Uno nunca sabe quién es. Son los demás los que le dicen a uno quién y qué es ¿no? Y como esto uno lo oye millones de veces en su vida, por poco que ésta sea larga, acaba por no saber en absoluto quién es. Todos dicen algo distinto. Incluso uno mismo está siempre cambiando de parecer
Thomas Bernhard
El ambiente era
perfecto. Las velas rojas que ardían en un extremo del salón propagaban un
resplandor tenue, irradiando los viejos muebles de madera. Satisfecho, tomó un
trago de vino tinto, saboreando la tersura de la añada con expresión de
éxtasis. De mala gana, contempló los exámenes que descansaban sobre la mesa.
Suerte que había decidido ponerlos tipo test. Sus repulsivos alumnos no
tendrían problemas para aprobar y se libraría de las recuperaciones. Cuanto
antes terminaran las clases, mejor. Cruzó las piernas y se felicitó por su
astucia. Aquellos borregos no le darían demasiados quebraderos de cabeza; hasta
un retrasado mental hubiera adivinado las respuestas sin dificultad. De todas
formas nunca se podía estar seguro; la generación que desgraciadamente le había
tocado instruir era imbécil por defecto.
Desde la calle
le llegaban los ruidos de la ciudad: los jóvenes salían de marcha. En unas
horas La Laguna se convertiría en un infierno de beodos irresponsables. No le
apetecía soportar la mediocridad del mundo que lo rodeaba. Soñador, acarició el
plan de tomar una baja por depresión antes de que terminara el año. La idea era
seductora pero no le quedaba otro remedio que aplazarla. La directora del
centro no olvidaba la última: estuvo indispuesto seis largos meses; prefería
guardar aquel as en la manga para casos de emergencia. Estaba hasta las narices
de su trabajo. Los estudiantes lo desanimaban profundamente, no podía hacer
nada por cambiar sus mentes obtusas, venían averiadas de nacimiento. Para
terminar de arruinar la situación, habían decidido incrementarle las clases
aquel año. No creía que pudiera resistir ¡veintidós! horas semanales. Llevaba
tomando Valium como caramelos desde entonces, sin contar el Lexotan, el
Orfidal, o el Lorazepam que conocía de memoria. La ciencia médica prescribía
soluciones milagrosas para su hipertensión habitual; su doctor de cabecera era
uno de los miembros más corruptos de la tenebrosa jerarquía hospitalaria de
Tenerife.
Subió el volumen
con el mando a distancia. Los sones de Bach llenaron su entorno y lo hicieron
estremecer con su belleza atemporal: El
Concierto de Brandenburgo siempre lo auxiliaba alcanzar el éxtasis de los
sentidos. Tenía cientos de discos de música clásica: Händel, Vivaldi,
Beethoven, Haydn, Mozart, Schubert, Berlioz, Brahms, Chopin, Mahler,
Mendelssohn, Pucini, Verdi y Wagner. El Modernismo le parecía aburrido, no
encajaba con su forma de ser. Aunque admirara a Debussy, Ravel, Strauss, o Stravinski,
tenía la impresión de que no podían hacer nada al lado de los clásicos. En su
opinión, La valkiria fue el canto del
cisne del Romanticismo.
Con los párpados
entrecerrados, estiró el cuerpo enjuto sobre el sillón de orejas, disfrutando
de su merecida reclusión. Llevaba todo el puente de diciembre aislado de la
sociedad, plantando deliberadamente con argumentos ridículos a sus escasas
amistades para eludir las citas que no deseaba cumplir. La idea de salir de
casa lo hacía estremecer de pánico. Se negaba a abandonar su universo interior;
hacerlo destruiría la precaria balanza en la que oscilaba su psique y
efectuaría daños irreparables en su espiritualidad. Solo rompía su ostracismo
para alimentarse. Realizaba tres comidas diarias en el bar situado debajo de su
piso, acompañado por una montaña de periódicos que devoraba, compulsivamente,
en un reservado aparte, tan lejos como fuera posible del resto de los clientes
del local. Cada vez que los payasos de izquierdas se metían en política o abrían el hocico, lo ponían a punto de infarto. ¡Aquellos ignorantes eran peores que los fascistas!
