eliminar a cuatro androides Sigma-7.
Aquello no le gustó en absoluto.
—¿Por qué, señor?
El comandante se mostró despiadado.
—Han asesinado a uno de nuestros agentes, Stark.
Stark fue cínico:
—Magnífico.
Su superior hizo caso omiso a su comentario.
—La Corporación Donaldson ha proporcionado las cintas de creación del grupo a nuestros Técnicos de Información...
Stark lo interrumpió:
—Mi trabajo no consiste en eliminar androides renegados —protestó—. Que se encargue de ellos la policía megapolitana.
Aries exclamó:
—¡Usted obedecerá mis órdenes, sargento! ¡O se encontrará limpiando letrinas el resto de su carrera!
Stark rechinó los dientes; no le quedaba otro remedio que aceptar la misión.
—Sí, señor —gruñó.
El comandante apagó el cigarrillo en un cenicero.
—El honor de nuestra casa debe ser restaurado. El general Moser no piensa permitir que cualquier vulgar androide liquide a un miembro de la Orden de los Centinelas. Esto es algo serio, ¿entiende?
Stark no confió en su explicación.
—¿A quién ejecutaron, señor?
Aries finalizó la conversación.
—No es de su incumbencia. Le enviaré los datos esta noche, Stark. Espero su informe dentro de veinticuatro horas.
La rabia le causó un nudo en el vientre.
—De acuerdo, señor.

2

JEAN

El rostro inexpresivo del primer androide, encuadrado por un fondo blanco llenó la pantalla líquida ultraplana, a la vez que giraba una y otra vez sobre sí mismo.

Androide (M) Des: Wells.
SIGMA-7 N6MAB22318
Func.: Combate/Carga.
Fis.: Nivel-A. Mental: Nivel-B.

Jean bromeó.
—Poca cosa para ti, Dorian.
Stark forzó una sonrisa crispada.
—Tenía entendido que la Donaldson los creaba con fecha de terminación. ¿Dónde demonios está?
La cyborg masculló:
—A esos cerdos no les interesa que lo sepamos.
El segundo androide reemplazó al anterior.

Androide (M) Des: Orwell.
SIGMA-7 N6MAB62016
Func.: Combate, Programado para Defensa Colonias.
Fis.: Nivel-A. Mental: Nivel-B.

La mujer señaló la mandíbula cuadrada del Sigma-7.
—No me gusta —frunció los labios—. Será duro de roer.
A Stark le agradaban los objetivos difíciles: le hacían probar su valía como soldado. Le dio la razón:
—Cierto.
El tercer androide sucedió al segundo.

Androide (M) Des: Ballard.
SIGMA-7 N6MAC91217
Func.: Polic. Homicidio
Fis.: Nivel-A. Mental: Nivel-C.

Stark esbozó un gesto cínico.
—El imbécil del grupo.
Jean lanzó una carcajada.
—¿Inteligencia Nivel-C? ¡Menuda mierda! ¡Prefiero ser una cyborg!
La cinta de creación mostró a la última androide.

Androide (H) Des: Akiko.
SIGMA-7 N6HAA81619
Func.: Piloto, Programada para Cruceros Estelares.
Fis.: Nivel-A. Mental: Nivel-A.

