Reemplazo la melancolía por el coraje, la
duda por la certeza, la desesperación por la esperanza, la maldad por el bien,
las quejas por el deber, el escepticismo por la fe, los sofismas por la
frialdad de la calma y el orgullo por la modestia.
Lautréamont
I
EL TRONO DE VALUSIA
A última hora de
la tarde, la sala del consejo del palacio estaba prácticamente vacía. El amplio
recinto sostenido por gruesas columnas decorado con ricos tapices, cortinas
de seda y mullidas alfombras, mostraba su regio esplendor bajo la tenue luz
vespertina. Durante la jornada, una infinidad de individuos habían expuesto sus
problemas ante la corte: embajadores, sacerdotes, campesinos, nobles y mercaderes
de todas las partes del mundo. Cualquier clase social tenía la misma
importancia para el rey, este nunca hacía distinciones al respecto: todos los
hombres eran iguales ante sus ojos. En el trono de topacio, un individuo de
anchos hombros y poderosos músculos escuchaba el resumen del día, con la
barbilla apoyada en el puño y una mirada ausente. Kull estaba agotado: los
asuntos del reino eran una madeja extraña y laberíntica donde podía naufragar
cualquier hombre. Añoraba la libertad de los bosques de Atlantis, sus montañas
escarpadas, los acantilados batidos por las olas y sus gentes fieras e
indómitas. Aunque intentara evitarlo, despreciaba la hipocresía y las máscaras
propias de la civilización; odiaba a los siervos que fingían lisonjearlo
mientras maldecían sus orígenes entre dientes; aborrecía las intrigas de una
aristocracia que antes de su ascenso al poder, se tambaleaba víctima de la decadencia
moral. Al fondo de la sala, un balcón revelaba una panorámica visión de
Valusia: torres enjalbegadas, cúpulas escarlatas, tejados brillantes, palacios
imponentes y murallas doradas.
Tu, el primer
consejero de la corte y amigo del Rey, carraspeó:
—¿Habéis
escuchado algo de lo que he dicho, señor?
El gigante
regresó a la realidad.
—Perdona, Tu.
¿De qué hablabas?
El anciano soltó
un suspiro: nunca podía retener la atención del bárbaro.
—Majestad, decía
que el embajador de Kamelia ha protestado por...
Indiferente,
Kull regresó a sus pensamientos mientras procuraba aparentar lo contrario: las
complicadas responsabilidades del Estado lo aburrían. A veces, cuando era
incapaz de dormir, sentía que se había convertido en un esclavo de su reino; de
las leyes, tradiciones y consignas que se perdían en el polvo de los siglos. Un
relámpago peligroso le iluminó el iris. ¡Nunca se convertiría en un títere! Le
había costado sudor y sangre conquistar el trono de la Ciudad de las
Maravillas, no permitiría que nada ni nadie se lo arrebatara, aquél que lo
intentase moriría bajo del filo de su acero. Una expresión desdeñosa llenó su
rostro moreno cubierto de diminutas cicatrices: poco le interesaban las
disputas de la nobleza, que se las arreglaran como pudieran. El atlante era
consciente de que a pesar de haber levantado el país después de derrocar a
Borna, el pueblo conspiraba a su espalda, cuchicheando en el interior de sus
casas; nada les complacería más que ver destronado al bárbaro usurpador. El
anciano continuaba exponiendo sus argumentos:
—En cuanto al
conde Murom, desea que bendijeseis la boda de su hija Nalissa con Dalgar de
Farsun apadrinando a los novios y...
Kull tomó nota
mental de aquel detalle: el conde Murom era un súbdito fiel, uno de los
primeros que abrazó su causa, no le quedaba otro remedio que complacerlo aunque
no le agradaran aquel tipo de ceremonias. El gigante desvió la vista, la imagen
de los asesinos rojos apostados a un lado del trono, inmóviles como estatuas de
bronce, mejoró su ánimo introspectivo. La guardia privada, embutida en armaduras
carmesíes, eran los mejores guerreros del mundo. Arrostrarían las llamas del infierno y derramarían hasta la última gota de sangre para proteger a su señor.