Atrás quedaba el
verano; fueron tiempos felices. No le quedó más remedio que despedir a la
asistenta peruana que realizaba las tareas del hogar; sus vulgares modales
terminaron por exasperarlo. ¡Pretendía que le subiera el sueldo! Aunque supiera
que no iba a encontrar a otra imbécil que cobrara cuatro euros la hora se
mostró inflexible; regatear no era su estilo. Durante aquellos meses se
embruteció de modo insospechado: olvidó cómo hablar con sus iguales, relegó
cualquier atisbo de humanidad a un segundo plano y acrecentó su talante
introspectivo hasta el límite del delirio. Prefería ser paria a sociable. Se
sentía mejor siendo despreciado que soportar mínimamente a nadie. La gente solo
y exclusivamente daba problemas. Solo se comunicaba por Whatsapp. ¡Sin duda era
el mejor invento de la historia!
El Cannubi
Boschis (cosecha de 1997) era exquisito, sublime al paladar como la acaricia de
una amante. El dinero que gastó por las seis botellas estaba bien invertido.
Los pequeños placeres de la vida le eran indispensables; daban sentido a la
miseria que significaba trabajar para subsistir. Con delicadeza, sirvió el vino
hasta la mitad de la copa. La Spiegelau, finamente cincelada por algún artista
italiano, enaltecía el bouquet del Boschis. A su derecha, en una abarrotada
estantería, descansaban los libros que había leído últimamente: Rimbaud, Camus,
Baudelaire, Sartre, Apollinaire, Artaud, Cocteau, Yourcenar, Verlaine, Villón,
Rabelais, Mallarmé y Beauvoir. París lo esperaba en unas semanas. Un viaje era
la excusa perfecta para evadir las responsabilidades familiares. No pensaba
pasar las fiestas navideñas con sus parientes; antes prefería cortarse las
venas. Aparte de la familia, la segunda gran desgracia y destrucción de la
sociedad eran las escuelas: brutales centros de adiestramiento ridículo para
personas. Afortunadamente, ambas se encontraban en decadencia. Tercera y cuarta
plagas, la patria y la religión, ambas igual de repugnantes.
Hacía siglos que
no abandonaba la isla. Se encontraba estancado en un punto muerto, de no
escapar terminaría en un manicomio, dando volteretas en una celda acolchada.
Ajustó las gafas redondas, se acarició la perilla, e imaginó las calles de la
metrópoli; el Museo del Louvre, el Centro Pompidu, la Catedral de Notre Dame,
el Barrio Latino, Saint-Germain-des-Prés, Montmartre, el Museo de Orsay, la
Torre Eiffel y el cementerio del Père-Lachaise. Siempre había sido un sibarita;
la vida bohemia en la ciudad de las luces le sentaría de maravilla. Pensaba
visitar los peores prostíbulos de la zona para complacer las abyectas fantasías
de degradación que demandaba en silencio. Como era de esperar, elegiría profesionales
lo más jóvenes posible sin que llegara a resultar un delito. El sexo femenino,
a partir de los veintitrés años, le parecían momias.
Rememoró a su
buen amigo Horacio; un masoquista perdido que disfrutaba siendo torturado por
mujeres sádicas. Nada lo complacía más que ser humillado y pisoteado como una
alimaña: hasta las cucarachas poseían dignidad comparadas con aquel despojo
humano adicto a las putas, los bingos y la cocaína. Aún se estremecía al
recordar a la última fulana que pagó para que se lo fornicara. Horacio era un
tímido patológico absolutamente incapaz de entablar conversación con alguien el
sexo opuesto. Tenía que realizarle aquel tipo de favores con frecuencia, cosa
que no le desagradaba en absoluto; siempre sacaba tajada del pastel. La mujer
lo golpeó con saña y le hizo todo tipo de barbaridades, utilizando un látigo de
seis colas rematadas en bolas de acero. La velada terminó en el Hospital
General: una hemorragia interna estuvo a punto de enviarlo al otro barrio. Un
escalofrío le recorrió el espinazo. ¡Jesús, lo que tenía que aguantar! ¡Cuánta
degeneración había en el mundo!