Akiko le arrebató la respiración: cabellos negros, frente amplia, ojos sesgados, nariz recta, labios carnosos. Su perfil oriental era idéntico al de Nessa. Los recuerdos le punzaron el corazón. Por mucho que quisiera, era incapaz de huir del pasado. La cyborg estudió su expresión angustiada.
—¿La conoces?
—No.
Sus pensamientos eran demasiado íntimos, excesivamente dolorosos, como para compartirlos con terceros.
—Parece que has visto a un fantasma.
Stark cambió de tema.
—¿Puedes localizarlos?
Jean enarcó las cejas con superioridad.
—Es posible... ¿Qué me darás a cambio?
Su tono malicioso lo obligó a levantar la guardia.
—Yendólares.
—¿Son de la Corporación Schneider?
—Claro.
—Perfecto.
Mientras la máquina trabajaba delante de la consola, Stark estudió su musculosa fisonomía, disfrutando con la perspectiva del cuerpo enfundado en un mono de poliéster gris que realzaba las potentes curvas de la mujer. Le gustaba, hacía años que experimentaba una atracción sexual por ella. Como de costumbre, seguía anhelando recuperar lo que no tenía remedio.
«Ya amaste a una cyborg», reflexionó amargamente. «Con una vez fue más que suficiente».
Jean percibió su helado escrutinio.
—¿Ves algo que te interese, Dorian?
La pregunta le arrancó una mueca sarcástica.
—Es posible.
La cyborg adivinó lo que le pasaba por la cabeza. Detestaba que lo conocieran tan bien, lo hacía sentirse vulnerable.
—¿Cuándo vas a mandar al infierno a tus superiores?
La cuestión lo pilló desprevenido.
—Jean, sabes que si deserto, la OC me cazará como a un perro rabioso.
—Eres un acojonado —gruñó—. Ganarías más pasta como mercenario.
Stark encogió los anchos hombros.
—El dinero es lo de menos.
La mujer rió.
—Eres un idiota. Nunca cambiarás. Te han lavado el cerebro a conciencia.
Stark entrecerró los ojos grises.
—Jamás.
La cyborg se levantó y dio la espalda al escritorio de palo de rosa, con una expresión ladina en el semblante triangular.
—¿Dónde tienes el chip de crédito?
El olor de sus cabellos lo mareó.
—Soy todo oídos, Jean.
—He encontrado a tu colega, Akiko para más señas, en una clínica de mercado negro.
Sabía que la cyborg no le fallaría.
—¿Dónde?
—Long Beach, calle Carson, 747.
La dirección le resultó familiar.
—¿En qué distrito está?
Jean fue burlona:
—En el Cuarto.
—El Barrio Chino...
Ella volvió a reír.
—Te ha tocado el peor de todos, Dorian.
Stark suspiró.
—Es lo habitual. ¿Y los demás?
—Imposibles de localizar. Necesitarías a un hacker con toda la parafernalia de los de su clase: implantes parietales de alto presupuesto, cables de fibra óptica, guantes de retroalimentación.
La mujer se aproximó al alemán con una mirada turbadora en los ojos sintéticos. Dorian tragó saliva y luchó por aparentar indiferencia.
—¿Cómo has averiguado el paradero de la androide?
Su presencia lo hipnotizaba.
—Akiko es una estúpida. Ha vendido sangre. Imagino que no tendrán recursos para ganarse la vida. Cualquiera con una consola podría detectar su rastro.
Stark se mostró extrañado:
—¿La sangre de los androides es válida para una transfusión?
Jean le acarició el mentón con ambas manos.
—Efectivamente.
La máquina lo besó, sus bocas se unieron con fuerza y compartieron un instante cargado de ternura, de deseos imposibles de satisfacer. Segundos más tarde, Stark la apartó con delicadeza, aquel consuelo, como tantos otros, le estaba negado de antemano.
—Tengo que marcharme.
La mujer no esperaba otra cosa.
—¿Volveré a verte?
—Sí.

3

MEGALÓPOLIS

Mientras recorría la avenida, Stark asimiló el entorno cubierto de desechos y hundió las manos en los bolsillos de la trinchera de cuero. Los edificios interminables se elevaban hacia el cielo; cubrían con sus perfiles abruptos la ciudad que aprisionaba a millones de habitantes entre sus fauces de acero. La sucia calle estaba atestada de bidones prendidos con fósforo. El aire húmedo hedía a combustible, basuras y restos de comida china.

