sábado, diciembre 24, 2016

EL DECLIVE


Uno nunca sabe quién es. Son los demás los que le dicen a uno quién y qué es ¿no? Y como esto uno lo oye millones de veces en su vida, por poco que ésta sea larga, acaba por no saber en absoluto quién es. Todos dicen algo distinto. Incluso uno mismo está siempre cambiando de parecer

Thomas Bernhard

El ambiente era perfecto. Las velas rojas que ardían en un extremo del salón propagaban un resplandor tenue, irradiando los viejos muebles de madera. Satisfecho, tomó un trago de vino tinto, saboreando la tersura de la añada con expresión de éxtasis. De mala gana, contempló los exámenes que descansaban sobre la mesa. Suerte que había decidido ponerlos tipo test. Sus repulsivos alumnos no tendrían problemas para aprobar y se libraría de las recuperaciones. Cuanto antes terminaran las clases, mejor. Cruzó las piernas y se felicitó por su astucia. Aquellos borregos no le darían demasiados quebraderos de cabeza; hasta un retrasado mental hubiera adivinado las respuestas sin dificultad. De todas formas nunca se podía estar seguro; la generación que desgraciadamente le había tocado instruir era imbécil por defecto.

Desde la calle le llegaban los ruidos de la ciudad: los jóvenes salían de marcha. En unas horas La Laguna se convertiría en un infierno de beodos irresponsables. No le apetecía soportar la mediocridad del mundo que lo rodeaba. Soñador, acarició el plan de tomar una baja por depresión antes de que terminara el año. La idea era seductora pero no le quedaba otro remedio que aplazarla. La directora del centro no olvidaba la última: estuvo indispuesto seis largos meses; prefería guardar aquel as en la manga para casos de emergencia. Estaba hasta las narices de su trabajo. Los estudiantes lo desanimaban profundamente, no podía hacer nada por cambiar sus mentes obtusas, venían averiadas de nacimiento. Para terminar de arruinar la situación, habían decidido incrementarle las clases aquel año. No creía que pudiera resistir ¡veintidós! horas semanales. Llevaba tomando Valium como caramelos desde entonces, sin contar el Lexotan, el Orfidal, o el Lorazepam que conocía de memoria. La ciencia médica prescribía soluciones milagrosas para su hipertensión habitual; su doctor de cabecera era uno de los miembros más corruptos de la tenebrosa jerarquía hospitalaria de Tenerife.

Subió el volumen con el mando a distancia. Los sones de Bach llenaron su entorno y lo hicieron estremecer con su belleza atemporal: El Concierto de Brandenburgo siempre lo auxiliaba alcanzar el éxtasis de los sentidos. Tenía cientos de discos de música clásica: Händel, Vivaldi, Beethoven, Haydn, Mozart, Schubert, Berlioz, Brahms, Chopin, Mahler, Mendelssohn, Pucini, Verdi y Wagner. El Modernismo le parecía aburrido, no encajaba con su forma de ser. Aunque admirara a Debussy, Ravel, Strauss, o Stravinski, tenía la impresión de que no podían hacer nada al lado de los clásicos. En su opinión, La valkiria fue el canto del cisne del Romanticismo.

Con los párpados entrecerrados, estiró el cuerpo enjuto sobre el sillón de orejas, disfrutando de su merecida reclusión. Llevaba todo el puente de diciembre aislado de la sociedad, plantando deliberadamente con argumentos ridículos a sus escasas amistades para eludir las citas que no deseaba cumplir. La idea de salir de casa lo hacía estremecer de pánico. Se negaba a abandonar su universo interior; hacerlo destruiría la precaria balanza en la que oscilaba su psique y efectuaría daños irreparables en su espiritualidad. Solo rompía su ostracismo para alimentarse. Realizaba tres comidas diarias en el bar situado debajo de su piso, acompañado por una montaña de periódicos que devoraba, compulsivamente, en un reservado aparte, tan lejos como fuera posible del resto de los clientes del local. Cada vez que los payasos de izquierdas se metían en política o abrían el hocico, lo ponían a punto de infarto. ¡Aquellos ignorantes eran peores que los fascistas! 

Atrás quedaba el verano; fueron tiempos felices. No le quedó más remedio que despedir a la asistenta peruana que realizaba las tareas del hogar; sus vulgares modales terminaron por exasperarlo. ¡Pretendía que le subiera el sueldo! Aunque supiera que no iba a encontrar a otra imbécil que cobrara cuatro euros la hora se mostró inflexible; regatear no era su estilo. Durante aquellos meses se embruteció de modo insospechado: olvidó cómo hablar con sus iguales, relegó cualquier atisbo de humanidad a un segundo plano y acrecentó su talante introspectivo hasta el límite del delirio. Prefería ser paria a sociable. Se sentía mejor siendo despreciado que soportar mínimamente a nadie. La gente solo y exclusivamente daba problemas. Solo se comunicaba por Whatsapp. ¡Sin duda era el mejor invento de la historia!  

El Cannubi Boschis (cosecha de 1997) era exquisito, sublime al paladar como la acaricia de una amante. El dinero que gastó por las seis botellas estaba bien invertido. Los pequeños placeres de la vida le eran indispensables; daban sentido a la miseria que significaba trabajar para subsistir. Con delicadeza, sirvió el vino hasta la mitad de la copa. La Spiegelau, finamente cincelada por algún artista italiano, enaltecía el bouquet del Boschis. A su derecha, en una abarrotada estantería, descansaban los libros que había leído últimamente: Rimbaud, Camus, Baudelaire, Sartre, Apollinaire, Artaud, Cocteau, Yourcenar, Verlaine, Villón, Rabelais, Mallarmé y Beauvoir. París lo esperaba en unas semanas. Un viaje era la excusa perfecta para evadir las responsabilidades familiares. No pensaba pasar las fiestas navideñas con sus parientes; antes prefería cortarse las venas. Aparte de la familia, la segunda gran desgracia y destrucción de la sociedad eran las escuelas: brutales centros de adiestramiento ridículo para personas. Afortunadamente, ambas se encontraban en decadencia. Tercera y cuarta plagas, la patria y la religión, ambas igual de repugnantes.

Hacía siglos que no abandonaba la isla. Se encontraba estancado en un punto muerto, de no escapar terminaría en un manicomio, dando volteretas en una celda acolchada. Ajustó las gafas redondas, se acarició la perilla, e imaginó las calles de la metrópoli; el Museo del Louvre, el Centro Pompidu, la Catedral de Notre Dame, el Barrio Latino, Saint-Germain-des-Prés, Montmartre, el Museo de Orsay, la Torre Eiffel y el cementerio del Père-Lachaise. Siempre había sido un sibarita; la vida bohemia en la ciudad de las luces le sentaría de maravilla. Pensaba visitar los peores prostíbulos de la zona para complacer las abyectas fantasías de degradación que demandaba en silencio. Como era de esperar, elegiría profesionales lo más jóvenes posible sin que llegara a resultar un delito. El sexo femenino, a partir de los veintitrés años, le parecían momias.

Rememoró a su buen amigo Horacio; un masoquista perdido que disfrutaba siendo torturado por mujeres sádicas. Nada lo complacía más que ser humillado y pisoteado como una alimaña: hasta las cucarachas poseían dignidad comparadas con aquel despojo humano adicto a las putas, los bingos y la cocaína. Aún se estremecía al recordar a la última fulana que pagó para que se lo fornicara. Horacio era un tímido patológico absolutamente incapaz de entablar conversación con alguien el sexo opuesto. Tenía que realizarle aquel tipo de favores con frecuencia, cosa que no le desagradaba en absoluto; siempre sacaba tajada del pastel. La mujer lo golpeó con saña y le hizo todo tipo de barbaridades, utilizando un látigo de seis colas rematadas en bolas de acero. La velada terminó en el Hospital General: una hemorragia interna estuvo a punto de enviarlo al otro barrio. Un escalofrío le recorrió el espinazo. ¡Jesús, lo que tenía que aguantar! ¡Cuánta degeneración había en el mundo! 

