lunes, julio 10, 2017

MÁS ALLÁ DE ORIÓN

La Tierra ya no existe. Aquella manera de vivir fracasó y se estranguló con sus propias manos.

Ray Bradbury


Día primero. Primera Semana.

Algo ha salido mal, he despertado antes de llegar a mi objetivo; la nave se ha desviado de rumbo. En un principio supuse que una explosión, un asteroide, una tormenta magnética o una lluvia de meteoritos fue el causante de aquel desastre. Me equivoqué: todo estaba en regla. Al abandonar la cápsula de criosueño, descubrí que solo llevaba tres meses de travesía. Había abierto los ojos demasiado pronto: no debería haber llegado al Sistema Orión hasta finales de marzo. Compruebo el estado de mis compañeros de viaje: los siete continúan durmiendo; nada desvela sus plácidos sueños. Asustado, me dirijo a la Inteligencia Artificial y lucho por obtener respuestas, pero la máquina me ignora. Intento ponerme en contacto con la Estación Madre, hablar con los Técnicos de Información que controlan la base de Plutón, cosa del todo imposible. Los mensajes y las videoconferencias me son negados. No hay nada que pueda hacer.

Día segundo. Primera Semana

He pasado una mala noche, apenas logré pegar ojo, horribles pesadillas desvelaron mis sueños. Supongo que tanto tiempo en estado de hibernación me está pasando factura. En la cabina principal, compruebo la trayectoria de vuelo, las constantes vitales de mis camaradas, y las reservas de combustible y energía. Vago por los pasillos pulimentados de la nave, confuso, sin saber cómo actuar: en la NASA no me prepararon para afrontar una situación como esta. Siento que las paredes, blancas e inmaculadas, absorben mis energías como una enfermedad. Ausente, intento comer algo, pero mi estómago encogido me lo impide: una bilis amarga se me agolpa en la garganta al intentarlo. Recuerdo a mi familia… o lo que resta de ella; tuve que elegir entre la misión o mis responsabilidades como marido y padre. Parece que tomé la peor alternativa: el egoísmo me ha llevado a la ruina.

Día Tercero. Primera Semana.

A través de una ventana panorámica, observo la negrura sin límites del cosmos; las enormes nubes de polvo y gases que forman las nebulosas: hidrógeno, helio, nitrógeno, oxígeno... Las estrellas que parpadean en su viaje, supergigantes azules, gigantes rojas, enanas amarillas, que reflejan una parte del sufrimiento que me corroe. Inconscientemente, he empezado a descuidar mi higiene personal. Llevo tres días sin darme una ducha y apenas he probado bocado. Las galletas de proteínas y las bebidas energéticas me producen repulsión. Delante del ventanal, hipnotizado por la visión del universo, percibo que he cambiado. Con los ojos enrojecidos por la falta de descanso, analizo mi cuerpo enfundado en un ajustado mono de látex: hombros anchos, pecho amplio, caderas estrechas, brazos y piernas largas. Mi ex mujer siempre me decía que mi imagen «era ideal para los carteles de reclutamiento». Esbozo una sonrisa amarga ante la violencia del recuerdo: nunca valoras lo que tienes hasta que lo pierdes.

Día Cuarto. Primera Semana.

Mi mirada abarca doscientos millones de años luz delineados en el infinito. Los cúmulos de estrellas, radiantes y misteriosas, de los sistemas Centauro y Virgo, me muestran todo su esplendor. Aburrido, apretó un botón y amplío las dimensiones del holograma: Ursa Mayor S, Ursa Mayor N, Fornax I, Eridanus, Virgo M, Virgo W, Antlia, Telescopium, Hydra, A3565, Pegasus, Cáncer. Compruebo las coordenadas ecuatoriales, las coordenadas supergalácticas, la distancia de años luz que existen entre ellas y las supercluster a las que pertenecen. Apago el aparato y salgo de la estancia: no soporto estar encerrado dentro de la Sala de Estudios. Durante un momento, tengo la tentación de volver a la cabina de vuelo, intentar ponerme en contacto con mis superiores, pero la futilidad de la idea me hace un nudo en el vientre: sé que no podré conseguirlo. Camino hacia la cola de la nave, al cuarto de máquinas, con la idea de echar un vistazo a los motores. Una corriente de aire me acaricia la nuca y me pone los pelos de punta. Me vuelvo y busco una pistola en mi costado vacío. Tenso, escudriño el pasadizo, sin ver nada anormal. Durante un segundo tuve la impresión de que me observaban.