El sol acarició los contornos majestuosos del palacio, se ocultó por poniente,
y esparció una luz pálida y anaranjada sobre los azulejos de mármol. Un cansancio
inesperado cubrió el alma de Kull durante un segundo: el peso de la corona le
resultó insoportable. Tu detuvo su arenga, se frotó las manos apergaminadas y
pareció que el rostro le envejecía notoriamente.
II
MENKARA DE ZARFHAANA
Kull inquirió:
—¿Qué sucede,
amigo mío?
El anciano soltó
una bocanada de aire.
—Corren rumores
por la ciudad, señor.
El atlante
enarcó las espesas cejas.
—No te andes por
las ramas, Tu.
El consejero
real fue directo al grano:
—Mis espías me
han dicho que Menkara, la mano derecha del emperador de Zarfhaana, se encuentra
en la ciudad...
Kull lo
interrumpió con brusquedad.
—¿Qué hace aquí
ese perro?
Tu encogió los
estrechos hombros.
—No lo sé,
majestad. Pero se rumorea que se dedica a inmolar vírgenes valusas en los
altares de la serpiente.
Sin percibirlo,
el gigante llevó la diestra hacia su espada.
—¿Cómo es
posible? —exclamó—. ¡Quiero su cabeza!
—Primero tenemos
que conseguir pruebas, señor —explicó—. Si lo detuviéramos ahora se
desencadenaría un conflicto diplomático de proporciones catastróficas.
Kull enrojeció
de rabia.
—¿Por qué no me
lo habías dicho, maldito seas?
Tu fue
pragmático:
—Porque sabía
que reaccionaríais de esta manera, majestad.
El atlante
gruñó:
—¿Y eso que
diablos significa?
El anciano
procuró tranquilizar al bárbaro.
—Que debemos
obrar con cautela, señor. Os aseguro que cuando consiga testigos fidedignos
dará con sus huesos en las mazmorras.
Kull golpeó el
estrado con todas sus fuerzas.
—¿Y qué harás
mientras tanto? ¿Permitirás que sacrifique a todas las muchachas que le dé la
gana? ¿Te cruzarás de brazos hasta que cometa un error?
Tu bajó la
mirada.
—No podemos
hacer nada, majestad.
El gigante se
puso en pie.
—¡Estoy harto de
las normas de la corte! —bramó—. ¡Son una pérdida de tiempo!
El primer
consejero retrocedió ante la furia del atlante.
—La ley es la
ley, señor.
Kull entrecerró
los párpados.
—¿Dónde está
Menkara? —masculló—. ¡Quiero saberlo!
El anciano se
apresuró a responder:
—En la Torre del
Esplendor, señor.
El atlante
descendió la escalinata, abandonó el estrado y desapareció por la puerta principal
del salón hecho una furia. Tu murmuró en voz baja:
—Que los dioses
nos protejan.
III
LA DECISIÓN DEL REY
Al llegar a sus
aposentos, Kull despidió a los criados bruscamente: necesitaba pensar a solas.
Furioso, el gigante recorrió la estancia de un lado a otro, como un lobo
atrapado, haciendo resonar sus pasos en la penumbra. Kull había forjado su
destino gracias a su valor, al temple de su brazo, al fuego de su espíritu y
al poder de su espada: no le debía nada a nadie. El atlante era un extranjero
para los valusos, un invasor que había derrocado a la antigua dinastía entre un
mar de llamas y sangre, para ceñirse la corona sobre la frente. Gracias a los
bárbaros que recorrían el imperio, la Ciudad de las Maravillas había
sobrevivido, de lo contrario, hubiera muerto víctima de la degeneración de sus
propios habitantes. Kull había reconstruido los ejércitos, arruinado la
supremacía de los grondaros, terminado con los sediciosos, quebrado el poder de
la Federación Triple, y aniquilado el culto de los hombres serpiente: méritos
suficientes para merecer la lealtad de un pueblo que lo denigraba entre las
sombras. El gigante profirió una maldición en su idioma natal y apretó los
puños. ¿Qué clase de soberano sería si permitiera aquellos horrores en su
feudo? Con la cabeza llena de hirvientes pensamientos, franqueó la habitación,
apartó las cortinas de un manotazo, y se quedó mirando la Torre del Esplendor.