Abrió una novela de Pessoa y empezó a leerla por enésima vez. Este siempre le recordaba que la existencia terrenal era un fracaso; no le apetecía hacerse ilusiones de que las cosas cambiarían de la noche a la mañana. Nunca había disfrutado de un autor tan inteligente y tan terriblemente lúcido. Después de media hora de lectura, prendió un cigarrillo. El humo del Coronas negro ascendió hacia el techo, formando espirales azules. Sin percibirlo, comenzó a sentirse deprimido. Cerró los ojos y prestó atención a La canción de la tierra. Mahler creó sus mejores obras a partir de la Quinta Sinfonía. La mala suerte no lo abandonó desde entonces. Lástima que la Décima estuviera inconclusa; morir le impidió acabar lo que probablemente hubiera sido una tragedia para los oídos.

Comprobó el reloj: llevaba cinco horas sin tomar su medicación. Un nudo se le hizo en el estómago; transpiraba profusamente. Neurótico, se levantó de un salto e ingirió dos valiums a palo seco. La química era un regalo divino, sin duda alguna. Regresó al sillón de orejas y esperó a que los tranquilizantes hicieran efecto en su sistema nervioso alterado. Cuando estaba cómodo se encontraba incómodo: aquella era la historia de su vida. Lentamente, los bordes del salón se hicieron imprecisos; las aristas del mobiliario eran menos amenazadoras. Podía continuar adelante: el suicidio estaba apartado por el momento de sus planes.

El timbrazo del móvil lo obligó a lanzar un respingo. Tragó saliva. Aterrado, tuvo la impresión de que las paredes se cernían sobre él dispuestas a aplastarlo. Una vena le palpitaba en la frente, agujas invisibles le pincharon el cerebro. ¿Le habría pasado algo a su madre? ¿Su hermano estaría ingresado en el hospital por un accidente de tráfico? ¿Su sobrina habría desaparecido? ¿Un incendio habría arrasado la finca de la Gomera? Aquellas cuestiones le pasaron por la mente mientras extendía la mano hacia el teléfono, luchando contra una tormenta invisible que no le permitía moverse con naturalidad.
Murmuró con la boca seca:
—¿Sí?
Una voz achispada llenó la línea:
—Estamos debajo de tu casa. 
Una gota de sudor frío le descendió por la mejilla.
—¿Álex?
Carcajada de borracho.
—Tenemos una botella de Johnnie Walker —puntualizó—. Te invitamos a una copa.
Estaba espantado.
—¿Estás loco? —exclamó—. ¡Ni de coña!
—Anímate, tío —dijo su ex alumno—. Hemos subido a verte
Se retorció sobre el sillón de orejas. El terror se transformó en náuseas.
—¡Álex, por Dios, ni se les ocurra!
—Asómate a la ventana —rogó—. Estamos en la cabina que hay al lado del 7 Islas.
Aquello le puso los pelos de punta.
—¡Qué no, cojones!
Mientras hablaba, apagó el equipo de música, desconectó el teléfono fijo, el portero de la calle, echó tres llaves a la puerta y la cadena de seguridad. Nadie entraría en su santuario; no pensaba permitir que allanaran su valiosa intimidad.
—David llegó hoy de Barcelona. —puntualizó—. Lo hemos secuestrado para celebrar el cumpleaños de Oscar.

¡Mentira cochina! Oscar había cumplido en septiembre, lo recordaba bastante bien. El portero subió a quejarse por la conducta de aquellos mamarrachos; las cámaras de seguridad los habían grabado bailando con un pedo increíble en la puerta del edificio. Naturalmente, negó conocerlos. No quería que lo relacionaran con indeseables. En su fuero interno se arrepintió por haberles permitido acceder a su vivienda. Y pensar que había despilfarrado un potosí en berberechos, calamares, pulpo negro y mejillones de Hacendado para agasajarlos cuando venían de visita. Las confianzas daban asco.

—¡No van a subir! —aulló a grito pelado—. ¡No quiero verlos!
Escuchó unas sonoras carcajadas de fondo: Oscar y David no se encontraban en mejor estado que su ex alumno. ¡Maldita juventud y el que la inventó!
—¡Aguafiestas! —rio Álex—. ¡Nunca cambiarás!
Debía terminar aquella horrible conversación cuanto antes.
—Mañana te llamo —mintió descaradamente—. Pásenlo bien.
—Tío, no cuel...

Temblando, desconectó el móvil. El aparato le daba malas vibraciones; los teléfonos eran un invento del mismísimo diablo. Con cautela, abandonó el sillón de orejas, apartó las cortinas y espió por un resquicio la calle atestada de gentuza, procurando pasar inadvertido. El corazón le bombeaba en el pecho como una dinamo. Podía afirmar con toda seguridad que aquella chusma estaba tocándole el timbre, luchando por entrar en el bloque, todo para incordiarlo con sus terribles borracheras. De inmediato, sacó una silla de la cocina y la colocó bajo el pomo de la entrada. Lástima que hubiera vendido la escopeta de perdigones de su padre: en aquel momento le habría aportado seguridad tenerla a mano. Estaba bañado de sudor. El tiempo parecía congelado; los segundos se negaban a avanzar. El universo se desplomaba sobre su espalda. Abatido, se dejó caer sobre el sillón de orejas. La puerta crecía por momentos. La paranoia superaba el letargo de los tranquilizantes. La guadaña afilada de la muerte prendía en un futuro inminente… 

Quería escapar, esconderse en alguna parte, meterse debajo de la cama o encerrarse en el armario del dormitorio. Los minutos se le hicieron eternos. El miedo no desaparecía; solo contaba con el Rohypnol para serenarse. Al borde de un ataque de nervios, registró los cajones donde guardaba las medicinas, arrojando las cajas de cartón al suelo —Sertralina, Bupropion, Metilfenidato, Fluoxetina— hasta que encontró las pastillas. Tomó cuatro de golpe. La botella de vino lo llamaba desde un rincón de su subconsciente. Vaciarla era una locura; podía liquidarse si mezclaba la bebida con tanto tratamiento. La oscuridad lo angustiaba. Encendió las luces; tenía la impresión de que fantasmas vagaban por la vivienda. Agarró un paraguas, dispuesto a defenderse de cualquier ataque contra su persona. Con grandes sollozos, se derrumbó de rodillas en el suelo. La crisis era espantosa, pensaba faltar al colegio un mes como mínimo; no podía dar clases influido por aquel deplorable estado de ánimo.