Abrió una novela
de Pessoa y empezó a leerla por enésima vez. Este siempre le recordaba que la
existencia terrenal era un fracaso; no le apetecía hacerse ilusiones de que las
cosas cambiarían de la noche a la mañana. Nunca había disfrutado de un autor
tan inteligente y tan terriblemente lúcido. Después de media hora de lectura,
prendió un cigarrillo. El humo del Coronas negro ascendió hacia el techo,
formando espirales azules. Sin percibirlo, comenzó a sentirse deprimido. Cerró
los ojos y prestó atención a La canción
de la tierra. Mahler creó sus mejores obras a partir de la Quinta Sinfonía.
La mala suerte no lo abandonó desde entonces. Lástima que la Décima estuviera
inconclusa; morir le impidió acabar lo que probablemente hubiera sido una
tragedia para los oídos.
Comprobó el
reloj: llevaba cinco horas sin tomar su medicación. Un nudo se le hizo en el
estómago; transpiraba profusamente. Neurótico, se levantó de un salto e ingirió
dos valiums a palo seco. La química era un regalo divino, sin duda alguna.
Regresó al sillón de orejas y esperó a que los tranquilizantes hicieran efecto
en su sistema nervioso alterado. Cuando estaba cómodo se encontraba incómodo:
aquella era la historia de su vida. Lentamente, los bordes del salón se
hicieron imprecisos; las aristas del mobiliario eran menos amenazadoras. Podía
continuar adelante: el suicidio estaba apartado por el momento de sus planes.
El timbrazo del
móvil lo obligó a lanzar un respingo. Tragó saliva. Aterrado, tuvo la impresión
de que las paredes se cernían sobre él dispuestas a aplastarlo. Una vena le
palpitaba en la frente, agujas invisibles le pincharon el cerebro. ¿Le habría
pasado algo a su madre? ¿Su hermano estaría ingresado en el hospital por un
accidente de tráfico? ¿Su sobrina habría desaparecido? ¿Un incendio habría
arrasado la finca de la Gomera? Aquellas cuestiones le pasaron por la mente
mientras extendía la mano hacia el teléfono, luchando contra una tormenta
invisible que no le permitía moverse con naturalidad.
Murmuró con la
boca seca:
—¿Sí?
Una voz
achispada llenó la línea:
—Estamos debajo
de tu casa.
Una gota de
sudor frío le descendió por la mejilla.
—¿Álex?
Carcajada de
borracho.
—Tenemos una
botella de Johnnie Walker —puntualizó—. Te invitamos a una copa.
Estaba
espantado.
—¿Estás loco?
—exclamó—. ¡Ni de coña!
—Anímate, tío
—dijo su ex alumno—. Hemos subido a verte
Se retorció
sobre el sillón de orejas. El terror se transformó en náuseas.
—¡Álex, por
Dios, ni se les ocurra!
—Asómate a la
ventana —rogó—. Estamos en la cabina que hay al lado del 7 Islas.
Aquello le puso
los pelos de punta.
—¡Qué no,
cojones!
Mientras
hablaba, apagó el equipo de música, desconectó el teléfono fijo, el portero de
la calle, echó tres llaves a la puerta y la cadena de seguridad. Nadie entraría
en su santuario; no pensaba permitir que allanaran su valiosa intimidad.
—David llegó hoy
de Barcelona. —puntualizó—. Lo hemos secuestrado para celebrar el cumpleaños de
Oscar.
¡Mentira
cochina! Oscar había cumplido en septiembre, lo recordaba bastante bien. El
portero subió a quejarse por la conducta de aquellos mamarrachos; las cámaras
de seguridad los habían grabado bailando con un pedo increíble en la puerta del
edificio. Naturalmente, negó conocerlos. No quería que lo relacionaran con indeseables.
En su fuero interno se arrepintió por haberles permitido acceder a su vivienda.
Y pensar que había despilfarrado un potosí en berberechos, calamares, pulpo
negro y mejillones de Hacendado para agasajarlos cuando venían de visita. Las
confianzas daban asco.
—¡No van a subir!
—aulló a grito pelado—. ¡No quiero verlos!