La fortificación, construida hacía milenios, destellaba como una gema en la
oscuridad dominando las calles a oscuras. Kull levantó la vista y contempló las
estrellas que brillaban en la noche temprana: tuvo la impresión de que los
astros se burlaban de su impotencia. El atlante recordó el camino que había
recorrido para llegar al poder: su infancia salvaje entre los tigres que lo
criaron, los tiempos como esclavo en una galera lemur, su adolescencia de
pillajes en las colinas de Valusia, los meses como preso en las celdas del
palacio, su éxito como gladiador en las arenas del circo, los hombres bajo su
mando cuando fue comandante supremo de los ejércitos... Una impresión de
amargura estranguló su aliento y le humedeció los ojos: anhelaba recuperar el
pasado.
—¡Por Valka!
—rugió—. ¡No permitiré que Menkara haga lo que quiera en mi reino!
La cólera
inflamó su corazón, le hinchó las venas del cuello y lo obligó a rechinar los
dientes. Kull sabía que el político zarfhaano era un individuo corrupto, capaz
de cometer las peores atrocidades, tal como demostraban las historias que
corrían sobre su persona. De hecho, lo conoció el día que fue nombrado monarca
de la Ciudad de las Maravillas: su presencia le resultó repulsiva. El gigante
rememoró las facciones abominables del político: la frente estrecha, los ojos
hundidos, malévolos, sus labios finos y crueles. Kull arrojó la corona sobre la
cama, se arrancó las vestiduras de un tirón y ajustó el pesado mandoble en la
cintura: tenía que comprobar con sus propios ojos lo que Tu le había contado.
El atlante se detuvo en el alféizar de la ventana. Abajo, a cien pies de
distancia, el jardín envuelto en tinieblas estaba vacío: los guardianes
tardarían unos minutos antes de volver a pasar por debajo de sus aposentos.
Kull estudió las enredaderas que llegaban hasta el suelo, los árboles
estremecidos por el viento, las fuentes de agua, los setos bien recortados y
los muros del castillo: la decisión estaba tomada.
IV
LA CIUDAD DE LAS MARAVILLAS
En el cielo, un
cuarto de luna destelló en la negrura e irradió las calles empedradas, haciendo
que la ciudad adquiriera un aspecto fantasmagórico. El gigante recorrió la
azotea a gran velocidad, llegó al final de la misma y saltó al edificio de
enfrente. El impacto del aterrizaje recorrió su fisonomía de los pies a la
cabeza. Acto seguido, atravesó la construcción en diagonal, agarró una cañería,
tomó impulso y llegó hasta el siguiente tejado. Kull utilizó pies y manos para
ascender hacia el muro de la azotea, aplastó las tejas con su peso y llegó a su
objetivo: una legua de distancia lo apartaba de la Torre del Esplendor. Debajo
de su posición, a tres pisos de altura, una pareja de guardias armados con
lanzas y espadas rectas, cruzaron la avenida y desaparecieron detrás de una
vivienda. El rey sostuvo la respiración, comprobó que nadie lo veía y continuó
adelante: la rabia daba alas a sus pies.
—Veremos qué
clase de hombre eres —rezongó—, cuando nos encontremos cara a cara, bastardo.
Kull era
consciente de que estaba cometiendo una locura, sus acciones podían liberar una
guerra entre Valusia y Zarfhaana, pero le era imposible contener su sed de
justicia. Aquel político no se saldría con la suya. ¡Los dioses eran testigos
de su promesa! El atlante descendió una tapia, recorrió varias terrazas pegadas
unas a las otras, flexionó las piernas y efectuó un brinco entre dos edificios:
pocos individuos hubieran podido realizar aquella hazaña. Con la respiración
agitada y el cuerpo empapado de sudor, se orientó entre las azoteas y eligió
el rumbo más seguro que podía encontrar.