Unos nudillos golpearon la puerta con fuerza. Sintió ganas de devolver; aquellos degenerados habían conseguido subir. No estaba de humor para aguantar a nadie, iban a enterarse de con quién estaban tratando. Hecho una furia, con los ojos fuera de las órbitas y el rostro colorado, se aproximó a la entrada y apartó la silla bruscamente. Las manos le temblaban de tal manera que le costó un infierno girar la llave y quitar la cadena. La sangre nublaba sus ideas; podía cometer una locura asesina. Abrió la puerta de sopetón mientras berreaba al borde de la histeria:
—¡Álex, me cago en Dios, en la Virgen puta y en todos los Sant…!
La sorpresa lo dejó con la boca abierta. Una mujer vestida con una gabardina negra lo observó heladamente. Sus ojos azules, despectivos y llenos de crueldad, lo dominaron al instante.
Su tono fue áspero como el papel de lija:
—¿Aún estás vestido, cerdo?
Sus miembros se habían convertido en piedra.
—Déjame entrar —gruñó—. O no me chuparás las botas.
Entonces reconoció a la fulana: era la misma que había mandando a Horacio a Urgencias semanas atrás. Una vaga erección se agitó en su entrepierna. Tenía la esperanza de que lo sodomizara con un falo de plástico. Horacio ni siquiera pagó suplemento por ello. Gracias a Dios que contaba con excelentes amigos que le devolvían los favores con creces.  
—Claro. —Se apartó, obsequioso—. Pase, pase, por favor...





viernes, septiembre 23, 2016

NICK CAVE & THE BAD SEEDS: "SKELETON TREE"


Nick Cave es un artista polifacético que ha incursionado en todo tipo de disciplinas: bandas sonoras, novelas, obras de teatro, lecturas poéticas, colaboraciones musicales, guiones de cine, proyectos paralelos a los Bad Seeds (Grinderman) y actuación. Era inevitable que una tragedia familiar de semejantes proporciones —la muerte de su hijo Arthur en un accidente— condicionara su nuevo trabajo.
Cave ha decidido no ofrecer entrevistas, por consiguiente, el documental One More With Feeling de Andrew Dominik (El asesinato de Jesse James por el cobarde Robert Ford, 2007) en el que se muestra la grabación del disco, es el complemento perfecto para aclarar cualquier duda a los curiosos, periodistas y fieles seguidores. Durante toda la película, el australiano, su esposa y la formación se muestran sensibles y comedidos; apenas mencionan el nefasto suceso para no proporcionar carnaza a los titulares amarillistas. 
La seminal portada resulta un pequeño anticipo de lo que vamos a encontrar en su interior. “Jesus Alone”, primer single del álbum con su austero videoclip en blanco y negro, marca la pauta del sonido de Skeleton Tree: gélido, ominoso, crudo y minimalista. La voz de Cave suena descarnada en todos los cortes, como si el australiano apenas le restaran fuerzas para cantar. Este se muestra frágil, íntimo y vulnerable frente al desconocido que lo observa reflejado en el espejo. No queda lugar para personajes ni artificios; Cave y sus sentimientos son los protagonistas absolutos. Un crooner salido de los infiernos cuyas letras muestran imágenes bíblicas congeladas en un momento perpetuo de angustia, culpabilidad y desesperación.
Al igual que el laureado Push The Sky Away (Bad Seed Ltd., 2013), la música ha sido reducida a su mínima expresión: piano, sintetizadores fantasmales, tenues líneas de bajo, arreglos de cuerdas, loops, melodías rotas, electrónica y una percusión carente de peso. Aunque el grupo había comenzado las sesiones el año anterior, el fallecimiento del gemelo dio forma al disco tal como lo conocemos. Desde la partida de Mick Harvey, Warren Ellis se ha convertido en el director musical de la banda. Lejos de cualquier estridencia, las guitarras han desaparecido cediendo el protagonismo a atmósferas sobrevoladas por la mórbida tristeza que recorre cada surco del álbum.
Además de “Jesus Alone” y la estremecedora “I Need You” (en la que el músico se entrega por completo), destacan “Distant Sky”, con sus aires de iglesia y coros cortesía de la soprano Else Torp, la claustrofóbica balada “Girl In Amber”, la espectral “Magneto” y el resignado tema que titula el álbum deja una puerta abierta a la esperanza; un frío resquicio de luz en un camino velado por las tinieblas. 
Sin duda, Skeleton Tree es uno de los elepés más arriesgados y personales de Nick Cave —junto a The Good Son (Mute Records, 1990) The Boatman’s Call (Mute Records, 1997)— en el que desnuda su alma rota sin pudor, ofreciendo sus demonios, temores y miserias al público. Un ejercicio de catarsis convertido en arte que narra la pérdida de la fe, el dolor y la redención. Este podía haber aprovechado el morbo inherente de su situación para componer un tema apto para las radiofórmulas (“Tears In Heaven” de Eric Clapton sería un buen ejemplo) pero, a diferencia de otros artistas, ha ignorado la ocasión de lucrarse a favor de la autenticidad. Por una extraña ironía del destino, tal como sucedió con Blackstar de Bowie, su trabajo menos asequible se ha convertido en un éxito que ha superado a nivel comercial a la mayoría de sus anteriores discos. Ello demuestra que músicos llegados a una edad madura como Neil Young, Iggy Pop, Leonard Cohen, Van Morrison, Bob Dylan o Tom Waits continúan publicando grandes álbumes que corroboran su talento.
La escucha del disco puede resultar una experiencia perturbadora. Skeleton Tree es un álbum de duelo no apto para todos los públicos, ideal para la soledad del hogar. Un amargo regalo para los fanáticos del australiano, con los que comparte la pérdida que ha motivado la creación de otra singular obra maestra dentro de su fascinante discografía. 


lunes, septiembre 05, 2016

MAD MAX: RUEDAS DE ACERO


... Y en medio de este caos y ruina, los hombres normales sucumbían aplastados. Hombres como Max, el guerrero Max, que con el tremendo rugido de una máquina, lo perdió todo. Y se convirtió en un hombre vacío. Un hombre quemado y sin ilusión. Un hombre que, obsesionado por los fantasmas de su pasado, se lanzó sin rumbo al páramo...

Feral Kid


1

EL PATRULLERO ERRANTE


El desierto interminable bañado por los haces moribundos del atardecer se dibujaba hasta el horizonte. Max descendió del vehículo, ignoró el calor tórrido y revisó las ruedas del Interceptor; las gomas continuaban intactas. Acto seguido, estiró su cuerpo enfundado en ropas de cuero manchadas de polvo mientras observaba la carretera; el páramo rielado por el sol le resultó deprimente. Una sensación de tristeza lo invadió: anhelaba compañía humana aunque no quisiera admitirlo. Irritado por su propia debilidad, se pasó la mano por los cabellos prematuramente encanecidos y apartó aquellas ideas de su cabeza: atormentarse no le serviría de nada. Max regresó al asiento del conductor. La búsqueda constante de gasolina lo había arrastrado hacia el norte, cruzando el continente desolado por la radiación atómica, lejos de la civilización hecha pedazos. A la derecha, el Desierto Simpson era un mar de dunas lejanas, autopistas en mal estado y vegetación reseca. A la izquierda, las montañas de la Gran Cordillera Divisoria cortaban la bóveda celeste como cuchillas oxidadas y aislaban la Costa Este del resto de Australia. Max encendió el contacto, quitó el freno de mano, apretó el embrague y metió la primera marcha mientras pisaba el acelerador. Lentamente, la carretera circundada por colinas áridas dio paso a pequeñas estribaciones corroídas por el viento. En tercera, mientras avanzaba a cincuenta kilómetros por hora, la brisa le acarició el rostro sin afeitar y despejó sus sentidos. En breve anochecería. Había estado toda la jornada al volante, su físico demandaba comida y descanso.  

Durante la Tercera Guerra Mundial, la Unión Soviética y los Estados Unidos aniquilaron el planeta. Las secuelas no tardaron en llegar a Australia: ciudades como Adelaida, Perth, Melbourne, Brisbane o Sídney fueron barridas por el caos. De ser un padre de familia en un mundo agonizante, Rockatansky se había convertido en todo lo que intentó erradicar cuando formaba parte de la Unidad Brecker Squad. La pérdida de los seres queridos, las privaciones y el vagabundeo lo habían moldeado en un hombre duro y violento. Ahora sólo le preocupaba conseguir combustible, alimentos, agua, armas, repuestos automovilísticos y munición para sobrevivir. 