Día Quinto. Primera Semana.

Empiezo a plantearme qué será de mi vida. Estoy solo, flotando a millones de kilómetros de casa, atado a una nave espacial, sin rumbo entre las estrellas distantes. No puedo regresar a Plutón, ni cambiar el rumbo de la travesía, ni siquiera tomar un Trek de salvamento para abandonar este montón de chatarra. Siento como el peso del futuro se desploma sobre mi espalda, arrancándome la cordura, llevándome al límite de la desesperación. Las horas pasan, interminables, a cámara lenta, consumiendo mis esperanzas de volver a la Tierra. He recorrido todos los rincones de la nave, conozco sus salones, camarotes, cuartos y habitáculos, como si formaran parte de mi fisonomía. Empiezo a pensar de manera extraña, sin autocontrol; la idea de suicidarme viene una y otra vez. Sacudo la cabeza e intento olvidar aquellas lúgubres reflexiones, no son propias de un oficial de mi categoría; me avergüenza pensar de esta forma. Me detengo delante de las cápsulas de criosueño y contemplo a mis camaradas, vencido por una envidia que no puedo controlar. ¿Por qué ha tenido que sucederme esto a mí? Cierro los ojos y me muerdo los labios hasta que brota la sangre: deseo exterminarlos a todos.

Día Sexto. Primera Semana.

Anoche, derrotado por el peso de los tranquilizantes, supe que no sobreviviré a este viaje. Saber que estoy condenado de antemano me deprime: siempre he amado la vida sobre todas las cosas; este derrotismo me está volviendo loco. Llevo toda la jornada dentro del camarote, con las luces apagadas, tumbado sobre el colchón de poliuretano, incapaz de conciliar un sueño natural. Por la mañana elegí una película, un clásico del Siglo XX titulado Apocalypse Now pero, después de una hora de visionado, apagué la pantalla: fui incapaz de resistir las imágenes; tanta belleza me hería el alma. Ahora, debido a la soledad de mi entorno, el vacío del espacio exterior nutre cada partícula de mi anatomía, destroza mi psique con sus bordes inmateriales y quema mi espíritu sin remisión. Aferro los bordes de las sábanas: las lágrimas me humedecen el rostro y descienden por las mejillas. Recuerdo a mi mujer, a mis hijos, los campos de césped artificial de Central Park, los rascacielos interminables de Manhattan, los días de Acción de Gracias con mis padres y hermanos, las calles de Nueva York. Los lienzos del pasado no me aportan consuelo; liberan los remordimientos que he atesorado desde que despegué de Plutón y surqué el cosmos en busca de un nuevo amanecer.

Día Séptimo. Primera Semana.                  

Han transcurrido siete días desde que desperté. Ha sido la peor semana de mi vida, no me cabe ninguna duda al respecto; nunca había tocado fondo de una manera tan patética. En la puerta del comedor, los escasos muebles destellan como espejos: mesa rectangular de titanio, sillas de poliestireno, anaqueles de acero anodizado, equipos de refrigeración transparentes y expendedoras de alientos Hitachi, encuadrados por los tabiques curvos de la estancia. La nave fue diseñada para siete u ocho tripulantes, ideal para los desplazamientos interplanetarios; su estilizada figura es invisible a cualquier radar. Las aristas cromadas del comedor dañan mis pupilas dilatadas; el efecto secundario de los tranquilizantes comienza a manifestarse. Estuve tentado en comer, pero de inmediato cambié de opinión; las pastillas me habían arruinado el apetito. Intento dirigirme al disco selector, comportarme como hubiese hecho en el pasado, pero fracaso estrepitosamente. Apenas actúo como un ser humano, el aislamiento me ha arrebatado aquella necesidad biológica, guardo más cosas en común con la Inteligencia Artificial, que con los de mi propia raza. Me derrumbo de rodillas y lloro como un niño: es la primera vez que lo hago desde mi divorcio.