Salir del
palacio fue tarea fácil, sus guardianes no estaban preparados para hombres como
el bárbaro; hasta un ciego hubiese logrado burlarlos. Silencioso, el atlante
bajó por las enredaderas, se detuvo detrás de unos setos tupidos, y esperó a
que la guardia pasara de largo. Inmediatamente, corrió a través del jardín, se
escondió unas cuantas veces entre los árboles para esquivar a sus soldados, y
alcanzó las murallas en poco tiempo. Sin aminorar de velocidad, Kull saltó en
el aire, agarró el parapeto con ambas manos y subió a pulso encima del muro.
Delante, la Ciudad de las Maravillas dormitaba, ignorante de los crímenes que
se perpetraban en las tinieblas. El gigante sacudió la negra melena, abandonó
el precario refugio y se desvaneció en la noche igual que una sombra.
Kull volvió al
presente, se pasó la mano por el rostro y analizó la Torre del Esplendor. Ahora
que su cólera empezaba a difuminarse, una frialdad tétrica invadió su interior
y le serenó los ánimos. Lo mejor era buscar una apertura en el muro exterior de
la fortificación, esquivar a los guardianes y ascender hasta la cúspide del
edificio. Lamentaba no estar mejor preparado, una cuerda y una cota de malla le
serían útiles en aquella aventura. Lo hecho hecho estaba; no tenía sentido
mirar atrás. El atlante traspasó unos tejados irregulares, eludió a los hombres
que salían de una taberna cercana y sonrió a las estrellas. Pesadas nubes
recorrieron el firmamento ocultando la luna: la oscuridad era ideal para sus
propósitos. Por primera vez en meses, Kull experimentó una desbordante sensación
de felicidad que colmó su espíritu de mares espumosos y montañas lejanas. Olvidó
las lúgubres reflexiones de los últimos días, el tacto de las ropas de
terciopelo, los hábitos de la corte, la corona que abatía su conciencia, sus
obligaciones como monarca. Seguía siendo un hombre libre; eso era lo único que
importaba.
V
ALMAS MUERTAS
Cautelosamente, se aproximó a la claraboya y observó a través de los cristales: una
docena de sacerdotes vestidos con sombrías túnicas oraban debajo de su posición.
A sus oídos llegó un monótono canto religioso. Kull sintió como se le ponía la
carne de gallina: despreciaba la brujería con todas sus fuerzas. Aferró
el pomo de la espada. Un estremecimiento le recorrió la espina dorsal. La
superstición propia de su raza hizo mella en su espíritu: las costumbres
hereditarias eran difíciles de borrar. Un poder malsano, que se perdía en el
alba de los tiempos, cuando Atlantis era una isla entre las aguas, emanaba de
aquellos hombres. En el centro de la estancia, sobre un altar de obsidiana, una
joven de pálidos miembros, yacía esposada de pies y manos por cadenas de plata.
Detrás de ella, la figura familiar del político zarfhaano sostenía un puñal en
la diestra, preparado para cumplir su siniestra inmolación. Kull rechinó los
dientes: los espías del consejero real estaban en lo cierto. Las voces
aumentaron de intensidad. Menkara avanzó unos pasos, se situó a un lado de la
muchacha y levantó el arma sobre su cabeza. Una mirada fanática le ardía en los
ojos enrojecidos.
—¡Acepta nuestro
sacrificio, Thulsa Doom! —aulló con voz ronca—. ¡Devuelve su poder al pueblo de
los hombres serpiente!
El rey se
precipitó hacia adelante. El tragaluz estalló en mil pedazos, fragmentos de
cristal llovieron en todas las direcciones, y un bramido de asombro inundó las
gargantas de los sacerdotes. Kull aterrizó entre el enemigo. El mandoble
destellaba en su puño, prometiendo muerte a todos aquellos que se atrevieran a
atacarlo. Unas palabras primigenias surgieron de su boca sin que fuera
consciente de ellas:
—Ka nama kaa lajerama...