El Interceptor traspasó una elevación arenosa y se internó en la Interestatal 66. La inmensa autopista, que recorría el continente desde Rockhampon hasta Cloncurry, trazando una recta irregular de mil millas de longitud, era el territorio favorito de las bandas de motoristas que se dedicaban a asaltar a los viajeros incautos. Max recordó a sus antiguos compañeros de la MPF: Macaffey, Jim, Barry, Charlie, Roop... ¿Qué habría sido de ellos? Por desgracia, nunca tuvo la oportunidad de despedirse de sus camaradas. El asesinato del “Ganso”, Jessie y Sprog a manos del “Cortaúñas” y sus pandilleros lo enloqueció y lo hizo perseguir a sus enemigos exterminándolos como a perros rabiosos inmerso en una espiral de venganza. Max comprobó el tablero de mandos; la aguja marcaba menos de veinte litros. Tendría que repostar cuanto antes o, de lo contrario, se quedaría sin carburante, a merced del desierto traicionero.

En aquel momento un sonido familiar llamó su atención y lo obligó a olvidar sus problemas: alguien disparaba una ametralladora. Curioso, aminoró de velocidad y aguzó los oídos; parecía que las ráfagas venían del noroeste. Max abandonó la calzada, aplastó una hilera de matorrales espinosos y se dirigió hacia su objetivo: tenía la intuición de que encontraría gasolina por los alrededores. Diez minutos después, ascendió la ladera de una montaña y aparcó el V-8 al amparo de las rocas. Luego, salió del coche y, cojeando, recorrió el promontorio pedregoso con los prismáticos en la diestra. Al llegar arriba una altiplanicie llenó su campo visual, mostrándole una escena de pesadilla. A un kilómetro de distancia, una caravana de cinco vehículos combatía contra un grupo motorizado. Max elevó los binoculares y estudió el espectáculo: hombres vestidos con ropas de cuero atacaban con metralletas, ballestas y pistolas a un conjunto de aspecto religioso.

Un individuo montado en una Kawasaki rodeó una camioneta. El conductor, un sacerdote de edad indefinida, intentó escapar de su adversario, antes de caer con una flecha hundida en el cuello. El automóvil derrapó, perdió el equilibrio, dio varias vueltas de campana y se detuvo, boca abajo, sobre el alquitrán. Inmediatamente, su agresor saltó de la motocicleta y se abalanzó sobre el Ford, dispuesto a robar el combustible del tanque. Max giró los prismáticos y enfocó el extremo sur de la carnicería: cinco motoristas perseguían, con alaridos crueles, a una muchacha. La novicia corrió, desesperada, por la carretera, agitando los brazos, entorpecida por el hábito negro. Los dientes de Max chirriaron. Una imagen regresó a su memoria: su familia, destrozada en la autopista, gracias al “Cortaúñas” y su banda. Involuntariamente, el corazón empezó a latirle más deprisa. La sangre se le agolpó en las mejillas y aferró los binoculares hasta que le dolieron los dedos. El desenlace fue inevitable: los motoristas alcanzaron a la joven derribándola un golpe en la espalda. Al instante, la rodearon como chacales, ignorando sus chillidos y forcejeos, desgarrándole la ropa y violándola allí mismo. Max cerró los párpados. No podía resistir aquel acto macabro, estaba harto de la barbarie que contemplaba a diario en las carreteras; la locura que invadía el continente desde el Holocausto Nuclear. Deprimido, visualizó la caravana de este a oeste y de norte a sur, buscando posibles supervivientes, sin éxito. Un musculoso pandillero, que llevaba una gabardina hecha jirones daba órdenes a los motoristas, exhortándolos a que se apoderaran de la gasolina que pudieran encontrar. Max centró su atención en aquel hombre. Los prismáticos le mostraron un rostro salvaje, picado por la viruela, que dirigía la matanza con profundo sadismo. El jefe del grupo efectuó una señal y uno de los hombres remató a los heridos, degollándolos con un cuchillo: la novicia pereció escupiendo un borbotón de sangre por la boca. Max inclinó la cabeza. Aunque hubiera podido no habría hecho nada por detener la carnicería; la desventaja numérica le impedía tomar cartas en el asunto.

Media hora más tarde, después de desvalijar los automóviles y los cadáveres, la banda se perdió en la distancia en dirección a Longreach. Max regresó al vehículo, descendió la montaña y se aproximó a la caravana con la esperanza de encontrar algo útil. Los coches humeantes rodeados de cuerpos inertes, le causaron un nudo en el estómago. Al llegar, emergió del Interceptor y agarró, de forma mecánica, la culata de la Hudson que le colgaba en el muslo dentro de una larga funda de piel. La prótesis de su pierna izquierda crujió mientras avanzaba, cauteloso, hacia los despojos desparramados sobre la calzada. Max levantó la vista: quedaban pocos minutos de luz solar; las primeras sombras de la noche cubrían el páramo y extendían sus formas sobre la autopista. Una corriente de aire levantó el olor del combustible derramado. Max profirió una maldición y propinó una patada a una llanta: había llegado demasiado tarde. Terco, revisó los tanques vacíos: los asaltantes habían efectuado bien su siniestra tarea. Un gañido lo apartó del Ford. Expectante, sorteó los cadáveres y volteó el cuerpo de un niño atravesado por una saeta. Un cachorro, de pelaje gris y blanco, escondido bajo la chaqueta del muchacho, lo observó con ojos asustados. Media sonrisa se le dibujó en los labios. No esperaba aquella sorpresa; algo bueno tendría que proporcionarle el despilfarro de carburante que le había costado llegar hasta allí. Max tranquilizó al dingo y comprobó que la herida del lomo era superficial: podría curarlo sin problemas. Una sensación de afecto lo invadió y le hizo rememorar tiempos mejores, cuando era policía y servía a la Ley, antes de que el Apocalipsis lo cambiara todo y arruinara su existencia.

 2

LONGREACH


En silencio, Max descendió las dunas polvorientas con una garrafa metálica en la mano. Las estrellas mortecinas brillaban en el cielo despejado e iluminaban las ruinas de Longreach: calles abandonadas, edificios devastados, carteles destruidos, postes de alta tensión derribados, parques moribundos y automóviles desguazados. Sus pies aplastaron la arena y dejaron un rastro fácilmente identificable; le quedaba poco para llegar a su destino. Max se detuvo, entornó los ojos y estudió la avenida a oscuras: sombras humanas oscilaban a una manzana de distancia en torno a una hoguera. Los gritos de los pandilleros rompieron el silencio de la madrugada, levantando ecos que llegaron a sus oídos. Max se inclinó, atravesó la calle y se ocultó detrás de un Chevy Impala del 59. Tambaleándose, dos hombres pasaron a su lado, borrachos como cubas, unidos en un estrecho abrazo. Rígido, contuvo la respiración, apretó el pomo del puñal que llevaba en la caña de la bota y esperó a que desaparecieran en las tinieblas. Seguidamente, se incorporó, se pegó a un muro y avanzó hacia los motoristas. Tomando todo tipo de precauciones, llegó al final de la avenida, se escondió tras la carrocería de un camión destrozado y asomó la cabeza por un lateral. En mitad de la calle, en torno a las llamas carmesíes, una docena de siluetas bailaban delante del fuego, poseídas por un salvajismo primigenio. Asqueado, Max observó sus movimientos grotescos, sintiendo como la bilis se agolpaba en la garganta. Uno de los motoristas se derrumbó de frente, encima de la hoguera, completamente ebrio. Las ropas ardieron, el olor de la carne quemada se elevó en el aire y llegó a sus fosas nasales. Los compañeros de éste rieron, divertidos, sin molestarse en hacer nada por auxiliarlo. Max ignoró a los pandilleros, aferró el asa de la garrafa y buscó sus vehículos con la mirada. A cincuenta metros de distancia, frente a una gasolinera desierta, las motocicletas y los coches modificados destellaban bajo la luz de la fogata. Rockatansky los reconoció: un Sedan XK Falcon, una Kawasaki 1977 KZ-1000 (el mismo modelo que Jim “El Ganso” condujo en el pasado), un Chevrolet del 34, una Suzuki Katana 1981, un Pontiac GTO del 69, una furgoneta Mazda Bongo Van, una Honda CB 750, un Valiant VH 1973 y dos Yamaha XS 1100E. Como una sombra, abandonó su precario refugio, evitó el resplandor de las llamas y se internó en la penumbra.