Día Octavo. Segunda Semana.

Tengo pesadillas constantes, sé que algo, o alguien, vigila mis movimientos a todas horas. Al principio pensé que era una tontería, que la soledad y los tranquilizantes conjuraban en mi contra… Me equivocaba, mi sexto sentido de soldado jamás me ha fallado hasta la fecha: una presencia intangible camina detrás de mí y desaparece antes de que me dé la vuelta. Examino la cabina de vuelo desde el umbral de la puerta. La cámara hexagonal brilla: luces parpadeantes, hileras de controles, pantallas llenas de dígitos japoneses, mapas de navegación de tres dimensiones, sofisticados radares de fabricación oriental. Los pozos de ventilación emiten un zumbido perenne. Reciclan el oxígeno en un flujo constante que me permite respirar la atmósfera viciada por el exceso de ozono. El aséptico entorno me recordó las oficinas de la NASA; una sensación de rechazo inunda mi interior, odio los lugares deshumanizados. Tardo en adaptarme al sistema de gravitación, el tiempo de criosueño ha mermado mi capacidad motriz. Me arden las mejillas. Tenía que haberme esmerado con el afeitado, pero prefería preocuparme por cosas más importantes. Descubrir a mi adversario es mi máxima prioridad.

Día Noveno. Segunda Semana.

Tengo tanto miedo… Pavor, pánico, terror, espanto, mientras acaricio la culata de la pistola, recorriendo cada línea con manos temblorosas. Tantos años esperando aquella misión, tantos años luchando en vano, tantos años fracasando, tantos años sin respuestas, tantos años sin olvidar mis objetivos... Lo he perdido todo, nunca hice nada correcto, mi vida es una broma, una comedia bufa. Por ello debo matarme, de lo contrario, no me lo perdonaría jamás; no merezco otra cosa sino una bala entre las cejas. Los reflejos del arma rebotan contra las paredes azules, ominosamente, desgranando las horas que me restan. Mi tiempo se agota, cada vez me queda menos, los capítulos se suceden rápidamente, página por página, manchando mis manos de sangre. «¡El horror!», pienso. «¡El horror!». Aquella fue la respuesta del coronel Kurzt: el horror a continuar vivo, el horror a la locura, el horror a sus pecados, el horror a su propia grandeza… ¡Tengo tanto miedo! La nave continúa adelante y a penas logro esbozar un pensamiento coherente. Una sombra pasa por delante de la puerta y se desvanece en los pasillos adyacentes. Mi enemigo no tardará en mostrar sus cartas.  

Día Décimo. Segunda Semana.

Desde la ventana del camarote, las luces de neón parecen una película de escarcha, arremolinándose como una tormenta holográfica, píxel tras píxel, encima de mis retinas vidriosas. Me siento intranquilo. Un interrogante sin forma corroe mis entrañas, haciéndome olvidar el sueño. ¿Qué me pasa? ¿Vuelvo a las andadas otra vez? ¿Tan difícil es sentirme tranquilo? Un relámpago blanquecino rompe el universo, rasgando las tinieblas veteadas de estática, y me hace estremecer de la cabeza a los pies. Tengo miedo, pavor a los años vacíos que se acercan, no quiero terminar aquí, pudriéndome en vida. El aislamiento me traspasa, hiere las fibras más recónditas de mi interior, haciéndome plantearme el futuro, haciéndome odiar el presente, haciéndome añorar el pasado. Pienso en acabar con mis compañeros otra vez. No puedo hacerlo, he de reprimir mis instintos asesinos, debo velar por la seguridad de todos ellos, es lo mínimo que merecen. Vuelvo a plantearme el suicidio, tenazmente, meditando la manera adecuada de hacerlo. Un tubo de somníferos estaría bien, sería una muerte rápida, natural, no me enteraría de nada, sólo accedería al vacío, a la negrura que llena mis pasos: me libraría de los remordimientos que me han arrebatado el alma. Me pregunto qué estarás haciendo, cómo te sentirás, si habrás encontrado la felicidad que buscabas, cómo estarán los niños, si aún me recuerdas... Aislado, aislado, aislado, aislado, aislado, aislado, aislado, aislado, aislado... Inspiro aire profundamente, luchando por vislumbrar las estrellas ocultas detrás del cordón de pesadas nebulosas. Sonrío, al borde del caos, aplasto mis preguntas contra el cristal empañado y cierro los ojos llenos de miseria: lamento haberte dado la espalda cuando más me necesitabas.