Escuchó unas
sonoras carcajadas de fondo: Oscar y David no se encontraban en mejor estado
que su ex alumno. ¡Maldita juventud y el que la inventó!
—¡Aguafiestas!
—rio Álex—. ¡Nunca cambiarás!
Debía terminar aquella
horrible conversación cuanto antes.
—Mañana te llamo
—mintió descaradamente—. Pásenlo bien.
—Tío, no cuel...
Temblando,
desconectó el móvil. El aparato le daba malas vibraciones; los teléfonos eran
un invento del mismísimo diablo. Con cautela, abandonó el sillón de orejas,
apartó las cortinas y espió por un resquicio la calle atestada de gentuza,
procurando pasar inadvertido. El corazón le bombeaba en el pecho como una
dinamo. Podía afirmar con toda seguridad que aquella chusma estaba tocándole el
timbre, luchando por entrar en el bloque, todo para incordiarlo con sus
terribles borracheras. De inmediato, sacó una silla de la cocina y la colocó
bajo el pomo de la entrada. Lástima que hubiera vendido la escopeta de
perdigones de su padre: en aquel momento le habría aportado seguridad tenerla a
mano. Estaba bañado de sudor. El tiempo parecía congelado; los segundos se
negaban a avanzar. El universo se desplomaba sobre su espalda. Abatido, se dejó
caer sobre el sillón de orejas. La puerta crecía por momentos. La paranoia
superaba el letargo de los tranquilizantes. La guadaña afilada de la muerte
prendía en un futuro inminente…
Quería escapar,
esconderse en alguna parte, meterse debajo de la cama o encerrarse en el
armario del dormitorio. Los minutos se le hicieron eternos. El miedo no
desaparecía; solo contaba con el Rohypnol para serenarse. Al borde de un ataque
de nervios, registró los cajones donde guardaba las medicinas, arrojando las
cajas de cartón al suelo —Sertralina, Bupropion, Metilfenidato, Fluoxetina—
hasta que encontró las pastillas. Tomó cuatro de golpe. La botella de vino lo
llamaba desde un rincón de su subconsciente. Vaciarla era una locura; podía
liquidarse si mezclaba la bebida con tanto tratamiento. La oscuridad lo
angustiaba. Encendió las luces; tenía la impresión de que fantasmas vagaban por
la vivienda. Agarró un paraguas, dispuesto a defenderse de cualquier ataque
contra su persona. Con grandes sollozos, se derrumbó de rodillas en el suelo.
La crisis era espantosa, pensaba faltar al colegio un mes como mínimo; no podía
dar clases influido por aquel deplorable estado de ánimo.
Unos nudillos
golpearon la puerta con fuerza. Sintió ganas de devolver; aquellos degenerados
habían conseguido subir. No estaba de humor para aguantar a nadie, iban a
enterarse de con quién estaban tratando. Hecho una furia, con los ojos fuera de
las órbitas y el rostro colorado, se aproximó a la entrada y apartó la silla
bruscamente. Las manos le temblaban de tal manera que le costó un infierno
girar la llave y quitar la cadena. La sangre nublaba sus ideas; podía cometer
una locura asesina. Abrió la puerta de sopetón mientras berreaba al borde de la
histeria:
—¡Álex, me cago
en Dios, en la Virgen puta y en todos los Sant…!
La sorpresa lo
dejó con la boca abierta. Una mujer vestida con una gabardina negra lo observó
heladamente. Sus ojos azules, despectivos y llenos de crueldad, lo dominaron al
instante.
Su tono fue
áspero como el papel de lija:
—¿Aún estás
vestido, cerdo?
Sus miembros se
habían convertido en piedra.
—Déjame entrar
—gruñó—. O no me chuparás las botas.
Entonces
reconoció a la fulana: era la misma que había mandando a Horacio a Urgencias
semanas atrás. Una vaga erección se agitó en su entrepierna. Tenía la esperanza
de que lo sodomizara con un falo de plástico. Horacio ni siquiera pagó
suplemento por ello. Gracias a Dios que contaba con excelentes amigos que le
devolvían los favores con creces.
—Claro. —Se
apartó, obsequioso—. Pase, pase, por favor...