Los rostros de
los sacerdotes se difuminaron debajo de las capuchas, adquirieron unos rasgos
horripilantes y se transformaron en ofidios que espumeaban saliva por las
fauces abiertas. El gigante trazó un arco con la espada y dividió la cabeza de
un hombre serpiente desde la coronilla hasta el esternón. Al instante, se
desembarazó el cadáver y le abrió el pecho al sacerdote que tenía a su
izquierda: sus pulmones salpicaron las baldosas de mármol. Aterrado, Menkara reculó
al reconocer la silueta del bárbaro.
—¡Matadlo,
hermanos! —ordenó a sus acólitos—. ¡Es Kull de Valusia!
El atlante soltó
una risotada, movió la hoja a ambos lados y trazó un arco sanguinolento entre
sus adversarios. Sin pensarlo, embistió como una pantera, destrozando los
cuerpos que se le ponían por delante, enloquecido por la alegría del combate.
Kull ignoró las heridas superficiales, los cuchillos que buscaban su físico
desprotegido, las caras perversas de los sacerdotes, y cualquier iniciativa de
protegerse: estaba en su elemento, había nacido para matar o morir. Su visión
se tiñó de rojo, cortó miembros, extirpó vidas y destrozó a los hombres
serpiente. Aquellos individuos, poco y mal entrenados en el uso de las armas,
no podían vencer la cólera elemental del bárbaro. Minutos más tarde, Kull se irguió
entre los cuerpos aniquilados: una miríada de pequeños cortes llenaba su anatomía.
El atlante esbozó una sonrisa gélida, hizo caso omiso de sus heridas, pasó por
encima de los cadáveres y se aproximó al zarfhaano: sus intenciones homicidas
eran evidentes.
—¡Socorro!
—chilló Menkara—. ¡Guardias!
Kull volvió a
reír con siniestra alegría.
—Grita todo lo
que quieras. Tus hombres no pueden auxiliarte. ¡He terminado con ellos, perro!
Menkara
palideció.
—¡Mientes!
La punta de la
espada apuntó el corazón del político.
—¡Basta de cháchara!
—gruñó—. ¡Acabemos con esto!
El zarfhaano
levantó los brazos, puso los ojos en blanco y pronunció una frase en un idioma
arcano, negro como el infierno. Bruscamente, el avance del rey se detuvo: el hechizo
le había paralizado los miembros. Una corriente helada acarició el cuerpo de Kull
y espesó la sangre en las venas, congelándole el corazón. El político lanzó una
carcajada triunfal.
—¡Estás
atrapado, bárbaro! —masculló—. ¡Ningún hombre puede romper mi conjuro!
El llanto
desgarrado de la joven se alzó sobre el rugido que le inundaba los tímpanos. Frenético, Kull concentró toda su energía en el brazo que sostenía el
acero: no pensaba permitir que aquella muchacha muriera. Estupefacto, Menkara retrocedió
por segunda vez.
—¡No! —exclamó
ante el poder del bárbaro que había cometido el error de subestimar—. ¡Es
imposible!
Con un último
esfuerzo, el gigante arrojó la espada hacia el zarfhaano. El mandoble surcó el
aire, trazó una elipsis centelleante y perforó el esternón de su enemigo,
clavándolo en la pared como a una mosca. El político se estremeció, escupió un
borbotón púrpura y pereció con un gesto horrible en las facciones
retorcidas por la agonía. Exhausto, Kull se desplomó de rodillas, con los
músculos estremecidos por grandes temblores: poco había faltado para no
contarlo. Al recuperarse de la espantosa experiencia, se incorporó a trompicones
y alcanzó a la joven desecha en lágrimas.
—Gracias, señor
—susurró la muchacha—. No sé como agradecéroslo...
El atlante
rompió las cadenas con sus vigorosas manos, levantó a la chica y la acunó
entre sus brazos. Una inesperada muestra de ternura que pocos habían visto.
—Todo ha
terminado —murmuró—. Estás a salvo, pequeña.