Día Decimoprimero. Segunda Semana.

He pasado toda la noche en vela, atento como un depredador, mirando por la ventana del camarote. No podía dormir: estuve dos horas dando vueltas en la cama, retorciéndome, desordenando las sábanas empapadas de sudor, a punto de enloquecer. Finalmente, decidí levantarme, no me apetecía leer, no me apetecía escuchar música, no me apetecía escribir. Una sensación de vacío, de futilidad, de hastío total, clavó sus garras en mi esternón, como un parásito insidioso, arrebatándome el escaso calor que albergaba. Me encontraba en un limbo aterrador, flotando a la deriva, sin ningún atisbo de humanidad donde aferrarme, perdido entre las estrellas lejanas. Cien mil millones de kilómetros, distancias interminables, años luz imposibles, recreándome en la nada, sumido en la entropía, flotando en un caleidoscopio infernal. Jamás me había sentido así antes, tan desesperanzado, tan insensible, tan muerto interiormente. Parecía una máquina, sin emociones, que se planteaba el porqué de su insensibilidad, buscando un instante de paz. Intenté llorar, provocarme alguna emoción, salir del pozo donde me ahogaba, sin éxito. Me limité a mantenerme a flote, hice un análisis de los últimos años, rememoré muchas cosas que creía que estaban enterradas, saqué a la luz los huesos marchitos que reposaban en mi tumba, sin encontrar una solución satisfactoria. Primero pasó mi infancia, sin grandes remordimientos ni pesares; más tarde mi adolescencia, una etapa que ha perdido todo su esplendor; luego mi madurez, el momento en que conocí a mi ex mujer, antes de desistir en mi empeño: vivir de mis cenizas no me conducirá a ninguna parte. Llego a las mismas conclusiones de siempre: no he conseguido nada, incluso el tiempo transcurrió más lentamente, mientras mi memoria regresaba atrás, cristalizando las reminiscencias de las que me avergüenzo. Mi existencia es una carga exasperante, una pérdida de tiempo, un sin sentido absoluto. ¿Por qué tuve que nacer? ¿Por qué no puedo aceptarme? ¿Por qué no termino con todo de una vez? Me gustaría imaginar que me restan esperanzas, pensar que en algún lugar, cuando termine la travesía, existe un futuro para mí, que alguien está esperándome para sacarme del abismo. Anoche, mi enemigo me rozó el rostro mientras me adormecía: el bastardo cada día se siente más seguro de sí mismo. Necesito un hacha para romper el hielo.

Día Decimosegundo. Segunda Semana.

He recorrido la nave de un extremo a otro, fuertemente armado, buscando a mi adversario, con la intención de matarlo o perecer en el intento. Después de cinco horas, desistí en mi empeño. Sabe esconderse bastante bien, pero no podrá conmigo; tarde o temprano saldrá a la luz, y estaré esperándolo. Al llegar al camarote principal, compruebo que las cápsulas de criosueño han sido desconectadas; todos mis compañeros han muerto. Llorando, acaricio los bordes de gomaespuma y acero, mientras contemplo, impotente, los rostros inertes, veteados de escarcha, que reposan detrás de los cristales empañados. Una furia demencial me obliga a gritar como un poseso, destruyo todo lo que está a mi alcance con las manos desnudas, al borde de la desesperación. Entonces lo comprendo, llegó a la conclusión evidente: mi enemigo ha sido el causante de este desastre. Aniquiló los circuitos de la nave, me acosó durante días, exterminó a mis camaradas indefensos… Mi estado depresivo se desvanece, reemplazado por la sed de sangre. Quedan muchas cuentas por saldar: aún queda un hombre que pueda plantarle cara. Vuelvo a recorrer la nave, con los nervios en tensión, espoleado por una fiebre asesina que escapa de mi control. Cada vez que doblo un pasillo, que penetro en una habitación, que abandono una sala, o recorro un túnel presurizado, tengo la impresión que se encuentra detrás de mí. Su sombra me persigue, burlonamente, esquiva mis ojos inquisitivos y acechantes; cree que es mucho más listo que yo. Si algún día alguien llega a leer esto, si este diario cae en manos de algún explorador, soldado o piloto espacial, puedo asegurarle una cosa: no moriré solo.