Max sabía a lo que se arriesgaba, si los motoristas lo capturaban sería hombre muerto. La idea de caer vivo en sus manos le puso la carne de gallina; había visto lo que eran capaces de hacer. No le quedaba más remedio que arriesgarse, necesitaba combustible para continuar adelante, en el páramo sus posibilidades menguarían: cien mil kilómetros de terreno baldío lo apartaban de cualquier reducto civilizado. Durante sus vagabundeos había escuchado rumores, historias poco creíbles sobre una ciudad situada en algún lugar del Desierto Simpson dónde el carburante era la moneda corriente al igual que en los viejos tiempos. Las bombas nucleares habían arrasado el continente hacía años; la imaginación de los supervivientes no conocía límites.

Conforme se aproximaba a la construcción, divisó una figura imprecisa en la lobreguez de la noche, crucificada en los surtidores. ¿Quién sería aquel hombre? Max rodeó la gasolinera sin emitir el menor sonido y penetró por la parte de atrás. Sus ojos acostumbrados a la negrura captaron las formas del sacerdote: mitra desgarrada, huesos rotos, rasgos tumefactos y miembros lacerados por gruesos clavos. Inesperadamente, la cabeza del hombre hizo un leve movimiento y sus labios destrozados se abrieron.
—Agua...
Max siseó:
—¡Silencio!
Su propia voz le sonó extraña: llevaba semanas sin hablar con nadie. El clérigo no pareció escucharlo.
—Agua...
—Cierra el pico —gruñó—. No tengo agua.
La mirada enloquecida del hombre se encontró con la suya.
—No eres uno de ellos, ¿verdad?
—No.
El sacerdote continuó:
—Supongo que vienes a por la gasolina de estas bestias...
Rockatansky asintió:
—Sí.
El hombre señaló los tanques con un débil movimiento.
—Te diré donde la guardan... Pero antes debes prometerme una cosa, vagabundo.
Max inquirió con interés:
—¿El qué?
—¡Mátame!
Un escalofrío recorrió la espina dorsal del antiguo patrullero.
—¿Estás seguro de lo que dices?
El clérigo suspiró:
—Siento que el señor me reclama. Me falta poco para reunirme con mis hermanos y hermanas. ¿Sabes si alguno sobrevivió?
Max decidió no decirle la verdad.
—No sé de lo que me hablas.
Una sonrisa torturada iluminó los rasgos del hombre.
—Mientes, vagabundo. He confesado a demasiadas personas. Sé cuando alguien es sincero y cuando no...
Max fue franco:
—Acabaron con todos esta tarde. ¿Dónde está el combustible?
Al perder su pasado también había perdido su alma: lo único que le importaba era obtener carburante. 
—Justo detrás de mí.
Max dudó, no deseaba matar a aquel hombre, pero de no hacerlo, sus padecimientos no conocerían límites y su rostro asediaría sus peores pesadillas.
El sacerdote elevó la mirada al cielo.
—Que se haga la voluntad del Señor.
Max sacó el puñal: una promesa era una promesa. Su tono destiló algo cercano al consuelo: 
—Hasta siempre.
La hoja traspasó el corazón del clérigo y acabó con su existencia. Un gemido escapó de los labios del sacerdote.
Max comprobó el depósito, abrió la tapa de la garrafa, sacó la manguera y la introdujo dentro del recipiente: la gasolina manó y llenó el tambor de veinte litros. Una voz rompió el silencio:
—¿Aún sigues vivo, perro?
Max reconoció la figura que caminaba hacia la gasolinera. Gorro de aviador, trinchera, vestiduras de algodón y botas de piel de cocodrilo. Achispado, el líder de la banda se detuvo delante del cadáver: la borrachera le impidió ver la silueta vestida de cuero agazapada en la negrura. Con voz pastosa comentó:       
—No dices nada, ¿eh?
Max dio un salto, agarró al hombre por la camisa y le enterró la hoja en el esternón. El alarido del pandillero quedó ahogado por su diestra enguantada. Agónico, el hombre le arañó la cara: sus facciones cubiertas de cicatrices se contorsionaron en una mueca asesina. Los dientes podridos buscaron su garganta pero Rockatansky le apartó la cabeza y clavó el puñal en el vientre de su enemigo. Un espasmo recorrió la fisonomía del hombre, la fuerza de los brazos cedió y un brillo de reconocimiento resplandeció en sus pupilas: el miedo ante la cercanía de la muerte había hecho mella en su espíritu. Max sacó el cuchillo, volvió a hundirlo en la carne temblorosa y destripó al gigante: las entrañas rojas y azuladas se desparramaron sobre sus pies. Con un gesto de repugnancia, se quitó el cadáver de encima y limpió la sangre del puñal en la gabardina: aquel tipo había recibido lo que merecía. De un rápido vistazo, verificó que los sonidos y forcejeos de la lucha habían pasado desapercibidos: los motoristas roncaban bajo los efectos del alcohol. Max dio media vuelta, se orientó lo mejor que pudo en las tinieblas y se dispuso a regresar a su coche. De improviso, un individuo apareció delante de sus narices, empuñando un rifle de dardos.
—¡Alerta! —gritó—. ¡Intruso!
De inmediato, Max sacó el pistolón y apretó el gatillo: el centinela salió despedido hacia atrás con la cabeza abierta en dos. El disparo despertó a los pandilleros dormidos. Un clamor colectivo sacudió la madrugada y estremeció los confines de la ciudad. La sorpresa y el desconcierto dieron paso a la fiebre de la caza. Voces ansiosas de sangre lo maldijeron prometiendo dolor, torturas y muerte. Rockatansky no tuvo la oportunidad de escuchar nada, su huida errática en la oscuridad lo distanció de sus oponentes: debía alcanzar el V-8 antes de que los motoristas llegaran a sus vehículos.   

3

RUEDAS DE ACERO


Rugiendo, el supercargador Weiand absorbió oxígeno y lanzó al Interceptor en una carrera desesperada a través de la carretera bañada por los primeros rayos del amanecer. Max cambió a cuarta, dio un volantazo y sorteó una depresión que arrancó una lluvia de chispas a los bajos del automóvil. Cien metros atrás, los pandilleros forzaban sus vehículos para intentar darle alcance: el bramido del motor ahogó sus improperios. Rockatansky echó una ojeada a su izquierda. El cachorro, tumbado en el asiento del pasajero, le devolvió una mirada asustada agachando la cabeza. Un arma abrió fuego, los proyectiles rozaron la carrocería del Interceptor sin hacerle ningún daño. Max cambió a quinta ganando terreno a sus perseguidores. Si una bala acertaba los depósitos supletorios instalados en el maletero, saltaría por los aires.