Akiko andaba entre la muchedumbre abrumadora, ignorando la lluvia pegajosa que resbalaba por sus ropas de polipiel. Stark llevaba una hora siguiéndola, invisible a los afilados sentidos de la androide, con la esperanza que lo condujera al resto del grupo. La máquina tomaba toda clase de precauciones: entraba y salía de diferentes locales, volvía sobre sus pasos constantemente, elegía las calles más bulliciosas y nunca se quedaba sola. Ambos cruzaron el Distrito Cuarto. Pasaron clubs, letreros luminosos, puestos de sushi, cabezas de dragones modeladas con neones fluorescentes, fumaderos de opio. Los transeúntes cubrían las aceras atestadas, imbuidos en la dolorosa necesidad de ser reales en un universo donde la capacidad de elección había sido negada; todos le resultaron idénticos. Apuró el paso y serpenteó entre las masas viscosas que parecían adherirse a su piel. Unas prostitutas intentaron atraparlo con sus redes, Stark ni se molestó en mirarlas, no quería perder a la androide.

Continuó atravesando las bóvedas que sostenían los rascacielos, bañado por una tormenta de imágenes holográficas: logotipos industriales, salones de masajes, rótulos publicitarios, escaparates comerciales y máscaras taotie. Un grupo de vietnamitas pasó a su izquierda, tambaleándose bajo los efectos del eucodal sintético de mala calidad. Llevaban camisetas de plástico, pantalones holgados y zuecos de puntas abiertas.
«Cada día odio más La Tierra», pensó con desagrado. «Debería largarme a las colonias del mundo exterior».

¿Por qué habían desertado los androides? Para su desagrado, experimentaba afinidad con ellos, una especie de empatía que lo hacía comprender sus motivaciones mucho mejor que los ingenieros que los creaban. El porcentaje biomecánico de su personalidad lo turbaba, no le interesaba identificarse con los seres que aborrecía, aunque esa parte lo convirtiera en el mejor agente ejecutor de la Orden de los Centinelas. Gracias a ello continuaba con vida.

Un escalofrío le recorrió la espina dorsal. A veces temía su condición de máquina: pertenecía a ambos mundos, su naturaleza lo convertía en un paria; jamás conseguiría integrarse en ninguna parte. Una hilera de nepalíes recitaba un monótono mantra religioso, holgadas túnicas naranjas cubrían sus cuerpos como sudarios amortajados, mientras pedían limosna en la puerta de un local de striptease. Akiko torció a la derecha. Un tiburón martillo nadaba dentro de un acuario cubierto por líquido amniótico y ocupaba el escaparate de un local de comida rápida, donde mujeres de aspecto indefinido servían a los clientes. Al reflexionar sobre su condición, una sensación de desánimo lo invadió; no le gustaba pensar de aquella forma, lo colocaba a la misma altura que a los seres a los que se había prometido exterminar. De todas maneras, no era distinto antes de la primera bioperación, los implantes afirmaron sus posturas; sería un asesino el resto de su vida.

La androide franqueó un puesto de aves artificiales construido con cañerías de aluminio. El olor de las bestias manufacturadas impregnó las fosas nasales de Stark. Una anciana discutía el precio de un colibrí de vistosas plumas con varios compradores. Las jaulas rebosaban de pájaros extintos: patos, martines pescadores, caluros, ibis rojos, águilas, cuervos, halcones, jilgueros y aves del paraíso. Salido de la nada, un vagabundo lo abordó de frente y hundió una Taurus en su estómago.
—¡Dame la pasta, hijoputa!
Antes de que terminara la frase, el alemán le apartó el brazo y le hundió la nuez de Adán con el canto de la mano. El hombre salió despedido hacia atrás y chocó contra el gentío, con un último estertor de muerte.
«Bastardo, pensó. «Elegiste al hombre equivocado».
Nadie se dio por aludido, la gente rodeó el cadáver, evitando mirarlo a los ojos. Indiferente, continuó su rumbo y divisó a Akiko a cien metros de distancia, dispuesta a traspasar la carretera aglomerada. 