Día Decimotercero. Segunda Semana.  

Lo he visto por primera vez. He conseguido localizar su escondite. Mi enemigo se oculta entre las sombras: el cuarto de máquinas es su guarida, se siente a salvo entre el rugido de los motores y los conductos de ventilación. Apenas tiene forma humana, es poco más que una mancha de negrura, no posee ojos, ni manos, ni boca; nada que me sirva como referencia. Es similar a una mancha de tinta, tenebroso y malévolo, idéntico a la propia negrura; despide una maldad que se pierde en los albores de los tiempos. Mi dedo se inclinó sobre el gatillo. Intenté dispararle, meterle un proyectil de nitrógeno en el cuerpo, pero fui incapaz de hacerlo; una extraña sensación de afinidad me lo impidió. Sobrecogido, volví a la Sala de Estudios sin molestarme en mirar atrás, maldiciendo mi propia cobardía. ¿Qué demonios era aquello? Mientras lo enfocaba con el rifle de plasma, cuando el teleobjetivo infrarrojo se posó sobre su figura, ni siquiera se molestó en desaparecer en las tinieblas. Temo que tenga demasiado poder sobre mi persona, conoce todas mis debilidades y aspiraciones, somos hermanos de sangre recluidos en un espacio común. La nave decidirá quién será su último pasajero.

Día Decimocuarto. Segunda Semana.


Espero a mi adversario junto a mis compañeros fallecidos. No pienso volver a buscarlo, tendrá que venir a por mí, desafío, es hora de que decidamos quien de los dos es más fuerte. Me encuentro lúcido, liberado de miedos. Una impresión de tranquilidad me recorre los músculos doloridos y mi mente agitada: estoy preparado para recibirlo. En rededor, la atmósfera se vuelve más pesada, un frío glacial invade la estancia, ralentiza mis movimientos y acciones. Los dados están echados y no puedo dar marcha atrás. Nuestra lucha se ha convertido en algo personal e intransferible a terceros. Comprendo por qué tuvo que aniquilar al resto de los tripulantes: nadie debe ser testigo de lo que sucederá en pocos minutos. Hemos tardado catorce días en llegar a este punto muerto, cada uno conoce las intenciones del otro, no es necesario que alarguemos el momento, ambos estamos preparados para el último acto. Entonces aparece: toma sustancia propia al final del corredor y avanza lentamente hacia mi posición. Su masa informe oculta las cápsulas criogénicas con su sombra y llega hasta mi silueta. Retrocedo, débil e insignificante, aterrado por su poder. El arma tiembla, resbala de mis dedos y rebota contra las planchas de acero corrugado, emitiendo un sonido seco. Mi enemigo crece conforme se aproxima, las tinieblas ocultan las paredes inclinadas y nublan mi campo visual. Aparto el temor y le planto cara: prefiero morir antes de mostrarle mis emociones. La negrura que invade el corredor, se apodera de mi anatomía con sus tenebrosos pliegues. Una sensación de frío, de soledad y vacío estelar, de galaxias lejanas y civilizaciones distantes, de cúmulos nebulosos y soles ardientes, me arrebata la cordura. Jamás imaginé que el cosmos pudiera albergar tanto dolor. Flotando, demasiado cerca del olvido, demasiado lejos de mi naturaleza, obtengo la última revelación. Todos estos días, durante horas y páginas en blanco, había estado combatiendo contra mí mismo. Mi adversario, tal como lo he denominado, era mi propia personalidad. Mi lado oscuro, las peores facetas de mi ser habían cobrado sustancia propia, conforme la nave me trasladaba a Orión, aumentando de poder y consistencia, a la vez que me hundía en la desilusión. Intento gritar, escapar de mi destino, patalear y defenderme, pero las sombras son demasiado fuertes. Cierro los párpados y me reconcilio con el destino que me aguarda. El fin había llegado…