La autopista transcontinental era interminable: se extendía en la distancia, bordeada por el erial desértico. Max observó el espejo situado a su derecha: la Suzuki Katana, el Valiant del 73, la Kawasaki del 77, el Falcon HK, la Honda CB 750 y las Yamahas, seguían su rastro como sabuesos enloquecidos. Por suerte, la mayoría de los pandilleros se encontraban demasiado borrachos para perseguirle. Revisó el salpicadero: le quedaban quince litros de carburante; había gastado más de cinco desde la jornada anterior. Como continuara a aquella velocidad, agotaría el combustible que le restaba; debía combatir para conservar lo que tenía. Max apretó un botón de la caja de cambios y apagó el turbocompresor. El V-8 aminoró de velocidad y descendió a noventa kilómetros por hora. Poco a poco, las motocicletas ganaron terreno y lo rodearon. Detrás, el Valiant, y el Falcon formaron un semicírculo y le imposibilitaron la oportunidad de escapar.

Inesperadamente, Max hundió el pedal de freno a fondo. Los neumáticos rechinaron y el vehículo se detuvo con brusquedad. La Kawasaki chocó contra la parte trasera del Interceptor. El piloto dio un brinco por encima del coche y se destrozó la cara al aterrizar. Max pisó el acelerador, se desvió a la izquierda y arremetió a los motoristas que pasaban a su costado. La Susuki intentó evitar el impacto, derrapó sobre el alquitrán y rodó con estrépito. El Interceptor colisionó contra una Yamaha, el lateral aplastó la pierna del hombre y lo arrojó de la moto, convertido en un guiñapo. El conductor de la Honda fue incapaz de esquivar a sus compañeros y la rueda delantera embistió a la Kawasaki. El vehículo trazó una elipsis y el pandillero cayó de bruces con un sonido de huesos rotos. Max sacó la mano por la ventanilla, los cañones gemelos de la Hudson brillaron, reventando el parabrisas del Sedan XK Falcon. La detonación destrozó el cráneo del conductor, esparció sus sesos sobre el cristal fragmentado y lo derrumbó encima del tablero de mandos. Maldiciendo, el copiloto agarró el volante para controlar el automóvil pero el cadáver se lo impidió. El Falcon atravesó el arcén y se estalló contra una roca. Max activó el supercargador y puso el motor al máximo de revoluciones, agrediendo al vehículo que tenía delante. El conductor del Valiant rebotó contra las paredes de la cabina, el segundo impacto ladeó el automóvil y lo dejó en posición horizontal. El antiguo policía pasó por alto el olor a embrague quemado. Su enemigo levantó una Smith & Wesson preparado para volarle la cabeza, con la cara desencajada por el odio. Max se anticipó; se las había ingeniado para recargar el arma. Las facciones repulsivas explotaron en una marejada sangrienta y salpicaron el volante de masa encefálica y astillas de hueso. La Yamaha zigzagueó, dándose a la fuga. Vengativo, Max no le dio la oportunidad de huir. El morro del Interceptor la derribó dentro de una zanja. Rockatansky frenó, saltó del automóvil y renqueó hacia el motorista: el frío de la noche había hecho mella en su pierna lesionada. 

Sin desearlo, rememoró una carrera similar efectuada años atrás, en dirección a su familia, en una autopista de Melways. El dolor le arrebató la respiración, le humedeció los ojos y estranguló su alma: sabía que nunca podría superar aquel momento. Max apretó el paso mientras recordaba los hechos: las súplicas de la anciana que les había ofrecido hospitalidad, el peso de la escopeta en su mano, la sensación de impotencia, la saliva agolpada en su garganta, la visión de los cuerpos abatidos sobre la carretera, las nubes grises que colgaban sobre su cabeza...

La Yamaha, tirada sobre un costado, soltaba una espiral de humo por el radiador, perdiendo combustible. Rockatansky entró en la zanja y localizó al pandillero debajo de la carrocería, con el manillar de la motocicleta incrustado en el pecho. Max encajó las mandíbulas y desenvainó el puñal. Aquel hombre había degollado a los supervivientes de la caravana. Con voz trémula, la sabandija suplicó:
—No... Por favor...
Impertérrito, Max le mostró la hoja afilada y le cortó el cuello: un reguero escarlata empapó la arena ardiente. De inmediato, le arrancó el casco al cadáver, lo puso debajo del motor y acopió la gasolina que no podía permitirse el lujo de desperdiciar.    


Horas después, Max guardó en la parte trasera del V-8 el botín: baterías, pistones, bombas centrífugas, cilindros, correas de transmisión y filtros de aceite. Satisfecho, colocó una garrafa llena de carburante entre los depósitos: había recuperado con creces el combustible perdido. En la bóveda celeste, a contraluz, las primeras aves de presa realizaban lentos círculos, a la espera de que el antiguo policía abandonara el lugar, atraídas por el olor de la carroña. Con un chirrido, el Interceptor dejó la marca de los neumáticos en la carretera, levantó una nube de polvo y se desvaneció en el horizonte hacia el oeste.

Siempre hacia el oeste...



sábado, agosto 06, 2016

PHE FESTIVAL 2016


El seis de agosto en el Puerto de la Cruz, el PHE Festival ofrece a todos aquellos que quieran pasar una experiencia inolvidable un fin de semana de grandes conciertos, fiesta y diversión en el norte de Tenerife. Una propuesta con música indie, rock y electrónica, tendencias, espacio gastronómico, merchandising y venta de vinilos.

A continuación, las ofertas culturales, gastronómicas y musicales del PHE Festival:

Amenities:

Eternal Barber Girls encargadas en cortar el pelo en vivo y en directo a aquellos que deseen un cambio de look por uno más festivalero.

Aguere Music Store especializada en la venta de vinilos de los años ochenta.

Tienda PHE: camisas, sudaderas, gafas de sol, gorras, llaveros, bolsos y todo tipo de artículos para el recuerdo.

Photocall PHE: Fotomatón customizado para inmortalizar momentos divertidos junto a tu pareja, colegas y demás.

Foods Trucks de cocina creativa con estilos, imaginación y menús propios que harán las delicias de los asistentes al festival: comida holandesa, india, mexicana y bocadillos vegetarianos.  

Cartel PHE Festival 2016:

Con las actuaciones estelares de La habitación roja, Cycle, Belako, Delafé, Red Beard, Mr. Paradise y Kostrock:

Apertura de puertas (Mr. Paradise, 18.00 H)
Red Beard (19.00 H)
Belako (20.15 H)
La habitación roja (21:30 H)
Delafé (22:45 H)
Cycle (00:00 H)
Kostrock (1:15 H)

Una cerveza gratis con la entrada y hasta las 20:00 (Hora Feliz) oferta de 2x1.

¿A qué estás esperando para comprar tu entrada?  

Fecha: 6 de agosto 2016
Precio entrada: 20 euros
Lugar: Puerto de la Cruz (Explanada del Puerto junto al mar)
Enlaces:
Página Web:
Facebook:
Enlace de compra:



jueves, junio 30, 2016

“EL TRABAJO”, DE WILLIAM BURROUGHS


Todos los sistemas de control se basan en el binomio castigo-premio. Cuando los castigos son desproporcionados a los premios y cuando a los patrones ya no les quedan premios, se producen las sublevaciones.

William S. Burroughs

Novelista, intelectual, ensayista y crítico social, Burroughs fue una de las mentes más peculiares y brillantes de su generación; el mismo que sobrevivió al infierno de los narcóticos —piedra angular de toda su obra— para plasmarlo en sus escritos. En ellos nos encontramos con una invectiva mordaz al sistema, experimentación estilística y delirio creativo. Influenciado por Rimbaud, T.S. Eliot, Genet, Beckett, Artaud, Joseph Conrad y Bataille, desarrolló un universo propio oprimido por mutaciones físicas y mentales, trastornados paisajes de Ciencia Ficción bañados por la lluvia nuclear conviven con ciudades convertidas en escombros y supervivientes reducidos al primitivismo más elemental. Una visión del mundo anárquica e iconoclasta —entre la paranoia, el pesimismo y la sátira— que ha sido de gran influencia en múltiples ámbitos como la literatura, el cine, la música y la pintura. Hablamos de cuatro generaciones diferentes en el espacio y tiempo: beatniks, hippies, punks y cyberpunks.  