Un dirigible publicitario flotó encima de él, su forma ovalada ocultó los carriles de la aéreoautopista, difundiendo un eslogan tridimensional que le causó repulsión: «Viajes interplanetarios a mitad de precio, aproveche la ocasión para visitar Marte, un planeta virgen lleno de riquezas por conquistar».
El anuncio era una mentira, los planetas colonizados eran una cloaca al igual que La Tierra; la ambición de las corporaciones los había degradado a conciencia.
«Este anuncio ha sido cortesía de Erizawa-Maronne, S.A. Ayudando a América a llegar al nuevo mundo... ».

4

VIDEOGALERÍA

Con cautela, Stark penetró en la vídeogalería y siguió el rastro de su presa, dispuesto a empuñar la W-PPK en cualquier momento. Las máquinas zumbaban, transmitían una cacofonía infernal y llenaban el local con su rumor errático. Akiko se detuvo delante de una consola y se apartó el cabello mojado de la frente: el gesto le recordó a Nessa sin que pudiera evitarlo.
La pantalla mostraba a una especie de criatura alienígena, que devoraba seres humanos, tanto a militares como a civiles, atrapados en el interior de una nave espacial. Los clientes no percibían que había una androide entre ellos; eran ciegos al peligro que los amenazaba. El alemán la hubiera descubierto con facilidad, tenía un instinto especial para aquellas cosas. Debía reconocer que la Donaldson efectuó un buen trabajo: la mujer rozaba la perfección; estéticamente superaba a cualquier humano. Inoportunamente, su Nokia vibró en el bolsillo. Lo más seguro era que Aries intentaba contactarle.
—Hola, Dorian.
Jean ocupó la pequeña pantalla de dos pulgadas.
—¿Qué tal estás, Jean?
Debía colgar lo antes posible, no era propio de su persona distraerse durante las operaciones de exterminio.
—Bien. ¿La has encontrado?
—Sí.
La cyborg comprobó unos datos fuera de su campo visual.
—He localizado la información que buscabas.
—¿Y bien?
—Los Sigma-7 escaparon de Deimos hace unas semanas. Utilizaron una lanzadera espacial para llegar a la tierra. Asesinaron a toda la tripulación.
La noticia empeoró su humor introspectivo.
—Típico de los androides.
Jean sonrió.
—¿Adivinas quién viajaba en la nave?
—Sorpréndeme.
—Un pez gordo. Miyoshi Hitsukaza. ¿Te resulta familiar?
Ahora encajaban las piezas.
—Sí.
La mujer inquirió con curiosidad.
—¿De qué lo conoces?
—Tuve que eliminar a sus antiguos jefes hace años. La Corporación Fujifujih decidió cazarlo cuando vendió sus servicios a la Schneider. Ignoraba que había sido destinado a Marte.
Jean bufó:
—Tus superiores lo mantendrían aislado para que no pudiera hacer lo mismo otra vez.
—Es lo más probable.
Akiko se giró.
—Jean, tengo que dejarte.
La mujer captó la urgencia de sus palabras.
—Vigila tu espalda, Dorian.
—Lo haré.
La Sigma-7 avanzó en su dirección con expresión imperturbable. Sus miradas se cruzaron durante un segundo: androide contra bioconstruido.
«Maldita sea, pensó. «Me ha descubierto.
Con rapidez, Akiko se dio la vuelta y aferró una H&K en la diestra. La tormenta de plomo lo obligó a agacharse, las balas de punta endurecida destrozaron las máquinas recreativas, haciendo que los clientes salieran despavoridos. Stark devolvió el ataque. La androide esquivó las balas y se ocultó detrás de una columna. Silenciosos, analizaron los movimientos del contrario, esperando el momento oportuno para actuar. Por norma los androides huían para salvar el pellejo, nunca se enfrentaban a sus adversarios a campo abierto; la discreción era fundamental para su supervivencia. Tenían que estar completamente desesperados para actuar de aquel modo.   

