Me sentí completamente separado de Europa.
Había entrado en un nuevo mundo como un hombre libre: todo se había conjuntado
para que aquella experiencia fuera feliz y fructífera. ¡La Virgen, qué feliz
era! Pero, por primera vez en mi vida, era feliz con la plena conciencia de
serlo.
Henry Miller
En 1939, a los cuarenta y ocho años de edad, gracias a su amigo Lawrence
Durrell, Henry Miller acepta tomar unas vacaciones en Grecia. Después de veinte
años de empleos miserables, relaciones tormentosas, escritura, aceras rotas, penalidades,
tugurios y prostíbulos de mala muerte —primero en Nueva York y después en París—
el escritor no tarda en aceptar la invitación. La imagen de la costa griega, las
aguas cálidas del Mediterráneo, la caricia del sol sobre su cuerpo y el chocar
de la espuma sobre el casco del barco, le hacen experimentar una sensación de
plenitud desconocida. ¿Sería posible que, por primera vez toda su existencia,
pudiera olvidar las cicatrices del pasado? Puede que la vida, la misma a la que
había decidido enfrentarse en su obra, no fuera tan sórdida como siempre había creído.
Debía aprovechar aquella oportunidad: la Segunda Guerra Mundial se encontraba próxima
vaticinando millones de muertos, destrucción y caos.
Miller era un individuo desilusionado con el mundo moderno, sobre todo
con la política imperialista y laminadora de Estados Unidos y por extensión,
Nueva York, su ciudad natal, con la que siempre mantuvo una relación de
amor/odio. Su literatura puede tacharse de todo menos de convencional;
reflexiones, crítica a la sociedad, vuelos de imaginación metafísica,
inquietudes espirituales, odio hacia el egoísmo humano, pasión desbordada y
filosofía extrema. Al contrario de lo que puedan pensar los lectores, Miller fue
un vitalista que disfrutó cada segundo de su vida con una fruición digna de elogio.
La búsqueda que guió toda su carrera literaria fue la felicidad personal,
amorosa, espiritual, sexual y económica.
El coloso de Marusi destaca por
su canto a la naturaleza, leyendas, mitos, sueños, pobreza y la eternidad
condensada en la belleza de las ruinas, estatuas y caminos cubiertos de polvo
que desfilan ante los ojos del escritor durante su viaje. A diferencia de Primavera negra, Trópico de Capricornio, Trópico
de Cáncer o Días tranquilos en Clichy,
nos encontramos con un Henry Miller que ha encontrado la paz interior y acepta
a sus semejantes con todas sus virtudes y defectos. Su mirada cínica,
implacable y corrosiva ha dado paso a la visión de un hombre maduro y
contemplativo; el mismo que se maravilla profundamente de su entorno,
costumbres y habitantes durante su recorrido de meses a través de todo el país.
La prosa de Miller —líquida, tumultuosa, sensual y firme— conduce
al lector a través del mundo antiguo. Nuevamente, nos encontramos con un
individuo libre de trabas morales, políticas, sociales y filosóficas, que lo
único que anhela es aprender todo lo posible. Grecia le devuelve la esperanza que la raza humana, cuando se libere de sus ataduras, pueda encontrar la
salvación. Su admiración hacia el pueblo griego no conoce límites. Lo considera
valiente, amable, fiel, generoso y agradecido, cosa que no opina de sus compatriotas
americanos, que tacha de falsos, absurdos e ignorantes, engañados por los tres
pilares en los que se basa su modo de vida: patria, familia y religión. Cabe
destacar el análisis al que somete a sus amigos (poetas, pintores, novelistas) siempre
desde la calidez, la admiración y el humor. En cambio, su ojo crítico no deja
intactos a los poderosos: magnates, políticos, religiosos y militares que,
gracias a su ambición, estrechez de miras y mezquindad, han convertido el planeta en un lugar miserable.
Durante un año —entre largos paseos, baños en la playa,
cenas en casas de amigos, hoteles y excursiones—, Miller contempla una Grecia clásica
incólume al paso del tiempo por la que desfilan los dioses antiguos antes de
que el Cristianismo mancillara aquellas tierras con su doctrina aniquiladora. La
belleza del país, de un modo u otro, sobrevivirá a la memoria de los hombres. Nápoles,
el Pireo, las ruinas de Pompeya, Corfú, Eleusis, Hidra, Epidauro, Tirinto,
Micenas, Cnosos, Festos, Tebas, el Peloponeso, Corinto, Esparta… Cálido, inteligente y lleno de
ternura hacia el universo, nos propone realizar un recorrido espiritual que
sane nuestras almas.
Las palabras del autor después de visitar la tumba de Agamenón definen la
nueva filosofía existencial que había adquirido y sirven como cierre para
resumir la obra:
No quiero saber nada más de la
civilización y de sus productos de almas cultivadas. Renuncié a mí mismo al
entrar en esta tumba. De ahora en adelante soy un nómada, un don nadie
espiritual. Podéis coger vuestro mundo fabricado y ordenarlo en los museos; yo
no lo quiero, de nada me sirve. No creo que ningún ser civilizado sepa ni haya
sabido nunca lo que ha tenido lugar en este recinto sagrado. Eso está más allá
del conocimiento y la comprensión del hombre civilizado; él está al otro lado
de esa pendiente cuya cima fue escalada mucho antes que él o sus antepasados
estuvieran en el mundo. A eso llaman la tumba de Agamenón. Bien; tal vez uno
llamado Agamenón descansaba aquí. ¿Y qué? ¿Voy por eso a quedarme parado,
abriendo la boca como un idiota? No lo haré. Me niego a detenerme
en ese hecho, demasiado
sólido. Aquí me
elevo, no como
poeta, narrador, cuentista o
mitólogo, sino como espíritu puro. Digo que el mundo entero, abriéndose en
abanico en todas direcciones desde este lugar, vivía antiguamente de un modo
que nadie es capaz de imaginar.