Burroughs se caracteriza por la búsqueda constante de nuevas formas de lenguaje, la liberación personal, la experimentación sexual y su afición por las armas de fuego patrimonio de las fuerzas del orden y el ejército. Tal como explica en la serie de entrevistas y relatos que aparecen en El trabajo (Enclave de libros, 2014), usó grabadoras, cámaras de televisión, noticias, periódicos, mítines políticos, conversaciones, insultos y todo tipo de efectos para montar sus collages literarios. La cultura pop —no el mainstream socialmente aceptado—, sino el underground —la fina línea que separa un cuerpo hambriento de un chute de heroína—, contaba con un exterminador entre sus filas.

Según el autor, la palabra es un “virus” que se fusiona con el portador cambiando de forma definitiva su estructura genética y, por consiguiente, la evolución como especie. Una simbiosis similar a la del adicto con los narcóticos: ambos han quedado unidos de modo irresoluble. A partir de entonces, desde el Jardín del Edén, a través de milenios de guerras, locura, devastación y muerte, hasta llegar a la sociedad americana ensombrecida por el resplandor atómico de Hiroshima, el escándalo Watergate, las junglas de Vietnam bañadas por el napalm y el asesinato de Martin Luther King. No olvidemos que la edición original de este libro apareció por primera vez a finales de los sesenta.  

Con el fin de contrarrestar la literatura convencional, destacan el método cut-up (cortar el texto y distribuirlo aleatoriamente), el fold-in (trasladar el final de la página al principio para crear una sensación de flashback) y el splice-in (varias grabadoras con diferentes sonidos a la vez). De esta manera rompió la codificación lineal de la escritura a favor de formas artísticas que, debido a su no-linealidad, le permitiría caminos y asociaciones alternativas. Aunque estos experimentos puedan parecer caóticos y carentes de sentido, en realidad eran todo lo contrario. Burroughs seleccionaba con cuidado sus textos y los combinaba sin ningún tipo de azar, logrando una perspectiva caleidoscópica y plural que —como afirmaba— le permitía anticipar el futuro. Una visión a través de la neblina de los opiáceos que echa por tierra cualquier modernidad.  

El autor despedaza al sistema pudiente que, aparte de crear generaciones consumistas y superficiales, aniquilarán cualquier tipo de individualismo, ideas propias o creatividad. El control, la manipulación, el capitalismo, la muerte de las emociones, el patriotismo, la familia y la educación, también son diseccionadas con la precisión quirúrgica de un cirujano gracias a una lucidez nacida de la suspicacia, el sarcasmo y la procacidad. Para Burroughs, la juventud es la futura salvación del planeta siempre y cuando se libere de los dogmas inculcados a favor de la rebelión en las calles; la única manera de actuar en contra de un sistema corrupto, tan decadente como laminador.

Como destructor/constructor del lenguaje, icono cultural y francotirador agazapado en el extrarradio del academicismo, Burroughs rechazaba las etiquetas y durante toda su vida operó al margen de las modas, conceptos y clichés. El monopolio de la élite (gobiernos, inmobiliarias, ingeniería, empresas de construcción, medicina, compañías automovilísticas, etc) controla la riqueza, la cultura y los avances científicos para no perder sus privilegios mientras mantiene en la ruina a aquellos que se encuentran por debajo de su nivel. El autor hace hincapié en sus obsesiones habituales: el revolucionario tratamiento de apomorfina (que le auxilió a desintoxicarse definitivamente), el acumulador de orgones patentado por Wilhelm Reich y los infrasonidos que podrían incitar a las multitudes a destruir ciudades. 

Huelga decir que sufrió en sus carnes la censura impuesta por los medios debido a su lenguaje procaz, misoginia absoluta y puntos de vista radicales. A pesar de ello, continuó en contra de la pena de muerte, la hegemonía cultural, el histerismo antidroga, la segregación racial, la moralidad, el sistema penal y la religión cristiana típica de Estados Unidos. Irónicamente, a pesar de provenir de una familia adinerada (su abuelo fue el inventor de la calculadora) que le proporcionó una buena educación en las mejores universidades de la época, Burroughs prefirió romper con sus raíces a favor de la marginalidad. Por ello trató con drogadictos, artistas, ladrones, bohemios, enfermos mentales, románticos, chulos y prostitutas; aquellos al margen de la sociedad que escupían en la cara al “Sueño Americano”. Ese fue el primer paso que lo convertiría en una leyenda que continúa vigente en pleno siglo XXI. 



lunes, junio 06, 2016

ALBATROS


Por distraerse, a veces, suelen los marineros
dar casa a los albatros, grandes aves de mar,
que siguen, indolentes compañeros de viaje,
al navío surcando los amargos abismos.

Charles Baudelaire


El cuerpo se deslizaba entre la corriente que cruzaba los árboles. El viento soplaba en dirección al océano y mecía los pliegues de su vestido. Las hojas de los avellanos marchitas por la llegada del otoño la acompañaban hacia el abismo. En el infinito, las estrellas brillaban con tranquila resignación. Recuerda el rostro pálido, las flores que flotaban alrededor de sus miembros, los párpados cerrados, los colores que se arremolinaban en torno al cadáver: negro, verde, violeta, púrpura, amarillo... 

La joven pasó las lomas achaparradas y descendió hacia la desembocadura del Támesis. Las colinas perladas de rocío le ofrecieron una silenciosa despedida y los primeros peces comenzaron un voraz ceremonial atraídos por la sangre que escapaba de sus heridas: surcos escarlatas que le cruzaban las muñecas. No podía tener más de dieciséis años, sus rasgos aún conservaban la inocencia, la bondad que solo los niños poseen. 

Recuerda los cabellos oscuros, la frente amplia y despejada, los enormes ojos verdes, sus labios carnosos abiertos en una última súplica que nadie escuchó. Lentamente, la lluvia anegó la tierra y ocultó el sonido de los albatros que recorrían los cielos en busca de un nuevo amanecer, golpeando los charcos de agua donde yacía sin posibilidad de escapar. Su alma se pudriría entre los bajíos de la costa, las rosas que adornaban su pelo desaparecerían y la salitre se alimentaría de sus restos. 

Y te preguntas si algún día los marineros contarán historias sobre aquella muchacha cuando encontraran su cadáver flotando sobre las olas. ¿Quién recordaría su rostro cuando pasaran las décadas? Los barcos que navegaran por océanos sin nombre no podrían dar marcha atrás, retroceder en el tiempo y recobrar sus esperanzas destrozadas. Entonces, el amanecer cubrió el horizonte, las nubes enrojecieron, la brisa marina lamió la punta de las olas y su traje de novia se desvaneció para siempre en la espuma.



jueves, mayo 26, 2016

“EL DIARIO DEL RON”, DE HUNTER S. THOMPSON


Por mucho que deseara con vehemencia todas aquellas cosas para las cuales se necesita dinero, había una especie de corriente diabólica que me empujaba en otra dirección…, hacia la anarquía y la pobreza y la locura. Hacia ese delirio enloquecedor que sostiene que un hombre puede llevar una vida decente sin alquilarse a sí mismo como un mercenario.

Hunter S. Thompson

Puerto Rico, finales de los años cincuenta. Paul Kemp (álter ego de Hunter S. Thompson) abandona Nueva York con destino a San Juan para trabajar en un periodicucho en estado de quiebra. Recién cumplidos los treinta, el protagonista es un experimentado buscavidas con un pie en el abismo, entre la fina línea que separa la genialidad de la autodestrucción.