El espejo roto situado en frente le mostró una figura conocida: Ballard se abría paso por su flanco derecho sin hacer ruido, con una ametralladora Hawk en las manos. Stark encajó las mandíbulas, se encontraba acorralado; lo más probable era que la vídeogalería fuera el punto de reunión de los androides. Emergió detrás de una consola y abrió fuego desde el suelo. Ballard salió despedido hacia atrás y estalló una pared de fibra de vidrio, con el pecho perforado por tres partes distintas. Aquello le costó caro. Un balazo atravesó su hombro artificial de parte a parte. El dolor le arrancó un gemido; nunca se acostumbraría al sufrimiento de los injertos biónicos. Furioso por la muerte de su camarada, Wells aulló como un loco, perdiendo el control de sus actos. Akiko gritó a pleno pulmón:
—¡Ponte a cubierto! —advirtió—. ¡O acabará contigo!
Implacable, Stark aprovechó la inesperada oportunidad y baleó las rodillas del Sigma-7, que se derrumbó contra un expendedor de refrescos, rompiéndose el cuello por la violencia del aterrizaje. El dolor lo distraía. La trazadora de mercurio estuvo a punto de arrancarle el brazo. Suerte que la detonación acertó un miembro mecánico; su porcentaje humano continuaba intacto. Proyectiles ensordecedores llovieron sobre su cabeza. Stark quedó cubierto de cristales mientras se pegaba al suelo, protegido por la forma rectangular de una consola destrozada. Los androides renovaron los tambores, dispuestos a aniquilar a su enemigo; los cargadores vacíos chocaron contra las baldosas de mármol.
Una rabia sorda se apoderó de su personalidad, borró cualquier atisbo de compasión y lo convirtió en una máquina; la misión se había transformado en algo personal. Velozmente, se incorporó con las dos pistolas por delante, avanzó hacía sus oponentes y vació ambos tambores. Akiko retrocedió ante la embestida, asustada, y buscó refugio al fondo de la videogalería. Orwell esquivó las balas, aproximándose como una exhalación. La culata de la Franchi Spas abrió una brecha en la cara del alemán: el impacto hubiera matado a cualquier otro. Dorian soltó las W-PPK y alzó las manos al rostro de forma involuntaria. Ágilmente, el androide agredió a Stark. El puñetazo se le hundió en su esternón, haciendo que retrocediera por la fuerza del choque. Este resistió el dolor y giró alrededor de su adversario, deslizándose sobre el suelo manchado de sangre. Orwell le lanzó una patada, Stark la detuvo con la rodilla y atacó simultáneamente por la izquierda con los dedos de la zurda extendidos. El androide se inclinó, evitó la acometida y le hizo una llave que lo arrojó de lado contra el suelo: el aterrizaje recorrió su cuerpo de la cabeza a los pies. Dolorido, rodó sobre su figura. La rodilla de su rival se hundió en el lugar donde había estado unos segundos antes.
Cuando se incorporaba, Orwell lo alcanzó en la cara con la bota claveteada de combate. Un zumbido le sacudió la cabeza, mil estrellas brillaron ante sus ojos. El gigante le aferró el cuello con las enormes manos.
—¡Te mataré! —masculló—. ¡Eres hombre muerto!
Con un chasquido, tres garras de veinticinco centímetros le emergieron del puño derecho y atravesaron el cráneo del androide, esparciendo su masa encefálica. Stark se quitó el cadáver de encima, recuperó sus armas y buscó a la mujer con la mirada. Akiko lo contemplaba, llorando por el asesinato de sus iguales, encerrada entre las máquinas pulsantes. La esperanza abandonó sus pupilas enrojecidas.
—¡Asqueroso poli de mierda!
El alemán fue letal:
—Asquerosa androide.
El balazo le voló la cabeza. Sus sesos golpearon la consola situada detrás de su espalda, dejando un rastro carmesí matizado con astillas de hueso. Agotado, Dorian bajó la W-PPK. Una impresión de derrota invadía su espíritu.
«Todo ha terminado», reflexionó. «Mis superiores han conseguido lo que querían».