La novela transcurre en una interminable bacanal de borracheras, zozobra, sexo, fiestas, peleas y disputas con la policía. Rodeado por una serie de personajes —perdedores, macarras, gacetilleros de tres al cuarto, radicales obsesionados con reventar el sistema y alcohólicos empedernidos— que sueñan con salir del punto muerto en el que se encuentran sus existencias pero son demasiado apáticos para tomar alguna decisión al respecto, Kemp intenta mantener sus principios y no dejarse comprar por los poderosos. La plantilla del Daily News no tiene desperdicio: fotógrafos, correctores, jefes de sección, reporteros y corresponsables que esperan encontrar la gran oportunidad que los eleve del mísero estado profesional en el que se encuentran hasta los grandes ámbitos del mundo periodístico. Mientras tanto, el diario está en la cuerda floja, azotado por una serie de antiguos empleados que se manifiestan en sus mismas puertas por falta de cobro. El director, aunque es consciente que su propia plantilla lo desprecia y que todos sus esfuerzos están condenados al fracaso, hace lo imposible por mantener su negocio a flote. Huelga decir que ninguno de sus empleados hará nada por auxiliarle; la gente no desea ensuciarse las manos cuando el naufragio es inevitable. 

Nos encontramos con ambiciosos inversores, arquitectos, asesores y magnates —que llevan trajes de marca, viven en chalets de lujo, conducen grandes deportivos, pescan en yates y toman cócteles de gambas y ginebra helada antes del almuerzo— que desean enriquecerse gracias a la construcción de grandes cadenas hoteleras aunque ello conlleve destruir el entorno paradisíaco de la isla. Bañado por un sol perpetuo, el olor salado del océano y el calor asfixiante propio del verano caribeño, entre casinos, urbanizaciones y centros comerciales que desentonan con las casuchas pobres y los barrios marginales en los que habitan los nativos de la zona, el protagonista deambula de un lugar a otro en una nebulosa alcohólica perpetua, peleas de gallos, hastío existencial y terribles resacas que bordean la paranoia. ¿Cómo no sentirse tentado en trabajar para estos individuos depravados a cambio de efectivo que permita un descapotable, alquilar un apartamento con sábanas limpias, ventilador, la nevera llena de comida y numerosas botellas de ron?

Cabe destacar la frustrada relación con una mujer errónea que se encuentra tan al límite como el resto de los personajes de la obra. Existe el binomio salvación/perdición por parte del personaje femenino, aquella que con unas cuantas copas encima no duda en bailar desnuda entre musculosos portorriqueños para terminar la noche en una orgía desenfrenada. Aunque sus actos la conduzcan a la ruina, utiliza sus poderes de seducción para salir de cualquier atolladero y no tiene escrúpulos en dejar atrás a aquellos que la mantienen cuando encuentra una alternativa más satisfactoria acorde a sus necesidades.

El diario del ron (Simon & Schuster, 1998) tardó casi cuarenta años en ser editado. Johnny Depp, gran amigo de Thompson, después de encontrar el manuscrito mientras revisaba sus papeles, lo convenció para publicarlo con un mínimo de correcciones. De hecho, este no dudó en producir y protagonizar una película basada en la novela que salió al mercado pocos años después del suicidio del padre del Periodismo Gonzo. Como obra escrita durante su juventud, revela el gran talento que el autor demostraría de sobra durante toda su carrera. Thompson, a diferencia de muchos escritores actuales, nunca escribió para un público mayoritario sino para una selecta minoría capaz de valorar su estilo crudo, anárquico y visceral. Todo un logro en un mundo laminado por las apariencias, la uniformidad de pensamiento, los clichés literarios y la necesidad de imitar el estilo de los pusilánimes para ser aceptado. Puede que por ello el libro fuese desestimado por las editoriales de la época. Por suerte, el tiempo le ha dado la oportunidad que merecía. 
     

              


domingo, mayo 08, 2016

"MANUAL REVISADO DEL BOY SCOUT", DE WILLIAM BURROUGHS


Mira qué problema de drogas nos han dejado en nuestra puerta. ¿Ir a por los traficantes? Detienes a un traficante y ocupan su lugar diez más. El único hombre indispensable para la industria de los narcóticos es el adicto que los compra en la calle. Si das el tratamiento al adicto de la calle, dejarás sin trabajo al traficante.

William S. Burroughs

Manual revisado del Boy Scout es uno de los trabajos más míticos, controvertidos y subterráneos de William Burroughs. Escrito al mismo tiempo que Los chicos salvajes (Grove Press, 1971), encontramos un ensayo que sirve como guía para derrocar a un sistema corrupto y anticuado a través de la violencia. La policía, los gobiernos putrefactos, la prensa conservadora, la hipocresía de la religión y —el mayor cáncer del mundo moderno— la familia, deben ser erradicadas de raíz a través de disturbios, manifestaciones, atentados terroristas, guerra bacteriológica, golpes de estado y armas de destrucción masiva.

A diferencia de otros novelistas cuando alcanzan la fama mundial, lejos de ablandarse, Burroughs siempre fue fiel a su estilo anárquico, radical y subversivo. Debido a ello, la mayoría de sus ensayos, relatos, cintas, entrevistas y novelas circularon por el mundillo underground, sirviendo como inspiración a innumerables artistas plásticos, músicos y escritores hastiados de lo “políticamente correcto”. Su influencia continúa en la actualidad: un enfant terrible intachablemente vestido, de humor ácido y abrasador, testigo de primera mano de la decadencia humana y el infierno del mundo de los narcóticos, dispuesto a hacer saltar el planeta por los aires gracias al “virus” de la palabra.

Inspirado por los convulsos acontecimientos que hicieron tambalear los Estados Unidos a finales de la década los sesenta (Vietnam y la Convención Demócrata Nacional de 1968), Burroughs propone a los jóvenes que abandonen la actitud pasiva y complaciente con la que han sido educados a favor de la revolución que, inevitablemente, desembocará en caos, actos sexuales violentos, explosiones y calles atestadas de cadáveres. Huelga decir que cualquier tipo de moralidad ante el derrocamiento del sistema, el asesinato o la destrucción, es irrelevante. ¿Acaso el fin no ha justificado los medios desde que los seres humanos pisaron la faz del planeta?

A diferencia de otras obras experimentales del autor, Manual revisado del Boy Scout va directa al grano, amena y surreal, con grandes dosis de visceralidad, humor negro y cinismo. En ella se exponen todos los pasos creación de armamento casero (pistolas, bombas, armas blancas), instruir de forma militar a los ¡atractivos! jóvenes necesarios para la causa y métodos más sofisticados (información/desinformación, guerra biológica, cintas grabadoras, infrasonidos, radiación letal de orgones)— para entrar en acción. ¿Quién no querría acudir a su puesto laboral después de leer este libro e incendiar la empresa en la que lo tratan como a un esclavo por un sueldo irrisorio?  
        
La Felguera Editores ha hecho un gran trabajo de impresión. Cabe destacar las ilustraciones interiores, papel de calidad y cubierta con letras color dorado y solapas. Una pequeña obra de arte que, sin duda alguna, hubiera complacido al mismísimo Burroughs. Muchas editoriales que han publicado otros libros del autor deberían tomar nota y actuar en consecuencia. No todos los días (hablamos de un mercado destinado al público mayoritario en el que novelas de pésimo calado copan las listas de los más vendidos) tenemos la oportunidad de disfrutar de material inédito del maestro. Por desgracia, y a título de reflexión personal, nunca hemos contado con ningún visionario a la altura de Burroughs en España.

Como cierre, una frase que puede resumir el ensayo en su totalidad, la misma que se adelantó a la anarquía punk:

¡A TOMAR POR CULO LA REINA!